Pertenezco a una generación que le ha tocado ver —y contribuir también— a la ampliación del espacio público (entendido no como un lugar físico sino metafórico). Claro que no se trata de un asunto resuelto pero si a inicios de los 90 la política era un ámbito profundamente patriarcal y étnicamente excluyente, treinta años después, más actores y más argumentos políticos se hacen desde la “diversidad” —étnica-racial, lingüística, de género—. Como los movimientos del #metoo o del #blm lo han dejado claro, se trata de un fenómeno internacional. Aquí, la intervención de los pueblos indígenas en el ámbito político expresa con claridad este cambio. En efecto, tanto los actores que reclaman, como las demandas que revindican y las movilizaciones a las que convocan ya no tienen que renunciar a lo que cada uno de ellos considera sus especificidades identitarias. Como nunca antes en México, hoy es posible participar políticamente, en las instituciones y en el ámbito judicial, partiendo del principio de esas particularidades, asumidas como un conjunto de elementos que están dados de antemano, incluso antes de concurrir a la movilización misma.
Un vistazo a la prensa en las últimas semanas incluye las protestas de múltiples colectivos de la sociedad civil en Yucatán contra el proyecto del “Tren Maya” aglutinados bajo la etiqueta de “defensores del territorio maya”; el comunicado más reciente del EZLN donde anuncia que “diversas delegaciones zapatistas […] saldrán a recorrer el mundo”; la toma del Instituto Nacional para los Pueblos Indígenas (INPI) por un colectivo de comunidades ñähñu de la ciudad de México, como un acto de repudio, pues dicho Instituto “no reconoce ni respeta la autonomía de los pueblos, su libre determinación y sus formas de organización económica y política”; y en Morelia (Mich.), tras meses de protestas, 60 comunidades purépechas organizadas lograron que el ayuntamiento quitara la escultura que conmemora al constructor del acueducto de la antigua Valladolid pues “recuerda y refleja siglos de saqueo, dominación y explotación del sistema colonial”.
Al leer estas noticias mi reacción conlleva sentimientos encontrados, como casi cada vez que me encuentro con las maneras más generalizadas en que se formulan demandas desde esa postura identitaria. Respeto y apoyo las luchas por mayor justicia social y por eliminar la desigualdad para sectores que han quedado históricamente marginados de los proyectos de redistribución, en particular desde la trinchera zapatista que ha luchado por la autonomía, llevándola a cabo día a día, contra todo y contra todos. La celebración de la alteridad y la demanda de reconocimiento de la diversidad que parecen intrínsecas a esta “voz”, en cambio, me dejan expectante, pues me resultan limitadas —si no directamente contraproducentes— en su potencial emancipatorio. Mi mirada escindida tal vez se lea como una prerrogativa de quien no está en la acción política y solo la observa. Aun así, opinar desde este lugar inestable, dividido, si bien no es sencillo, es un intento por apuntar algunas ideas potencialmente productivas que tal vez puedan encontrar cierto eco.
Se ha debatido sobre el “perdón” que España debiera o no pedir a México o sobre los graves problemas sociales y medioambientales de los “megaproyectos”. Menos se comentan los discursos mismos de la oposición política indígena. Sintomáticamente, estos tienden a organizarse según un conjunto de coordenadas bastante sistemáticas. Aquí hablaré de dos de ellas: la ausencia de la clase como relación estructurante; y una posición anti-estatista generalizada.
Veamos la primera. En el ámbito académico y en los movimientos antirracistas se suele reconocer la importancia de la llamada “interseccionalidad”, esto es, la necesidad de cruzar o por lo menos señalar los distintos ejes que atraviesan a la desigualdad: el eje étnico-racial no es independiente de las desigualdades socio-económicas, ni de las jerarquías de género. Aunque puedo suponer que los diversos movimientos indígenas estén de acuerdo con este postulado, de facto es raro que esos factores se señalen o que se les de centralidad. Ni los voceros de estos movimientos ni aquellos a quienes se dirigen son nombrados en su posición de clase. Menos aún encontramos demandas concretas para invertirlas o disminuirlas. El último comunicado zapatista es un buen ejemplo de ello: ni una mención a la situación laboral o socioeconómica de los trabajadores, campesinos, jornaleros, etc; ni una mención tampoco al hecho de que los propios indígenas ocupan posiciones de clase diversas. ¿Se dirigen a todos ellos sin importar su posición socioeconómica? Pero esta ausencia no es exclusiva del discurso zapatista. La intelectual ayuujk Yásnaya Aguilar, una figura cada vez más visible en el debate público a quien admiro y leo con interés, tampoco suele mencionar este factor. Dado que las jerarquías de clase no figuran en su perspectiva, el planteamiento general pareciera sugerir que en las naciones indígenas las desigualdades socioeconómicas están ausentes, o no son significativas. En convergencia tanto con un tropo generalizado por el discurso académico decolonial como con ciertas representaciones romantizadas de los pueblos indígenas, el actor político indígena que se esboza en sus textos constituye un colectivo liso y homogéneo al interior. La frontera identitaria termina así minimizando las múltiples líneas que demarcan la desigualdad en la posesión de recursos y riqueza. Esto se constata, de forma extrema, en un testimonio fabuloso por explícito, aunque casi vergonzoso por vacuo. Me refiero al episodio dedicado al racismo del programa Pan y Circo (producido por la casa productora de Diego Luna y Gael García, para Amazon Prime Video). El formato consiste en reunir a distintas figuras públicas alrededor de una cena preparada por un famoso chef para discutir temas de actualidad. En medio de la exquisita y acogedora cena que los convoca en una íntima playa de la Riviera Maya, el intelectual mapuche Pedro Cayuqueo expresa su sorpresa ante la reacción del joven que hace la limpieza en el hotel donde lo alojaron, cuando él lo identifica como indígena maya en un afán por mostrar sus raíces comunes. El joven —narra el intelectual— se muestra ofendido, o incluso enojado y no se reconoce como indígena (ver minuto 23). Cabe imaginar que le resultara difícil encontrar una raíz común con quien probablemente él percibió como un cliente adinerado más. ¡Indígenas del mundo uníos!, parece decir Cayuqueo. ¡Pero debo hacer la limpieza!, parece decir el joven.
La otra ausencia es de naturaleza diferente. En este posicionamiento político el “estado” (muchas veces nombrado como “gobierno” o “mal gobierno”) es el enemigo por excelencia, el polo antagónico de los pueblos, comunidades, naciones, etc., indígenas. Sin embargo, en esta retórica anti-estatista la némesis que representa el estado tiende a aparecer como un actor ciertamente autoritario e injusto pero sorprendentemente coherente, con una notable capacidad de acción unificada, sin fisuras ni contradicciones en su interior. El proyecto del “tren maya”, la violencia y atentados contra los derechos humanos de los pueblos indígenas y hasta la tristemente famosa “aculturación” se leen como los actos de un ser omnisciente que ordena y ejecuta de manera diligente, desde una centralidad, intangible sí, pero sin distorsiones, imprevistos ni contradicciones.
Esta imagen resulta por lo menos contraintuitiva para todo aquel que se haya confrontado a la burocracia gubernamental, a la toma de decisiones políticas, a las tensiones siempre existentes entre diferentes niveles de gobierno, secretarías, gobernantes, políticos y funcionarios. Pero sobre todo, la representación de un actor coherente, cuyo ojo, cerebro y manos estarían en armonía para ejecutar sin fricción toda intervención que se propone es, justamente, la representación que el estado quiere ofrecer de sí mismo. De hecho, es precisamente contra su caos constitutivo que es necesario refrendar en permanencia su coherencia. Al movilizar esta imagen, la posición contestataria termina alimentando, paradójicamente, la máscara de orden y organicidad con la que el estado busca legitimarse.
Ello tiene además consecuencias concretas en el actuar, pues frente a ese cíclope de extremidades infinitas la única alternativa es alejarse de él. Se me dirá —y concuerdo— que décadas de gobiernos ilegítimos, autoritarios e irresponsables explican esa postura. Sin embargo —y me disculpo por mi pragmatismo y mi falta de originalidad—, no existe, al día de hoy, una estructura institucional y política potencialmente capaz de redistribuir y regular la riqueza, con sus muy grandes y evidentes limitantes, de manera transversal y al mayor número de personas, que el estado nacional: ya sea por la vía fiscal o extrayendo del mercado servicios vitales como la educación, la salud y la protección de los recursos naturales. Es más, sin perder de vista las enormes deficiencias que el estado mexicano ha tenido históricamente, es difícil negar que la profunda desigualdad que se vive hoy en México se ha ahondado, precisamente, por la reducción de las funciones estatales de redistribución más básicas. ¿Es la dirección en la que queremos seguir?
De hecho, la demanda por un retiro o reducción de la presencia estatal ha provenido, históricamente, de las élites, antes nacionales, hoy cosmopolitas. Quien a principios del siglo XX se opuso a la educación pública y laica fue el sector católico y conservador, generalmente ubicado en estratos socioeconómicamente altos, que podían pagar por la educación de sus hijos. En las últimas décadas del siglo pasado, el espejismo de la reducción del aparato estatal como una vía para la democracia y el crecimiento económico podía parecer transgresivo. Hoy en día, sin embargo, tras treinta años de su retiro sistemático, la renuncia a interpelar al estado para exigir de él su función redistributiva crea, inesperadamente, afinidades electivas con retóricas neoliberales y posturas cosmopolitas que lo conciben como un órgano prescindible. ¡No queremos más estado!, parecieran decir los movimientos indígenas. ¡Perfecto!, contestarían las élites neoliberales.
El camino elegido por las diversas voces que se posicionan como indígenas en el debate público responde a una historia de lucha, admirable por su tenacidad y su valentía. El potencial subversivo y transformador de estos movimientos se ve hoy, a mi pesar, atenuado. El escenario político contemporáneo se ha movido de tal forma que, de manera imprevista, arrojar luz sobre el eje identitario se ha hecho a costa del eje de clase y esto, lejos de ser transgresivo, termina reforzando el orden establecido. Igualmente, renunciar a interpelar al estado para exigirle más redistribución, más garantías para que el pacto social se cumpla y esencializarlo como un actor unívoco resulta más funcional que desestabilizador.
Pensando a futuro, ¿cómo imaginar, desde esta oposición tan acotada en términos territoriales e identitarios, un proyecto de interés común más transversal? ¿Qué atractivo pueden tener las demandas de autonomía, de reconocimiento de la diversidad, de celebración de la alteridad y la negación del estado como órgano de redistribución para, por ejemplo, los jornaleros de la agroindustria, las trabajadoras domésticas o quienes forman las enormes filas de la economía informal? ¿No son ellos quienes, a pesar de no hablar (o de ya no hablar) una lengua indígena, ni de identificarse automáticamente como miembros de una comunidad o de un territorio indígena se encuentran, como dicen los zapatistas, “en los sótanos y rincones del mundo”, “abajo y a la izquierda”?