“Hacia la superficie” es un poema en prosa de David Huerta (¿o un ensayo lírico?), que da título a un libro homónimo, publicado en 2002 por la editorial mexicana Filodecaballos. “Hacia la superficie”: una preposición, un artículo y un sustantivo. La preposición marca la dirección, el sentido del movimiento. El texto es un viaje cuyo destino es la epidermis del mundo, oscura, misteriosa, caliente de tan fría. Y profunda. Me acompaña, desde que lo leí por primera vez, hace más o menos una década, no sólo por su belleza discursiva, sino por sus constantes provocaciones a nuestra concepción de la materia. Con otras pretensiones bien distintas, pero como siempre en deuda con David, inicio hoy esta columna, a la que he llamado así en homenaje suyo. 

Desde el siglo xv y principios del xvi, cuando se echa a andar eso que llamamos modernidad, con una serie de eventos que no podemos pensar aislados (el afianzamiento del imperio otomano en las márgenes europeas; el término de la Guerra de Reconquista española, y con ella el surgimiento de una versión prototípica del Estado nación, expulsiones raciales y religiosas mediante; el primer esfuerzo romance por imponer una variante dialectal como método de control; el inicio de la colonización americana; la Reforma protestante, con la imprenta de tipos móviles como aliada indispensable, y la reacción católica, entre los más sobresalientes), comienza un giro ideológico que ha ido borrando la materia.

Se dice mucho que somos una sociedad materialista, o que promueve un ideal materialista. Somos, más bien, una sociedad hermenéutica, que ve en los objetos una metafísica. Pienso en un primer ejemplo, del todo sintomático: un avance tecnológico (la invención del bastidor y la pintura al óleo), aliado con uno técnico (la perspectiva, que sentimos completamente natural, pero que es propia de la pintura europea y su posterior tradición), con los cuales comienza un nuevo entrenamiento para nuestra mirada. Vuelta el centro del que surge la representación, la mirada occidental moderna es capaz de poner profundidad allí donde no la hay, más que en apariencia. Ello condicionó nuestra manera de valorar el mundo. De pronto, toda opacidad podía convertirse en una ventana. ¿A dónde? Al mundo de la riqueza: la pintura, como lo ha dicho John Berger, fue una forma de plasmar, en una superficie manejable y más o menos perenne, todo un mundo de opulencia, un estilo de vida que fija las aspiraciones y los deseos.

Decir que la pintura —ese tipo de pintura— condicionó nuestra óptica es también una forma de decir que condicionó nuestra imaginación. Buena parte de los avances tecnológicos tienen como fundamento esa ventana fingida, estrictamente superficial, pero simbólicamente profunda: la fotografía, el cine, las pantallas… Por ello, según Anne Friedberg, no es casual que el software que revolucionó la tecnología computacional se llamara “Windows”. Y es del todo revelador ese plural: la ventana ya no es una, sino múltiple: un vértigo de ventanas que hoy se sucede al tacto de nuestros dedos, mientras recorren una superficie que nunca es lo que muestra. 

Pienso en más ejemplos: la popularización del cristal y del espejo, superficies que se niegan a sí mismas —el cristal por su transparencia y el espejo por su naturaleza reflejante—, antes signos de opulencia, y aún ahora demarcadoras de clase (por ejemplo, en los cristales rotos o parchados, que abandonan los traslúcido, para hacer evidente una carencia). O el mapa, supuesta abstracción objetiva del espacio. En cierto sentido, mapa y pintura se oponen, pues sus formas de representación son muy distintas. Sin embargo, comparten de otras maneras una profunda tergiversación de lo visible. Son famosas las recientes interpretaciones de la tradición cartográfica: ¿quién decidió cuál era el arriba y cuál el abajo?, ¿por qué se traicionan las dimensiones reales de los países, supuestamente en pos de llevar a lo plano la redondez?, ¿por qué se usan los mapas como un espacio de aplanamiento de la diferencia, de lo conflictivo, como en el caso de Palestina, sustituida definitivamente por Israel en los más difundidos hoy en día?

Otro más: el dinero moderno. El dinero de antes, ya fuera forjado a partir de minerales, o consistiera en semillas de cacao, por ejemplo, implicaba, sí, un grado de virtualidad —asignar un valor es ya un ejercicio de abstracción, de llevar al objeto más allá de su realidad física—. No obstante, la abstracción fue llevada cada vez más lejos, hasta que el dinero se volvió pura representación, y su materia dejó de ser importante: lo central es la imposición de un consenso, que llena de un poder económico el papel blindado o el impulso electrónico de los páneles de la bolsa, de los bitcoins y las aplicaciones móviles bancarias. 

El ideal, impulsado progresivamente con más ahínco por un sistema económico e ideológico cambiante pero fiel a sí mismo, es la negación misma de los objetos, de su volumen y su peso, de su historia material y de sus formas de producción. Sólo en una cultura así era posible inventar los supermercados y las tiendas departamentales: sitios donde las cosas se disocian por completo de su origen, y se agrupan en una abtracción, a la vez caótica y ordenada, que pretende satisfacer todas nuestras necesidades vitales. Y así como se borran los objetos, se borran los sujetos, pues se niegan las interacciones que nos dan sustento y vida, y la vida misma se vuelve mercancía o estadística. 

Nuestro mundo, nuestra cultura, no es superficial. Todo lo contrario. Ni siquiera cuando nos tocamos, en la caricia o en el rasguño, lo hacemos desde una sensibilidad libre de interpretaciones. Ese mundo, esa cultura, han preformado y performado nuestra manera de lidiar con nuestro día a día. Gracias a ello se entienden, por ejemplo, las maneras en que estamos viviendo el confinamiento y la aparente naturalidad con que tantas interacciones sociales pudieron trasladarse a una virtualidad aún más evidente. 

No toda virtualidad es signo de dominación, ni el mundo virtual es inherentemente servil. Caben, también allí, el encuentro y la rebeldía. De todas formas, me uno a ese anhelo por regresar, y pronto, a un mundo menos mediado por las representaciones. Un mundo, quiero decir, más táctil y menos óptico. Y quizá si ahondamos un poco más en ese anhelo, hallemos en él otros aprendizajes: a tocarnos más o a tocarnos de otro modo; a cerrar más los ojos en el tacto y preguntarle a las superficies por su biografía; a dejar los ideales de lisura, para abrazar la aspereza y la rugosidad; a agradecer el tacto que confeccionó o supo cosechar los objetos que nos rodean. Ya se ha dicho antes: no podemos permitir que una consecuencia de la pandemia sea la fobia última y manifiesta por el tacto. Somos mucho más que superficies contaminantes. Mucho más que superficies susceptibles a ser contaminadas por todo lo tocado. 

No sé si sea verdad o sea un invento, pero alguna vez vi una foto de un examen. En él le preguntaban a un niño para qué servía la piel de la vaca. Su respuesta fue “para mantener a toda la vaca junta”. La intuición ya es genial, pero podríamos llevarla más allá: la piel no sólo nos da unidad; también es el terreno de nuestra cercanía.