Del barrio a la gloria y de la gloria al infierno. La sabiduría popular suele no equivocarse. Los mejores boxeadores y futbolistas son hijos de la mala vida. Pobreza, violencia, confrontaciones tempranas, relaciones sociales ásperas y un sentido sagrado de lealtad a la tribu son valores compartidos entre quienes crecen en hogares y barriadas marginadas. A las trompadas o a las patadas, el muchacho aprende que el destino –o la mano de Dios– depositó en sus puños o en sus piernas, lo que la sociedad no puso en el salario de sus padres.

Manuel Francisco dos Santos, el inmortal Garrincha, creció en la pobreza pero conoció, muy joven, las maravillas de la fama y el encanto del dinero. Exitoso con su equipo, el popular Botafogo refrendó sus pergaminos en el Mundial de Suecia en 1958 y repitió su logro en el Mundial de Chile 1962. Pocos años después,  desbarrancó su vida y el alcohol pasó a ser su principal acompañante en días de tinieblas. Terminó su existencia  a los 49 años, con el hígado destrozado mientras jugaba un partido amistoso en una playa carioca y esperaba las propinas de los ocasionales turistas.

La carrera profesional de otro extremo derecho glorioso, Orestes Omar Corbatta –el mismo puesto y el mismo número siete de Garrincha– tuvo menos reflectores internacionales pero consiguió éxitos nada despreciables en su equipo, Racing Club de Avellaneda. Con el seleccionado argentino participó en dos mundiales, Suecia y Chile, y aunque la escuadra albiceleste no se destacó, las crónicas de la época exaltaron las cualidades de ese jugador hábil y escurridizo. Sin dinero y golpeado por una situación de abandono familiar, murió a los 55 años mientras recibía una pensión del gobierno y ocupaba el cargo de cuidador de un centro deportivo. El vino y el cigarrillo fueron sus últimos compañeros.

Garrincha y Corbatta cumplieron, de alguna manera, el destino trágico de los héroes griegos. Conocieron el temprano encanto de una vida cargada de actos épicos y  la locura de ser celebridades emblemáticas en el medio futbolístico. El dinero cerró un círculo que sería fatídico cuando el retiro de la actividad profesional los obligó a ordenar sus vidas fuera de las canchas. El derrumbe personal y el despilfarro de sus fortunas los arrastró a la marginación y los dejó en brazos de la caridad pública. Ya para entonces eran pocos los amigos que les acercaban una mano solidaria.

Foto: Wagner Fontoura

 

Diego Maradona construyó, en pocos años, una vida de leyenda. De las carencias de Villa Fiorito, su barrio natal,  a los generosos contratos del Barcelona Fútbol Club, y de la ciudad catalana al endiosamiento del Nápoles. Hay cierto paralelismo entre la vida de Diego y la trayectoria de Garrincha y Corbatta, pero existe una diferencia abismal con esos dos números siete famosos: Diego fue por naturaleza, y tal vez por convicción, un transgresor incorregible.

Ni Garrincha ni Corbatta se pronunciaron por líderes o causas políticas populares ni desafiaron los poderes establecidos que manejan el fútbol profesional en el mundo. Maradona vivió en un eterno fuera de lugar, peleas con los poderosos, confrontación con los círculos de poder que fijan las reglas del juego, la federación italiana de fútbol o, peor aún, con la FIFA y con algunos sectores de la política.

Hizo público su respaldo a la revolución cubana y al gobierno del presidente Hugo Chávez, exaltó la figura de Fidel Castro y de Evo Morales. Nadie olvida su asistencia militante al acto masivo de repudio al acuerdo comercial propuesto por Estados Unidos, en la ciudad de Mar del Plata en 2005. Recordamos su alegría de adolescente al compartir la tribuna con las principales figuras de la izquierda latinoamericana o al abrazar a Néstor y Cristina Kirchner y expresar su apoyo a la gestión de gobierno.

Sin embargo, ese Diego comprometido y solidario coexistía con la persona adicta y despilfarradora. No es un buen ejemplo alguien que se droga y colecciona y destruye automóviles deportivos o que exhibe de manera torpe aspectos de su vida íntima. Pero aún con esos defectos, fue para millones de muchachos, nacidos en barriadas pobres de nuestros países, el gladiador que derrotó  la miseria.

Se despidió de nosotros el pasado 25 de noviembre. Su adiós fue tumultuoso, como su vida, y a la hora de hacer el balance de su legado y poner en blanco y negro el debe y el haber de su trayectoria, dejamos constancia que vale más su compromiso social y político que todos los excesos que tanto dañaron su salud y su carrera. Será recordado como el anti-Pelé, ese otro genio del fútbol profesional,  siempre sumiso, bien portado y complaciente con los grandes poderes económicos y políticos de Brasil y del mundo. Diego fue y así quedará grabado en el imaginario colectivo,  el muchacho de Villa Fiorito que nunca olvidó ni al barrio ni a su gente. Fiel hasta el día de su muerte.