Hace unos días un amigo recibió un mensaje en su trabajo: el director del equipo les avisaba a todos los empleados que estaba llena la carpeta digital en donde respaldaban toda la información compartida. En lugar de cuestionar la pertinencia de tener tanta información o, incluso, de plantear la necesidad de no guardar todo, el líder los felicitó por haber saturado el llamado “Drive” y terminó su comunicación diciendo que encontraría una solución. Imagino que la empresa tendrá que pagar por más almacenamiento, el cual, con el tiempo, será insuficiente.
Muchos trabajadores en grandes organizaciones están acostumbrados a estas historias: una avalancha de procedimientos, planes, programas, evidencias, certificados, procesos, reglamentos y programas a corto, mediano y largo plazo. Antes todo este archivo se guardaba en muebles de metal que, en algunos casos, podían llenar oficinas enteras. Ahora la virtualidad crea la fantasía de un almacenamiento infinito; sin embargo, cualquier dato o cualquier número en nuestras pantallas tiene un respaldo material: servidores pertenecientes a dos o tres gigantescas corporaciones que, a la postre, consumen mucha energía. Estos almacenes tecnológicos son prioritarios, pues los datos son el petróleo de nuestros tiempos. Al inicio, todas las funciones de la utopía virtual son engañosamente gratuitas, pues nuestra interacción alimenta los algoritmos y mercantiliza cada una de nuestras decisiones. A pesar de esto, la información que se genera todos los días, el encarecimiento de la energía y la necesidad de expandir las ganancias empresariales harán cada vez más comunes las restricciones en correos electrónicos, aplicaciones y hasta en los servicios de streaming, como se ha podido comprobar en los meses recientes.
El fetichismo burocrático y la concentración económica del capitalismo tardío hacen que nuestra sociedad global se haya apropiado de muchos defectos achacados al llamado socialismo realmente existente de la URSS. No en balde el crítico Fredric Jameson piensa en la cadena de supermercados Walmart como el ejemplo más notable de una economía centralizada y planificada. La competitividad entre empresas dinámicas y flexibles que ofrecen mejores productos al consumidor, la cual se pregona como dogma de fe por la ideología liberal, nunca existió; y lo que terminamos adoptando fue un grupo de oligopolios sumamente poderosos —corporativos trasnacionales—, cuyo motor son miles o millones de personas organizadas en una compleja estratificación laboral muy similar al denostado gigantismo soviético. El caso más extremo es Uber que, sin tener un solo auto en propiedad, genera ingentes ganancias para sus accionistas con el trabajo de más de cuatro millones de choferes, según el libro de la académica Natalia Radetich Cappitalismo: La uberización del trabajo.
Los trabajadores aglomerados en las empresas gigantescas —las cuales, por supuesto, no tienen más opción que expandirse— no sólo son obligados a insertarse en el engranaje burocrático sino, también, a disciplinarse por medio de pequeñas, inacabables y, a menudo, inútiles actividades de reporte y llenado de formatos. El llamado micromanagement o microgestión empresarial se encarga de controlar y gestionar esas actividades destinadas al archivo y, posteriormente, al olvido. El antropólogo David Graeber en su libro La utopía de las normas: De la tecnología, la estupidez y los secretos placeres de la burocracia describe muy bien nuestra época y las promesas de la modernidad que se volvieron contra nosotros, en particular, contra la clase trabajadora. La tecnología que nos iba a liberar de las labores rutinarias se volvió un instrumento cada vez más eficiente para registrarlas y medirlas. El objetivo, descrito en otros libros del autor como Trabajos de mierda, es saturar al empleado, quitarle poder de decisión e, incluso, cancelar su imaginación, el último refugio de los subalternos.
Por otro lado, la cultura laboral que ha construido el capitalismo del siglo XXI mantiene a un grupo dominante —estratificado en diversas capas— cuyo papel es meramente testimonial —en términos de productividad—, pero muy bien pagado. Graeber cita el testimonio de varios ejecutivos que, hartos de no hacer nada, renunciaron a sus trabajos para encontrar algo más significativo qué hacer. No está de más decir que los trabajos peor remunerados (choferes, personal de limpieza, maestros de educación básica, entre muchos otros) son los que mantienen a la sociedad funcionando.
Hay otro aspecto inquietante del fetichismo burocrático: el pensamiento mágico. Se cree que lo puesto en el papel o, mejor dicho, en un procesador de texto u hoja de cálculo virtual, tiene una influencia directa en la realidad. De esta manera, se construye una perniciosa fantasía de eficiencia que, de vez en cuando, se tambalea y colapsa. Sin atacar la esencia de los problemas, se insiste en normar todo con la esperanza de que las reglas, leyes y procedimientos burocráticos remedien el mal por sí mismos, ignorando contextos y límites humanos. Así se alimenta un sistema ineficiente, hiperespecializado y, sobre todo, opaco, pues nadie tiene una visión general de su funcionamiento, como sucede con las intrincadas plataformas digitales y sus algoritmos.
El crítico de la cultura y la tecnología Lewis Mumford acuñó el término megamáquina para definir la fuerza social y burocrática que sacrifica vidas en pos de un ideal impuesto desde el poder, ajeno a cualquier rasgo democrático. El autor refiere que, por ejemplo, los esclavos egipcios se sometieron a largas jornadas en las pirámides pensando que su esfuerzo contribuía a un plan divino encarnado por el faraón. Mucho tiempo después seguimos adentro de una megamáquina que ahora ha expandido sus límites y diversificado sus modos de dominación. Los egipcios, al menos, nos heredaron una cosmogonía rica en símbolos y arte. ¿Cuál será la herencia de la sociedad burocratizada que construyó el capitalismo de los siglos recientes?
Foto de cabecera: servidor web, vía Wikipedia Commons.