Este texto se publicó en SinPermiso y originalmente en Catalunya Plural el 25 de enero de 2021. Se reproduce con autorización.


A la mayoría de los lectores y lectoras les sonará que en Finlandia recientemente se ha realizado un “experimento de renta básica”. Dos mil personas escogidas de forma aleatoria percibieron, de forma incondicional, una renta de unos 560 euros mensuales durante dos años. El debate era goloso: dar dinero a la gente y esperar a ver qué ocurría. Los expertos, académicos, políticos y sobre todo los medios de comunicación, se preguntaban si, por ejemplo, las personas desempleadas se esforzarían en conseguir un empleo o, por el contrario, se apalancarían en su sofá.

Lo que quizás no les suene tanto es que este tipo de experimentos hace años que se vienen realizando en todo el mundo: desde la localidad de Manitoba, en Canadá y en varias poblaciones estadounidenses entre los 1970s y 1980s, hasta más recientemente en lugares como Otjivero-Omitara, en Namibia (2007-08), en Madhya Pradesh, India (2011-13), en Kenia (2016-), en Ontario, Canadá (2017-18), en Utrecht y cinco ciudades holandesas (2017-19), en Irán (2010-), en Maricá, Brasil (2019-), o en la provincia de Gyeonggi, en Corea del Sur (2020-).[1] Parece que estos experimentos están consiguiendo que la idea de la renta básica gane cada día más adeptos y que el debate rebase los muros de las universidades y de los centros de investigación para interpelar a cada vez mayores sectores de la sociedad.

En el mundo académico y activista prevalece la discusión de si estos experimentos son realmente necesarios, e incluso estratégicamente adecuados, para terminar implementando la renta básica algún día. A un lado hay quienes creen que aún se necesitan más evidencias empíricas que avalen y aporten mayor credibilidad y robustez a los argumentos favorables a la renta básica. Los expertos llaman “evidence-based policies” a la idea de que, para implementar políticas públicas, es necesario primero que estas se sostengan sobre evidencias sólidas que demuestren su eficiencia y eficacia. En el otro extremo del debate se hallan quienes postulan la futilidad de estos experimentos y defiende, por tanto, que los argumentos y las razones para justificar la implementación de la renta básica no tienen que ver con sus hipotéticos resultados empíricos, sino con consideraciones de tipo moral o ético.

Sin embargo, no hay que ir ni a Finlandia ni a Corea del Sur, ya que en Barcelona hace poco más de un año que también se ha realizado un experimento similar. Durante 24 meses, mil hogares del Eje Besós –una de las zonas más pobres de la ciudad– participaron en el llamado proyecto piloto B-MINCOME en el que se combinaba una transferencia monetaria con varias políticas activas de inclusión sociolaboral. La evaluación de este proyecto se está publicando estos días, aunque a mediados de 2018 ya se conocieron los resultados parciales. Estos, como los del resto de experimentos anteriormente mencionados, fueron positivos en incidir sobre aspectos tales como la reducción del estrés financiero y de las deudas familiares, el aumento de la felicidad y del bienestar subjetivo, la reducción de ciertas afectaciones mentales y físicas, la mejora de la calidad alimentaria, el refuerzo de la participación y de la confianza social y con las instituciones públicas, el refuerzo de la autoconfianza y del emprendimiento, el incremento del uso de los equipamientos públicos y comunitarios, etc. Así mismo, los estudios de impacto realizados hasta ahora echan por tierra uno de los mayores tópicos relacionados con la renta básica: el supuesto desincentivo sobre la oferta laboral que inevitablemente implicaría una renta básica no se ha observado en ninguno de dichos experimentos.

Dicho y hecho, pues. Aquellos que reclaman más evidencias disponen ahora de una considerable cantidad de datos que avalan y justifican su implementación. Desgraciadamente, y a pesar de ello, la renta básica no se ha instaurado ni en Finlandia, ni en Kenia, ni tampoco en Barcelona. Así pues, el problema no parece radicar en la falta de datos ni de evidencias empíricas, sino más bien en creer que la política funciona como la ciencia o, dicho de otro modo, que quien ocupa cargos políticos y diseña políticas públicas razona y actúa como lo haría un científico social. 

Aquellos que anteponen los argumentos de tipo moral o ético se podrían sentir ahora tentados a afirmar que tengo razón y que, por más evidencias que aporten estos experimentos, la decisión de implementar (o no) la renta básica es y será siempre una decisión política sostenida sobre postulados éticos e ideológicos. Quien defiende esta posición cree que la carga de la prueba se encuentra en los argumentos normativos y tiende así a rechazar la experimentación y los estudios de campo. Independientemente de los resultados o las consecuencias que esta pueda generar, sostienen, hay que instaurar la renta básica porque es una medida justa que nos acerca a un modelo distributivo que estimamos moralmente deseable para nuestras sociedades.

El problema de esta perspectiva es que tiende a obviar que la renta básica (en caso de implementarse) sería la política de mayor impacto redistributivo y sería, por tanto, una medida altamente controvertida desde el punto de vista político. Parece pues muy poco estratégico y muy desaconsejable rechazar aquellas evidencias científicas que pudiesen avalar su implementación. Después de todo, durante los últimos cuarenta años, una gran cantidad de reputados estudiosos en campos como la justicia distributiva, la ética económica y la filosofía moral y política se han concentrado en desarrollar un buen número de teorías y argumentos favorables a la renta básica difícilmente rebatibles, pero que tampoco parecen haber tenido mucho éxito en convencer a sus gobernantes de instaurar esta medida.

Así como la primera perspectiva lo fía todo a unos resultados “estadísticamente significativos” y se muestra profundamente ilusa al creer que las decisiones políticas se cocinan en laboratorios científicos, esta segunda postura pondría todo el peso en los argumentos ético-normativos que, por más refinados que puedan ser, no parecen haber sido suficientes para transformar la acción de gobierno. El lector o la lectora más pesimista podría sentirse ahora satisfecho, tirar la toalla y balbucear algo así como que “la renta básica es una buena idea, pero en el fondo es demasiado utópica para ser implementada”. Nada más lejos de mi intención.

Académicos, expertos y defensores de la renta básica en general pueden seguir peleándose acerca de la (in)conveniencia de realizar más experimentos. Pero lo cierto es que cuantos más experimentos se realizan y más se discute sobre ellos, más se habla de la renta básica. Y para prueba, un botón: es decir, este mismo artículo. Es lógico suponer que dar dinero de forma incondicional conllevará resultados positivos, pero lo cierto es que necesitamos pruebas que aporten consistencia empírica tal suposición. Es mediante la realización de experimentos que ahora sabemos que la felicidad y el bienestar tienden a aumentar, que la salud y la alimentación usualmente mejoran, que las deudas económicas y el estrés financiero tienden a reducirse, que la gente empleada no suele abandonar su puesto de trabajo y que quien está desempleado difícilmente rechaza volver al mercado laboral. Y sabemos también que casi nadie opta por no hacer nada. Convertirse en un parásito, en un “ni-ni”, no parece una opción para quien dispone de su existencia material garantizada.

A su vez, estos resultados también animan cada vez más debates con un fuerte contenido ético y político que, por otro lado, serían difíciles de escuchar en casa, en el bar o en el lugar de trabajo si no se hubieran realizado experimentos como los de Namibia, los de Holanda o el de Barcelona. Estos experimentos no solo son útiles para acumular nuevas evidencias empíricas al corpus de conocimiento científico actualmente disponible, sino que también sirven para poner sobre la mesa debates que son fundamentales para a las sociedades actuales como, por ejemplo, ¿qué significa el trabajo? ¿Es lo mismo el trabajo que el empleo? ¿Quién (no) trabaja y por qué? ¿Cómo queremos distribuir el producto social? ¿Qué sistema de protección social queremos? ¿Es el empleo el medio más adecuado –o acaso el único– para garantizar la libertad y la autonomía de las personas?

Quienes creemos y defendemos que la existencia material es y debería ser un derecho fundamental, no podemos pasar por alto la oportunidad estratégica que nos brindan los experimentos de renta básica como altavoz para hacer oír nuestra voz. La sociedad no es un espacio escéptico ni neutro, sino que está conformada por una multitud de relaciones de poder y de dominación históricamente cristalizadas de acuerdo a diferentes contextos geográficos, políticos, culturales y económicos. Creer que unos científicos con bata blanca arreglarán los problemas que todo esto genera es tan iluso como contraproducente; tanto como hacer caso omiso a las evidencias científicas y las recomendaciones que estos mismos científicos nos puedan aportar. Nuestra tarea no es solo diseñar e implementar buenos experimentos sociales, si no sobre todo saber leer e interpretar los resultados para que sean útiles para el debate y la discusión colectiva en favor de la renta básica.

Notas

[1] En rigor, cabe advertir que la renta básica –un ingreso mensual pagado por el estado de forma universal, individual e incondicional– no puede, por definición, ser testeada. Los experimentos, por el hecho de estar limitados temporal y presupuestariamente y por emplear una población muestra, contradicen estas mismas características de la renta básica. Lo que se testea son pues políticas de transferencia monetarias más o menos incondicionales, aunque cada experimento es ciertamente distinto, tanto en su diseño como en los resultados que persigue.