No en este momento y probablemente tampoco a mediano plazo. A pesar del desencanto generado en sectores minoritarios por las aparentes contradicciones del obradorismo, la disputa por definir qué es izquierda en México la sigue ganando la coalición que llevó al poder a López Obrador. Y si la espectacular movilización feminista o la resistencia a los proyectos de desarrollo en el sureste parecen dar razones para soñar en una izquierda progresista en México, los resultados electorales y encuestas de opinión de los últimos treinta años deberían dictar cautela en el mejor de los casos, cuando no duro y llano pesimismo. Porque la izquierda realmente existente en México, la de los electores y ciudadanos de a pie, difícilmente emocionará a intelectuales progresistas o militantes de los nuevos movimientos sociales. Hasta ahora la discusión del carácter de izquierda del obradorismo ha tomado un enfoque normativo: cómo puede ser de izquierda si se alía con X, cómo puede ser de izquierda si hace Y, cómo puede ser de izquierda si no ajusta a la doctrina Z y en cambio usa los símbolos de W. Poco o nada hemos discutido sobre cómo se formó una opinión pública favorable a López Obrador ni cómo esa tendencia ha resistido dos años de desgaste en el gobierno, en especial entre quienes se califican de izquierda y los sectores populares. Vale la pena detenerse en este fenómeno a menos que deseemos continuar con una crítica divorciada de la realidad de nuestro país y su historia.

 

Seguirles la pista a las masas

A inicios de la emergencia del COVID, en una plática con un viejo militante regiomontano, activista del movimiento urbano popular de los setentas, salió el tema de cómo hacer política en estos tiempos y conectar con la gente. Y usando el viejo lenguaje, me decía que “había que seguirles la pista a las masas”. Eso implicaba hablar de López Obrador, pero tratando de ir más allá de él. Y la pregunta obvia, luego de maldecir mil veces las alianzas con los intereses empresariales y el ejército, es ¿por qué? Porque la gran novedad de 2018 es que después de un siglo de buscar a las masas, la izquierda mexicana por fin las encontró… aunque de la mano de un movimiento pluriclasista encabezado por un líder nacionalista. Lo extraño es que para un sector de las izquierdas pareciera que es momento de regresar el regalo con todo y envoltura.

Desde el Cardenismo, e incluso antes, las izquierdas mexicanas intentaron insertarse en el movimiento obrero primero y en los movimientos sociales después sin mucho éxito. A pesar de representar un elemento imprescindible dentro de las luchas por la emancipación, la realidad es que las izquierdas por sí mismas nunca lograron romper el consenso establecido por el régimen de la Revolución Mexicana. Reprimidas a ratos, asimiladas casi todo el tiempo, el mosaico de izquierdas mexicanas acabó por encontrar su lugar en el mural extraño del régimen de la revolución. Mientras el Estado corporativo mantuvo la apariencia de cumplir su parte del trato con las clases medias urbanas y los sectores populares, ni la resistencia armada al régimen ni la movilización social en fábricas y colonias se tradujo en respaldo electoral y político. Es por eso por lo que la transición democrática y el cambio político y social del último tramo del siglo XX presentan un saldo magro para aquellos que no consideran al mercado como fuente de soluciones sociales y sí un problema a resolver. En cualquiera de sus vertientes, la izquierda mexicana nunca consiguió más allá de un 6% de los votos a nivel federal. Y aunque por mucho tiempo la izquierda radical pudo argumentar que esos resultados venían del fraude y compra de votos; los múltiples fracasos de constituir partidos alternativos y candidaturas independientes en tiempos recientes fuerzan a reconsiderar esa hipótesis. La lista es larga: Democracia Social, México Posible, Alternativa Socialdemócrata y Campesina, Futuro, Nosotrxs…

Después de todo, únicamente cuando un sector del nacionalismo revolucionario abandonó al PRI es que la izquierda electoral arañó el 30% de la votación, aunque en las elecciones a diputados normalmente alcanzaba un piso del 15%. Es sólo con el total abandono del pacto corporativo, cuando las élites priistas asumieron una postura socialdemócrata y liberal, que por fin se hizo posible absorber al electorado natural de la izquierda. Hasta entonces, era entre los sectores medios que el mensaje a favor de la redistribución económica e intervención estatal hacía cierto ruido.

Alguien diría que estoy obviando la constante resistencia de las periferias y la emergencia de una sociedad civil participativa desde mediados de los años noventa. El problema con ese argumento es que, aunque las miles de marchas y plantones, incluyendo las espectaculares ocupaciones de las principales avenidas de la capital, hablan de la continuidad de luchas populares, la realidad dura es que para la segunda década del siglo XXI la movilización social no se tradujo en un movimiento independiente que representara una alternativa viable al consenso neoliberal. Ni el alzamiento de Chiapas en 1994, ni la revuelta popular de Oaxaca en 2006 y mucho menos el movimiento 132 de 2012 o las protestas por el caso Ayotzinapa dieron paso a expresiones electorales y de gobierno atractivas para las mayorías. Mi hipótesis es simple: no lo hicieron porque nunca fueron otra cosa que la expresión minoritaria e inconexa de la capa más radicalizada de nuestra sociedad. Es en otra parte donde se cocinó el surgimiento de la izquierda realmente existente.

 

Vuelta a la izquierda: la irrelevancia política de las agendas progresistas

Uno de los temas recurrentes de la historiografía de la izquierda política en el siglo XX fue el declive de la clase obrera como actor político y su cooptación por el sistema político capitalista. La variante mexicana de esa melodía sonaba tan parecida a las críticas liberales del clientelismo y el Estado corporativo que aún hoy se necesita un oído experto para distinguirlas. A esto hay que sumarle la violencia organizada desde el Estado contra las disidencias, pero sin olvidar la constante incapacidad política de amplios sectores de las izquierdas mexicanas al momento de conectar con las masas. Porque más allá del sacrificio de generaciones de militantes de base de decenas de organizaciones, la esperanza de construir un polo progresista que supere el marco del nacionalismo revolucionario sigue siendo un deseo que raya en la fe milenarista. La historia reciente de nuestra democracia y las encuestas de opinión no pintan un cuadro optimista por ningún lado para quienes se aventuran a soñar algo así.

Demos un breve repaso por los datos. Hasta 2018 el voto de izquierdas se concentraba en los estratos de la población con mayores recursos económicos y educativos (Aguilar, 2018, p. 74). A contrapelo de la imagen de una izquierda clientelar anclada en el sector popular y algunos baluartes campesinos, los resultados de las contiendas presidenciales desde 2006 muestran una izquierda de clases medias urbanas articulada alrededor de una idea del Estado como agente de redistribución de la riqueza y la defensa de la soberanía nacional. Sin embargo, para 2018 este electorado de “izquierdas” sufrió una transformación paradójica: por fin se rompió el cerco y las tan anheladas clases populares se incorporaron a la coalición, pero ni a ellas ni a las clases medias las banderas progresistas (la agenda de derechos) les resultan determinantes. Temas como el aborto, el matrimonio igualitario o la adopción por parejas del mismo sexo resultan poco significativas para este electorado, que a momentos incluso llega a pronunciarse en contra de formas distintas de vivir (Sánchez y Sánchez, 2018, pp. 148-149). Es más, la agenda de derechos trasciende electoralmente a la izquierda y encuentra cobijo en el electorado promercado de las derechas mexicanas. Poco importa que en los últimos 20 años la identificación ideológica haya aumentado, la manera en que los mexicanos se entienden como izquierda no corresponde con la idealización de las clases medias ilustradas que apoyan una agenda progresista. Para la gran mayoría de los mexicanos que se identifican con la izquierda la contradicción principal en el México del siglo XXI continúa siendo la vieja cuestión social.

Toca respirar hondo y revisar nuestros análisis de la 4T y su pronta disolución, pues es más probable que los espacios que deje atrás la ola obradorista los ocupen la oposición de derechas promercado que cualquiera de las opciones de la izquierda independiente. La fácil reconversión de los restos del perredismo en socio muy minoritario del PAN y el PRI es un primer indicio, pero no el único. También, más allá de la descalificación y la diatriba sectaria, habría que preguntarse por qué las organizaciones “anticorrupción” de las cúpulas empresariales y medios tradicionales del periodo neoliberal ficharon muy pronto a personajes provenientes de la izquierda universitaria y liberal. Permítaseme una hipótesis: La capacidad de la derecha mexicana promercado de asimilar la agenda progresista es mucho mayor de lo que la izquierda quisiera aceptar y, tal vez, ni siquiera se trate de una maniobra electoral. La labor de una oposición de izquierdas no es sólo cuesta arriba, probablemente es una misión suicida que implica un riesgo alto de incorporarse a la derecha, tal vez no hoy ni mañana, pero sí en un par de sexenios o de condenarse al destino de la secta minoritaria.

No es una historia nueva, pero eso ya lo vimos en la derrota de los movimientos populares en el norte del país en los noventa, la institucionalización de los pocos casos de sindicalismo combativo en el centro y sur (los maestros de Oaxaca, los telefonistas), y en la irrelevancia política del zapatismo a nivel nacional luego de 2006.

La disputa por la Nación

Partamos por reconocer la diversidad de las izquierdas mexicanas y la existencia de un sector de ellas que no le interesa en nada tomar el poder o actuar por vía institucional. El valor de la construcción de opciones para la disidencia es un tema normativo que amerita una discusión aparte. Para aquella izquierda que no agota el horizonte de sus luchas en el lugar de trabajo o la calle y que sí contempla entre sus expectativas generar un cambio social en la estructura política y legal, las preguntas de en dónde y con quién va a generar esos cambios deberían estar en el orden del día. Responderlas implica tomarse la molestia de voltear a la historia del PRD y el fracaso de la estrategia aliancista propuesta por su ala «moderada» (los chuchos), así como asimilar treinta años de movilización social de efectos extremadamente limitados en la esfera institucional y en la opinión pública. Aventuro dos respuestas, ninguna de ellas particularmente halagadoras para la construcción de una izquierda más allá del nacionalismo revolucionario. La primera es considerar que la agenda progresista tiene más futuro con las fuerzas políticas promercado y aceptar que el destino de la izquierda “progresista” es la de negociar reformas con una derecha no conservadora, una especie de Pacto por México 2.0. Ese es el argumento de Roger Bartra y la práctica de quienes se incorporaron a entidades como “Mexicanos contra la corrupción”. La segunda es sumarse a la 4T y desde ahí intentar empujar temas de la agenda progresista sacrificando independencia y potencial crítico. Le aseguro al lector que no estará solo en esta última opción… de hecho, la mayoría de los camaradas hace tiempo que están ahí.


Referencias

Rosario Aguilar, 2018, “Las coaliciones electorales de López Obrador a través del tiempo: variaciones sociales y políticas” en A. Moreno et al (ed.) El viraje electoral: Opinión pública y voto en las elecciones de 2018 en México. Ciudad de México: Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública.

Luis Sánchez y Sánchez, 2018, “El clivaje redistributivo: ideología y desigualdad social” en A. Moreno et al (ed.), op. cit.