La guerra tiene lugar no sólo en Ucrania, sino en el mundo entero. Aunque no haya todavía una Tercera Guerra Mundial, ya estamos viviendo el conflicto bélico al sufrir sus efectos económicos, políticos y psicológicos. También estamos participando en el conflicto al interpretarlo de cierto modo y no de otro, al compartir ciertas noticias u opiniones y no otras en las redes sociales, al expresarnos e incluso al callar, al saber lo que sabemos e igualmente al ignorar lo que ignoramos.
El saber y la ignorancia forman parte de los acontecimientos. Podemos decir, entonces, que la guerra en Ucrania tiene una dimensión epistemológica. Esta dimensión es también política, implica relaciones de poder y comporta diversas operaciones ideológicas, entre ellas las que se analizarán aquí brevemente: la personalización despolitizadora, la moralización apolítica, la disociación maniquea, la simplificación informativa, la observación acéfala y la atención amnésica.
Las recién mencionadas operaciones ofrecen un saber sobre la guerra en Ucrania, pero a condición de asegurar también cierta ignorancia. El criterio selectivo para demarcar lo que debe ignorarse y lo que puede saberse obedece a los intereses del campo en el que se realizan las operaciones. El campo que aquí nos interesa es el que mejor conocemos, el atlantista o europeo-estadounidense, que mantiene su hegemonía en el mundo occidental a través de las grandes corporaciones mediáticas, los opinólogos más influyentes, los dirigentes o portavoces gubernamentales y el establishment político, tanto a la izquierda como a la derecha.
Personalización despolitizadora
Sabemos que la mayoría de miembros del gobierno ruso, incluyendo a parlamentarios de oposición en la Duma, están respaldando al presidente Vladímir Putin en la invasión en Ucrania. La invasión también parece contar con el apoyo de la mayor parte de la población de Rusia. Estos pequeños detalles aparentemente carecen de importancia, ya que se trata de la guerra de Putin.
El conflicto bélico se personaliza. Es la persona de Putin la que prepara, declara y hace la guerra. La guerra es de él –su guerra– y es no sólo contra Ucrania, sino contra el mundo entero e incluso contra los rusos, como parece comprobarse en las insistentes imágenes de las manifestaciones pacifistas en Moscú y San Petersburgo. Las manifestaciones resultan demasiado evidentes y convincentes como para preguntarse cuántos manifiestan, cuántos no lo hacen, cuántos apoyan a Putin y cuántos están de acuerdo con la guerra sin apoyarlo.
Se impone la versión de que el presidente ruso actúa en solitario como un psicópata, como un depredador, como un monstruo, como alguien peligroso y repulsivo. Esta versión permite desacreditar a Putin –pues no puede ser por casualidad que se le haya dejado tan solo–, pero también ignorar a quienes lo apoyan y acompañan, así como ignorar igualmente la situación política rusa, el trasfondo cultural-histórico y socioeconómico de lo que ocurre, los factores estructurales subyacentes y las razones por las que la guerra es respaldada incluso por muchos parlamentarios que se oponen a Putin. Hay que ignorar demasiado para admitir la versión europea-estadunidense de la historia. Esta versión es que el pueblo ruso está completamente subyugado, controlado y anihilado por el todopoderoso tirano, lo que no puede ser de otro modo cuando salimos del Occidente Democrático y llegamos al Oriente Autocrático, en un buen ejemplo de orientalismo como el descrito por Edward Said.
La reconfortante imagen orientalista de la tiranía del nuevo zar o sátrapa –un Jerjes del siglo XXI– permite concentrarse en una persona y en sus rasgos psicológicos para olvidar así el meollo político del asunto. La despolitización resulta indisociable de una personalización que es también una psicologización y una psicopatologización como las denunciadas por Ian Parker y Jan De Vos en la actual cultura de los diagnósticos y los perfiles psicológicos. Diagnosticar a Putin y señalar sus rasgos de personalidad –su locura o su psicopatía o su impulsividad o hasta su masculinidad tóxica– es más fácil que refutar las opciones y las razones de un gobierno, de ciertas fuerzas políticas y de algunos sectores de la sociedad rusa.
Moralización apolítica
La personalización facilita el proceso por el que la cuestión política de Ucrania se reduce a un asunto de moral. Esta moralización consuma la despolitización. En lugar de analizar la compleja situación política, se juzga moralmente a una persona. Putin ya no sólo es diagnosticado como alguien demente o delirante, sino que se le condena como alguien malvado, como el nuevo Hitler, como la personificación misma de la maldad.

Si el mal es personificado por una persona, basta oponerse a la persona para situarse de modo sencillo, automático e instantáneo en el campo del bien, de los buenos, de los pacifistas, de los humanos y sensibles. El bien es tan prestigioso, tan admirable y tan atrayente para quienes aspiran a ser admirados, que todos se precipitan y se agolpan en torno a él. El gregarismo y el conformismo son aquí tan poderosos que dan lugar a un absolutismo extremadamente intolerante.
¿Cómo tolerar lo que no está bien, lo que no está en el bien, lo que está fuera del campo del bien? Se rechaza enérgicamente cualquier opinión discordante, incluso indecisa, pues es claro que no podemos dudar entre el bien y el mal. Aquí en el campo del bien, donde la derecha y la izquierda se reconcilian en su apuesta por lo que juzgan moral y correcto, la única reminiscencia de la política es la corrección política y su moralismo típicamente anglosajón. Este moralismo sentimentalista y lacrimógeno lo llena todo y no deja lugar ni para el disentimiento ni para el debate ni para las alternativas. El pensamiento único incluye ahora una cláusula moral anti-Putin.
Disociación maniquea
El campo del bien se opone al del mal. Sólo hay estos dos campos opuestos. Nadie puede salirse de ellos. O se está en el bien, contra Putin, o se está con Putin, en el mal.
Si alguien rechaza la disociación maniquea entre los dos campos, esto quiere decir que está en el campo del mal. Este campo incluye también a quienes osan pensar en la expansión de la OTAN en el Este de Europa. Si lo hacen, ha de ser porque desean justificar a Putin, porque están a favor de él, porque están en su campo, el del mal, el de los malvados.
La disociación maniquea entre el campo del bien y el del mal –el propio y el del otro– es evidentemente una lógica de guerra que justifica por adelantado cualquier acción contra el campo enemigo. Es verdad que el campo enemigo se presenta como el de la guerra y el propio campo como el del pacifismo, pero este pacifismo y su distinción con respecto a la guerra son expresiones abstractas de un maniqueísmo que es él mismo un componente indispensable del belicismo. Nos entregamos al goce de la guerra cuando reducimos todo a la simplista dicotomía del uno bueno y el otro malo: cada uno reflejando al otro, confirmando y excluyendo su existencia, duplicando su belicismo y su imperialismo en el espejo, como en la dialéctica de la agresividad imaginaria descrita por Lacan.
Simplificación informativa
El binarismo bueno/malo es una simplificación extrema que descalifica totalmente al otro, asimilándolo al mal, y que sólo admite relacionarse con él a través de la violencia, de la eliminación del mal. Esta violencia es un efecto directo de la simplificación, la cual, por sí misma, ya es violenta con el otro, al que mata simbólicamente, quizás como preparación para su aniquilación real. Sobra decir que la tentación de la guerra suele ser también una tentación de la facilidad. La guerra es más fácil que la paz. Intentar entender al otro es más difícil que negarlo y destruirlo.
Por más pacifistas que seamos, podríamos estar contribuyendo a la guerra cuando cedemos a su facilidad y simplificamos lo que acontece en Ucrania. Esta simplificación hace que reduzcamos los acontecimientos a un conflicto entre Ucrania y Rusia, que tomemos partido por uno de los dos bandos y que alcemos la bandera correspondiente como si estuviéramos en el campo de batalla. Nuestra bandera nos vuelve, de hecho, soldaditos de la guerra simbólica, pero también cómplices de la conflagración real, como cuando celebramos ya sea el poderío militar de los rusos o los envíos de armas hacia Ucrania.
Si el conflicto actual se resolviera en una Tercera Guerra Mundial, quienes lo han apoyado terminarían convirtiéndose en carne de cañón. Serían así víctimas de la simplificación orquestada por los poderes gubernamentales, políticos y mediáticos. Son estos poderes los que imponen la simplista lógica de la guerra no sólo a través de su obscena parcialidad, sus visiones dicotómicas y su manipulación de la opinión pública, sino también al sacrificar la complejidad inherente al saber en favor de la simplicidad agregativa de una información amorfa, desestructurada y enfocada más a desinformar que a informar.
Hoy como ayer, en tiempos de polarización bélica, la mejor manera de atenuar la desinformación es (des)informarse de modo simultáneo con los dos campos que se oponen, ahora con la Casa Blanca y con el Kremlin, con RT y con la CNN o la BBC, con Bloomberg y con Sputnik. Necesitamos conocer las dos versiones, tan sesgada la una como la otra, para obtener un saber complejo sobre la base de una información más completa, una distinción y relativización de las perspectivas opuestas, una detección del sesgo y una superación de las respectivas simplificaciones. Es por esto que la Unión Europea y los Estados Unidos están impidiendo la transmisión de RT y Sputnik en sus territorios, obviamente no porque los medios rusos estén más sesgados que el New York Times o Le Monde, sino porque tienen un sesgo opuesto al atlantista y así existe el riesgo de que permitan a los europeos y estadounidenses poner en perspectiva las noticias occidentales, alcanzar una visión más fiel y compleja de lo que ocurre, tener un saber con su verdad y no sólo paquetes de posverdad consistentes en una mezcla de información con desinformación.
Observación acéfala
La obsesión con lo informativo es correlativa de un empirismo ideológico –ya denunciado por Engels en su Dialéctica de la naturaleza– que actualmente saca su fuerza del generalizado analfabetismo funcional, del desprestigio de las ideas y las palabras, del predominio global de lo imaginario sobre lo simbólico e incluso de la exitosa concepción británica-estadounidense de la ciencia basada en evidencias. Este empirismo apuesta por una observación acéfala como forma suprema de conocimiento. Aunque pueda mentirnos o confundirnos, una imagen dice más que mil palabras, como se ha leído hace poco sobre una fotografía de Ucrania devastada.
Las imágenes son elocuentes y observarlas permite confirmar la información que se tiene. ¿Acaso no es claro que Putin está masacrando al pueblo de Ucrania? Una vez que observan esto, los espectadores creen poder ahorrarse el esfuerzo de la interpretación de lo que observan, de su elucidación, de su comprensión y su explicación.
Incluso en algunos sectores de la izquierda, está prácticamente prohibido intentar explicar por qué están cayendo las bombas en Ucrania. La única explicación autorizada es más bien una simple constatación consistente en decir que las bombas están cayendo porque Putin las está arrojando. Si uno trata de ahondar en la cuestión y evoca temas como la OTAN, uno es tildado inmediatamente de “tankie”, “neocampista”, “pro-Putin” o cómplice insensible de la masacre.
El empirismo ideológico dominante comporta una categórica prohibición de pensar. Tan sólo se autoriza constatar lo que aparece en las imágenes y en la información mezclada con desinformación. Lo más que puede hacerse es protestar contra lo que se constata, pero no pensar en esto, discutirlo y reflexionarlo, explicarlo y comprenderlo. Hay que renunciar a la mente, a sus peligrosas facultades racionales e intelectuales, y ser tan sólo ojos para ver la catástrofe, bocas para increpar a Putin y brazos para blandir las banderas azules y amarillas.
Atención amnésica
Lo que se prescribe de modo tácito, por todos los medios, es observar superficialmente lo que ocurre y reaccionar en consecuencia, de forma inmediata, refleja o automática, sin que medie ninguna idea o proceso mental complejo. Esta inmediatez excluye no sólo el pensamiento, sino la memoria. No puede recordarse nada al percibirse la guerra en Ucrania.
Conocemos la consigna que es distintiva de nuestra época y que no deja de operar en los noticieros, las redes sociales y las agendas gubernamentales: hay que limitarse a prestar atención a las noticias diarias, de modo amnésico, dejando atrás lo que pasó ayer. Lo que importa no es el pasado, sino el presente. Este presentismo ideológico prohíbe evocar incluso los antecedentes más recientes de la guerra, como los recientes bombardeos estadounidenses en diversos lugares del mundo, la expansión de la OTAN en torno a Rusia, la matanza de Odesa en 2014, los miles de muertos en Donbass y Luhansk o la proscripción y la persecución de los comunistas en Ucrania. Todo esto no viene al caso.
Aparentemente debemos olvidar las causas y limitarnos a la percepción de los efectos. El problema es que no podemos percibir de verdad los efectos, percibiéndolos en su integridad, al cegarnos ante sus causas, ya que sus causas los constituyen, adoptan su aspecto, se continúan y subsisten en ellos, como bien lo comprendió Baruch Spinoza al reconocer el carácter inmanente o subsistente de la causalidad. Luego Louis Althusser apreció el aspecto estructural de esta subsistencia y ahora nosotros podemos entender que estamos ciegos ante la guerra en Ucrania cuando ignoramos la estructura que la produce.
Al considerar la causalidad estructural, caemos en la cuenta de que las bombas que están cayendo sobre Ucrania son arrojadas no sólo por Putin y su ejército, sino por la Duma y el resto del gobierno ruso, pero también de algún modo por el gobierno ucraniano militarizado y por sus sectores nazificados, por la OTAN, por la Unión Europa y los Estados Unidos, por el capitalismo global y en especial por un capital armamentista predominantemente estadounidense. Todos los causantes de esta guerra son los que están matando a quienes pierden la vida en Ucrania. Las manos ensangrentadas no son únicamente las de Putin, sino las de Zelenski, Biden, Boris Johnson, el oligarca y expresidente ucraniano Petro Poroshenko, el líder ultranacionalista Oleh Tyahnybok y los demás que han contribuido con sus actos y sus palabras a enrarecer el ambiente, agravar las tensiones, excitar el odio, atizar el fuego y frustrar cualquier solución pacífica. Para tomar conciencia de esto, basta desobedecer la doble interdicción vigente de pensar y de recordar.
