Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todas son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas.

El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha

Han pasado varios años desde que comencé a encargarme de estudiar los glaciares mexicanos. La primera tarea fue comprender su relación con la atmósfera, luego medir su profundidad, extensión y estimar sus cambios futuros, para después abordar las causas de estos cambios. Pero aún falta buscar cómo adaptarse a estos últimos y mitigar sus causas. He visitado estos glaciares varias veces y aquellos que alguna vez entendí como lejanos y eternos me parecen cada vez más cercanos y efímeros. El viento sube nubes a las montañas provocando nevadas y lluvias en distintas presentaciones; con el viento pueden ir polvo y arena, como lo vi una vez en el Pico de Orizaba, donde en cosa de un segundo la mitad superior del glaciar quedó cubierta de partículas que oscurecieron la nieve; puede llevar cenizas volcánicas como las del Popocatépetl, que con frecuencia se depositan sobre el Iztaccíhuatl. El viento puede llevar mariposas, escarabajos y otros insectos como el abejorro que una vez insistió en beber agua de mi cabello. Pero el viento también lleva contaminantes que junto con la arena, el polvo e incluso microplásticos pueden provocar un ligero pero importante cambio de coloración de la nieve, principal motivante de lo que se describe en este artículo, el cual pretende exponer una hoja de ruta que vincule los efectos climáticos de la afectación a la criósfera con sus causantes principales. Todo esto se encuentra enmarcado en un sistema global por demás complejo, cuyo abordaje se discute ahora mismo en la COP28, pues no es de índole puramente técnica o científica, sino política, económica y social.

“Donde hay fuego hay humo” y/o “Donde fuego hubo, cenizas quedan”

Tal vez somos seres humanos desde que hemos manipulado el fuego, principalmente quemando madera y grasa animal para iluminarnos en la oscuridad, para cocinar y para calentarnos. Sin embargo, más allá de satisfacer estas primeras necesidades básicas, la capacidad de hacer fuego, así como el acceso y control de los materiales que se usan para ello y que se procesan por medio de él, ha influido fuertemente en el desarrollo social y económico, al mismo tiempo que establece una intrincada red de relaciones entre sociedades y con los distintos territorios.

Se llamaba Teofrasto y hace unos 2,300 años se interesaba por las plantas, pero también por las rocas. Según este antiguo sabio griego, el carbón de roca era utilizado como calefacción por los trabajadores del metal en aquellas épocas lejanas. Pero en realidad, se considera que la verdadera era del carbón comenzó mucho tiempo después, a principios del siglo XVI, cuando este mineral se constituyó como la principal fuente de energía para sustentar el desarrollo a partir de la Revolución Industrial (1740 aproximadamente). Desde entonces hemos usado y quemado intensivamente carbón mineral, básicamente para calentar agua en calderas y mover dispositivos con vapor (autos a vapor, barcos a vapor, locomotoras a vapor, máquinas a vapor y fabricación de acero, que es básicamente hierro + carbón en pequeñas cantidades). Desde el siglo XIX, empezamos a quemar petróleo para iluminarnos, cocinar, calentarnos, impulsar motores de combustión interna, para generar vapor y electricidad. En consecuencia, nuestro desarrollo económico a base de fuego ha producido mucho humo y muchas cenizas.

Fotografía infrarroja: cortesía del autor.

“Amor, tos, humo y dinero no se pueden encubrir mucho tiempo”

La quema de carbón, petróleo y sus derivados genera partículas micrométricas (millonésima parte de un metro) de ceniza, cuando queda depositada en donde se hace el fuego, llamadas carbono negro (CN), que también se transportan en la atmósfera a diferentes alturas, como parte del humo tan característico en el hábitat de nuestras sociedades modernas y que, después de viajar un rato alrededor de todo el planeta, se precipitan en cualquier parte como un polvito muy fino. Tanto humo como cenizas forman parte del grupo de los contaminantes climáticos de vida corta (CCVC), compuestos que permanecen por un tiempo relativamente corto en la atmósfera —desde un par de días hasta unas pocas décadas— y que tienen un efecto de calentamiento a corto plazo sobre el clima.

En algunos casos, estos CCVC pueden permanecer pocos días en la atmósfera, pero si son emitidos de forma continua, su presencia no disminuye. Por otro lado, están aquéllos cuya vida no es tan corta —unas pocas décadas— y que al ser emitidos de forma continua su presencia sí aumenta. Los principales CCVC son: carbono negro (CN), metano (CH4), ozono troposférico (O3) e hidrofluorocarbonos (HFC’s). Los tres primeros de esta lista son a su vez, después del bióxido de carbono (CO2), los más importantes contribuyentes al calentamiento global actual y a los efectos nocivos en la salud humana y de los ecosistemas.

El corto tiempo que los CCVC permanecen en la atmósfera implica que, si se reducen las emisiones de estos contaminantes, sus concentraciones atmosféricas disminuirán en cuestión de semanas o años, con un efecto benéfico y notable en la temperatura global durante las décadas siguientes. No obstante, hay consenso entre las y los investigadores polares en que el equilibrio entre ganancia y pérdida de hielo ya desapareció en Groenlandia y en Antártica. Asimismo, recientes estudios indican que ya es muy tarde para el hielo marino en el Ártico. Es decir, aunque logremos reducir las emisiones al mínimo, ya no podremos prevenir la pérdida del hielo marino perenne; además, será inevitable —al menos— un verano libre de hielo marino en el Ártico antes del 2050. La situación es aún más grave para los glaciares tropicales que reciben la radiación solar con mayor intensidad y que con frecuencia se encuentran cerca de centros urbanos e industriales; éste es el caso de numerosos glaciares andinos, pero también de los glaciares mexicanos, donde ni con el mayor optimismo puedo asegurar una década más.

“La blancura de la nieve hace al cisne negro”

Ya desde la aproximación más básica, nieve y hielo tienen dos características principales, su blancura y su temperatura. Casi igualmente básico es el conocimiento de que el agua es el único compuesto que de forma natural se puede encontrar en la tierra en estado líquido, sólido y gaseoso, incluso algunas veces, los tres al mismo tiempo; es decir, se trata de un material muy sensible al calor (entendido como cualquier intercambio de energía). Por su parte, como el carbono negro es un aerosol oscuro (se llama aerosol a las partículas sólidas suspendidas en el aire), que además alberga otros varios contaminantes adsorbidos (pegados a él), en gran medida aumenta el deshielo debido a su capacidad de potenciar la absorción de la radiación solar.

Existen partículas capaces de absorber luz, como el carbono negro o el polvo mineral, la pintura negra y otros microplásticos que pueden estar suspendidos en la atmósfera, así como los conjuntos de nanotubos de carbono que parecen negros porque absorben la energía de la luz incidente casi por completo. Pequeñas cantidades de este tipo de materiales aumentan significativamente la absorción de calor hacia la capa de nieve. En consecuencia, el deshielo provocado por la absorción solar se ve potenciado por la presencia de estas partículas que absorben la luz.

Es posible que el carbono negro industrial emitido en grandes cantidades a partir de mediados del siglo XIX haya contribuido al derretimiento acelerado de los glaciares europeos, pues se afirma que los glaciares de los Alpes empezaron a retroceder bruscamente desde su máximo a mediados de este siglo, marcando lo que parecía ser el final de la Pequeña Edad de Hielo. Los registros alpinos de temperaturas y precipitaciones sugieren que, por el contrario, los glaciares deberían haber seguido creciendo hasta 1910. El forzamiento radiativo provocado por el aumento de la deposición de carbono negro industrial en la nieve podría ser la causa del brusco retroceso de los glaciares alpinos a partir de mediados del siglo XIX. Los núcleos de hielo indican que las concentraciones de carbono negro aumentaron bruscamente desde entonces y lo siguieron haciendo en gran medida en el siglo XX, lo que concuerda con los aumentos conocidos de las emisiones de carbono negro debido a la industrialización de los Alpes.

El carbono negro en el ambiente no sólo produce calentamiento atmosférico; también deteriora el aire y se ha asociado con efectos negativos en la salud humana, básicamente por enfermedades cardiovasculares y respiratorias, por su vinculación con ciertos tipos de cáncer, efectos mutágenos y muerte prematura, entre los más importantes.

Fotografía: cortesía del autor.

“Calor, agua ni hielo nunca se quedan en el cielo”

En general, la presencia del hielo, no sólo por su temperatura sino en especial por su capacidad de reflejar la radiación solar, mantiene los gradientes térmicos necesarios para conservar las condiciones climáticas, químicas y biológicas actuales, es decir, que sustenta la vida tal como la conocemos. En consecuencia, la pérdida de hielo ocasiona que esta dinámica se debilite y eventualmente pudiera modificarse a sí misma produciendo condiciones muy distintas a las que conocemos y que no hay manera de prever.

A escala global, las bajas temperaturas del Ártico y de la Antártica desencadenan gradientes térmicos atmosféricos y oceánicos que permiten la distribución de calor, gases y nutrientes necesarios para conservar las condiciones climáticas, químicas y biológicas actuales. Los hielos polares, por lo tanto, son el regulador térmico de la Tierra, pues funcionan como un gran reflector de radiación solar y lo mismo ocurre a escalas locales con los glaciares de montaña.

El carbono negro y las otras partículas que absorben luz, cuando se depositan sobre la nieve y el hielo, reducen la capacidad de éste de reflejar la radiación solar modificando su papel como regulador climático, ya sea a escala global o local. Pero aun mientras se encuentran suspendidas en la atmósfera, estas partículas también contribuyen al calentamiento global a través de la interacción con las nubes. 

Ningún rincón del planeta escapa de la influencia de la criósfera ni del carbono negro. No obstante, son pocos los países que han comprendido los efectos devastadores e irreversibles que está detonando el colapso de la criósfera. Los glaciares de todo el mundo muestran una tendencia general de retroceso, así como las placas de hielo del Ártico, Antártica y Groenlandia, las cuales contienen la cantidad suficiente de hielo para incrementar el nivel del mar 65 metros. Pero la complicación que esto trae no es solamente el aumento del nivel del mar con la correspondiente inundación de zonas costeras, sino que también toda el agua que se derrite y abandona la criósfera, cuando llega al mar y se integra con esta gran masa de agua salada, deja de ser agua apta para consumo humano.

“En el arca del avariento, el diablo yace dentro”

Todos los seres humanos contribuyen al cambio climático, pero no por igual. El 50% más pobre de la población mundial produjo el 12% de las emisiones en 2019, mientras que el 10% más rico, el 48% del total. Desde 1990, el 50% más pobre de la población mundial ha sido responsable de sólo el 16% de todo el crecimiento de las emisiones, mientras que el 1% más rico, del 23% del total. Mientras que las emisiones per cápita del 1% más rico del mundo han aumentado desde 1990, las emisiones de los grupos de renta baja y media de los países ricos disminuyeron. Contrariamente a la situación en 1990, el 63% de la desigualdad mundial en las emisiones individuales se debe ahora a una brecha entre los emisores bajos y altos dentro de los países y no entre países. Por último, la mayor parte de las emisiones totales del 1% de la población mundial más rica procede de sus inversiones y no de su consumo. Parece que estos mismos “lideres contaminantes” son algunos de los que se reúnen en Dubái.

 “Todos coludos o todos rabones” o “el muerto al hoyo y el vivo al bollo”

Estas conclusiones tienen implicaciones para los debates actuales sobre políticas climáticas justas y subrayan la necesidad de que los gobiernos desarrollen mejores datos sobre las emisiones de gases de efecto invernadero para supervisar el progreso hacia estilos de vida sostenibles y que se vigilen, en este sentido, tanto los consumos como las inversiones, poniendo especial énfasis a estas últimas.

Desde niño recuerdo fuertes campañas de concientización para la reducción de consumos con consejos sobre cómo bañarse en el menor tiempo posible, el fomento al reciclaje o limitar el uso de los automóviles. Tal vez a eso se deba la disminución en emisiones en los grupos poblacionales de renta baja y media. Como se ha visto, somos grupos que de por sí emitimos poco y, por mucho empeño y determinación que tengamos, no podemos producir grandes cambios, como también se ha comprobado.

Cuando me preguntan “¿qué podemos hacer para recuperar los glaciares?”, suelo responder que nada, ya que debimos comenzar a actuar hace algunas generaciones. Esta respuesta puede ser decepcionante y además contribuir a la sensación de que la problemática actual fue causada por las generaciones anteriores. Sin embargo, me parece muy posible que los emisores bajos/altos de hace algunas décadas (mis abuelos, por ejemplo) emitían aún menos que los emisores bajos/altos de hoy en día. Desde esta perspectiva, y sin importar en que sector nos ubiquemos, vale la pena cuestionarnos acerca de nuestros estilos de vida. ¿Qué hacemos ahora que antes no hacíamos? Con esta respuesta, resta sólo dejar de repetirlo.

Es importante observar que así como con la desigualdad social se presenta la desigualdad en emisiones, también se muestra un escenario de desigualdad en lo referente a la vulnerabilidad de la que aún no nos hemos ocupado ni en este texto ni en la vida. Se habla mucho de las energías renovables (eólica, fotovoltaica y otras) y hemos hecho avances significativos en este aspecto, pero seguimos usando carbón (en menor grado) y petróleo (y sus derivados; gasolinas, diésel, lubricantes, plásticos, etc.) para generar electricidad y transporte en un porcentaje importante; lo mismo que continuamos usando agua y aire como principales agentes refrigerantes, y todo esto sucede sobre todo en actividades industriales, no necesariamente de consumo, vinculadas a las inversiones de ese 1% de la población mundial más rica. Todo esto acontece mientras quienes no pertenecemos a ese exclusivo grupo somos incentivados por los gobiernos a reducir aún más nuestros ya reducidos consumos y obligados por la industria a aumentarlos por medio de prácticas comerciales perniciosas como la publicidad y la obsolescencia programada que, a su vez, nos hacen aún más lejanas las inversiones que de por sí no solemos tener.

¿Tomaremos las medidas necesarias para disminuir las emisiones de las personas, sectores y actividades más contaminantes o seguiremos “pidiéndole peras al olmo”? En mi opinión, está claro quiénes tienen que hacer cambios y qué es lo que tienen que dejar de hacer, pero parece que su discusión no está centrada en cómo dejar de hacerlo, sino en el mejor de los casos, en cómo hacerlo de manera “limpia”.

Fotografía infrarroja: cortesía del autor.