Cubrirse el rostro en las protestas públicas no es trivial. Es una forma de protegerse de la represión, delimita quienes pertenecen y a los que convoca el grupo, forma parte de una coreografía montada para calar en el ánimo de la opinión pública, proyecta una imagen de horizontalidad en la que todos los participantes son iguales, denota una perspectiva acerca de la política, conforma una identidad colectiva fundada en el anonimato. La práctica es bastante añeja, pero de la emergencia del altermundismo —que popularizó la imagen de Guy Fawkes en la máscara de Anonymous— a la fecha ha cobrado una importancia renovada. No pocos de los “rebeldes primitivos” pintaban sus rostros y se disfrazaban para no ser reconocidos fácilmente o a manera de transgresión, usaban claves y pseudónimos para ocultar su identidad a la policía, o actuaban de noche para no ser vistos. Las sociedades secretas y la propaganda por el hecho de los anarquistas solían ocultar la identidad de los participantes, así como las guerrillas del siglo XX en su lucha armada contra el Estado. En los regímenes autoritarios era común el empleo de alias, incluso varios, para evitar la detección policial de los militantes de las organizaciones ilegales.
Los movimientos sociales modernos y los partidos socialistas le imprimieron un carácter público a sus acciones y liderazgos, otorgando mucho mayor peso al debate frente a la sociedad, la arenga en las plazas, la marcha callejera y a la presencia en los medios allí donde era posible. El anonimato no era opción si se apostaba por el convencimiento de la multitud, el ejercicio dialógico y la inclusión. La capacidad oratoria se conformó en un arma fundamental y la exhibición pública de una moralidad superior a la de los adversarios políticos llegó a ser un timbre de orgullo: dar la cara era la manera de hacerse responsable por los actos personales y colectivos. Incluso los juicios se convertían en foros donde se mostraban estas cualidades, la profundidad de las convicciones y una práctica que se asumía sustentada en principios sólidos. Piezas oratorias como La historia me absolverá o la defensa de José Revueltas en el 68 serían impensables fuera de este marco en el que el militante se hacía públicamente responsable de sus actos, comprometiéndose con los demás y mostrando el doblez de quienes detentan el poder.
Como las estrellas del “ejército de reparadores” luddita, la gorra roja en la Revolución de 1848 y las barbas en el Movimiento 26 de Julio, el pasamontañas fue el distintivo del EZLN en la rebelión en la Lacandona y en las presentaciones públicas subsecuentes de su dirigencia. Ocultarse en una capucha fue más la voluntad del movimiento neozapatista de querer significar una identidad comunitaria en oposición a la figura del líder (por eso también el prefijo sub), que la expresión de la naturaleza clandestina de la organización, un botón de muestra de la ambigüedad de la conducta pública del EZLN —una formación política que no se asume como tal, un liderazgo que pretende ser impersonal, la participación en los procesos electorales sin ningún interés en la representación política, etcétera— con su reverso, la tolerancia de facto por parte del Estado. Sin embargo, no queda duda de que el movimiento neozapatista privilegia la dimensión discursiva de su intervención pública y no el cobijo del anonimato para llevar a cabo sus acciones.
Salvo los movimientos armados, la izquierda del siglo XX no recurrió a las capuchas para ocultarse, antes bien éste fue un uso de los grupos de choque —del Estado, los caciques y la derecha radical— para amedrentar y desarticular a los movimientos sociales y a sus expresiones políticas. Es claro que el vaciamiento de la democracia representativa, el desprestigio de la política partidaria, la manera cada vez más agresiva en que el capitalismo invade el espacio social y la violencia descontrolada y extendida en todos los ámbitos han propiciado que el embozamiento se naturalice como instrumento legítimo de la acción colectiva. Tampoco cabe duda de la eficacia probada de la táctica del black bloc con la que se articula, su capacidad identitaria y el atractivo entre los jóvenes. El problema reside en las pérdidas que para la izquierda representa esta vuelta al anonimato.
Hemos insistido en el asunto de la responsabilidad, esto es, la convicción de la izquierda de que sus objetivos son moral y políticamente correctos, que sus métodos se corresponden con ellos y que expresan el interés mayoritario de la sociedad. Hacerse públicamente cargo de esto ratifica dichas certezas. Sumado a ello, la izquierda históricamente ha aspirado a la inclusión (de las clases, el género, las minorías, las nacionalidades) y esto implica, entre otras muchas cosas, salir de la política del gueto y las prácticas sectarias, de la exclusión que supone la máscara que separa claramente a quienes están dentro y fuera del grupo, a los que poseen los códigos de acceso de los que carecen de ellos. El anonimato traba además el diálogo, pues el interlocutor no es alguien identificable a quien se le pueda filiar con una condición, actividad o status, por tanto, se ignora su carácter y representatividad —aunque pretenda hablar a nombre del común—, lo que no corresponde a un ejercicio democrático genuino en el que cada quien interviene a título de algo, desde una posición reconocible, con el aval de los demás y gozando de una respetabilidad suficiente que permite confiar en él. Asimismo, el anonimato abre un flanco a la impunidad en la medida en que nadie se responsabiliza de los posibles daños de la acción colectiva o de la afectación de terceros. Por último, el anonimato posibilita que cualquier grupo actúe por cuenta propia, pero lo haga a título colectivo, o la intromisión de núcleos externos que obedezcan a agendas distintas e incluso contrarias a las del movimiento. Conquista irrenunciable de la izquierda fue salir de la clandestinidad y ocupar el espacio público, obtener mediante la lucha derechos sociales e individuales, hacer política de manera abierta e intentar ganar a los más para su tentativa de resolver la cuestión social y conseguir la emancipación humana. Lograrlo requiere de inicio y por principio abandonar las sombras y quitarse las capuchas.