1.

De las casi 80 millones de personas infectadas de VIH desde 1980 —momento comúnmente señalado como el inicio de la expansión global del SIDA, enfermedad que, hasta donde se ha podido demostrar, surge en 1920 en la actual República del Congo—, casi la mitad vive con el virus. Obviando picos geográficos y cronológicos, el número promedio anual de contagios a nivel mundial sería de 2 millones. A la fecha, con un total de alrededor de 20 millones de casos confirmados desde enero, es decir, en promedio 2,5 millones de casos al mes, cerca de 13 millones de personas infectadas de COVID-19 se cuentan como “recuperadas”, lo que significa, dado que no se sabe muy bien cuál es exactamente el comportamiento del virus que produce dicha enfermedad, que más de la mitad de los infectados podrían o no ser casos activos. Más que de un “virus chino”, deberíamos hablar de un virus austríaco, en referencia a Schrödinger, pues quienes viven —y, tal vez, pasarán el resto de sus vidas— con el coronavirus que, dicen, surgió en la provincia de Wuhan en diciembre pasado, del mismo modo que quienes viven con VIH, lo quieran o no, modifican y modificarán para siempre la forma en la que todas y todos quienes no portan el virus ni padecen la enfermedad respectiva se relacionan los unos con los otros. Es decir, basados en cómo debemos vivir, todos estamos, al mismo tiempo, contagiados y no.

 

2.

La pregunta que surge ante el panorama global en el que nos encontramos es muy simple: cómo vivir. El narrador de Muerte en Venecia, de Thomas Mann, nos da —creo— una pista. Canónico en muchos sentidos, utiliza una estrategia discursiva específicamente diseñada para convencernos de que el proceso psicológico que experimenta el escritor Gustav von Aschenbach es producido por el exterior: cada uno de los hombres —específicamente los hombres, aunque también dos o tres mujeres clave para el relato— que el protagonista encuentra a su paso existe sólo porque el narrador lo describe. De este modo, la descripción produce el pensamiento y no, en cambio, como de hecho sucede, innegablemente, es considerada un efecto de éste. En términos estrictamente semióticos, podemos decir que la novela de Mann nos coloca frente a una serie de enunciados modales que se hacen pasar por enunciados descriptivos —he aquí la monstruosidad del texto de Mann—, los cuales, uno a uno, conforman el contrario de lo que Tadeusz, el muchacho de catorce años de quien Aschenbach quedará prendado, significa. Si, como nos propone la semiótica del discurso, el enunciado modal es aquél en el que el sujeto de la enunciación se (pone en) evidencia, la degradación que se presenta a través de la comparación de un significante ideal (Tadeusz) con una serie de significantes que, al lado de éste, parecen haber venido a menos (el resto de los hombres) no puede ser, nunca, un efecto del exterior. El error radica precisamente en creer que el enunciado modal se torna en descriptivo y no, como en efecto sucede, a la inversa, es decir, que todo enunciado descriptivo es en el fondo, se haga visible o no el sujeto de la enunciación, un enunciado modal, pues sólo hay discurso donde hay sujeto.

 

3.

La condición pandémica en la que el sistema mundo se encuentra definitivamente configurado hoy día, a ocho meses de que la OMS declarara la emergencia sanitaria producida por el virus SARS-COV 2, es no sólo el resultado de la expansión de una serie cuasi infinita de violencias colonialistas europeas que se fueron diseminando por el mundo —de la cual el SIDA es la expresión más alta y asimismo la última: después de 1980, lo quiera o no, el mundo será poscolonial— sino asimismo de una forma específica de individualidad, o, mejor dicho, de individuación, que se ha denominado “sujeto” y que no es otra cosa que el constructo jurídico paneuropeizado en el que se funda todo Estado en tanto cristalización preponderantemente positivista de las sociedades que surgieron cuando las comunidades, colectividades formadas por individuos, se encontraron las unas a las otras y —he aquí lo importante— se pusieron de acuerdo. El sujeto, en pocas palabras, no es la única forma en la que los individuos pueden concretarse en el marco de una sociedad, ni siquiera la “mejor”, para decirlo platónicamente: el sujeto es la forma específica de individuación que precisa el Estado. Ahora bien, si el Estado, como apunta Kojin Karatani, es la condición de posibilidad para que el intercambio de mercancías se convierta en el modo de intercambio dominante, es decir, la condición misma para el surgimiento del capital y el sistema-mundo que lo posibilita, el sujeto es asimismo la forma de individuación que precisa la acumulación de valor que se valoriza para ser, en efecto, tal. El capital existe porque hay sujeto y no a la inversa. 

 

4.

Sujeto, capital, discurso: la novela de Mann, publicada en 1912, es actual no por el hecho de ser uno de los momentos clave de la paneuropeización de esa forma específica de individuación que es el sujeto, aunque con eso bastaría; lo es porque la premisa, profundamente moderna, de Muerte en Venecia —que podemos sintetizar del siguiente modo: toda degradación es tal en la medida en la que un sujeto la piensa y, por tanto, la enuncia— puede acaso recontextualizarse en el marco de la crisis epidemiológica global en la medida en la que la información que circula sobre el COVID-19 no puede existir sin nombrar, directa o indirectamente, a las y los infectados. Ahí tenemos, me parece, la clave para entender el tipo de relación que nos espera a partir de ahora. Lo que podemos esperar de esta pandemia —si es que, para decirlo en los términos de Badiou, algo viene realmente después de ella y no, como lo hemos visto en estos meses, se trata de simulacros de acontecimientos que no terminan de distinguirse de una situación generalizada—, poco o nada se parece a un imaginario hollywoodense frívolamente apocalíptico; vamos, ni siquiera al absurdo camusiano expresado en el relato del doctor Rieux. Tal como está configurado el mundo, lo que viene se parece mucho al trauma de Aschenbach, a saber, estamos condenándonos a que todo proceso de degradación social, por muy corto alcance que tenga —y ciertamente éste, es decir, el nuestro, no es el caso—, comienza con la degradación de los significantes en su manifestación más inmediata, es decir, cuando éstos actúan directamente sobre el cuerpo. Todas y todos tendremos nuestros Tadeusz o escenarios ideales de vida contra quienes habremos de enfrentar al resto de los hombres y las mujeres o, lo que es lo mismo, a la vida que tendremos que vivir a causa de las y los infectados por el virus pandémico. Lo importante es señalar, como sucede en la novela de Mann, que esos infectados e infectadas no están realmente fuera de nosotros, o no en tanto tales, es decir, no en cuanto una amenaza que nos impide acceder a nuestro Tadeusz sino en cuanto proyección de nuestro propio miedo a jamás poder hablarle al muchacho de quien nos hemos enamorado.