El 22 de octubre de 2022 se instauró en Italia un nuevo gobierno de centro-derecha tras el resultado de las elecciones políticas de finales de septiembre. Dos meses después de este acontecimiento, aún no es posible hacer una evaluación y análisis exhaustivo de lo que ha supuesto la victoria de la coalición de centro-derecha para el país.
Es pronto para hacerlo, ya que todavía hay incertidumbre sobre cuál será la línea política del nuevo gobierno presidido por Giorgia Meloni, líder del partido Fratelli d’Italia, el cual obtuvo el 26% de los votos en las elecciones del 25 de septiembre de 2022. Un resultado histórico para un partido orgullosamente de derecha, que nunca ha ocultado su identidad —la cual siempre ha reivindicado con fuerza—. Este ha sido un resultado efectivamente histórico, sobre todo si tenemos en cuenta que Fratelli d’Italia es un partido relativamente «joven» (fundado en 2012) y que en las dos anteriores elecciones generales italianas en 2013 y en 2018, había obtenido alrededor del 2 y el 5% respectivamente.
Lo que sí podemos hacer, a la espera de una mayor claridad que sólo puede llegar tras varios meses de observación de la conducta política del nuevo gobierno, es plantear algunas ideas y reflexiones preliminares sobre lo que pudo haber llevado a un resultado electoral tan contundente y victorioso de la derecha y el impacto que podría tener en Italia y en Europa.
En los últimos meses, la prensa internacional ha utilizado mucho el término «fascista» para definir la orientación política de Fratelli d’Italia. Si bien es cierto que el partido tiene entre sus raíces el Movimiento Social Italiano, nacido en 1946 y “heredero” del partido de Mussolini —y que tiene como símbolo la flama tricolor, emblema de la resurrección del ideal fascista— la realidad a la que nos enfrentamos es mucho más compleja para ser reducida a una mera definición ideológica.
En los pasados comicios electorales, los italianos votaron notoriamente a la derecha, sabiendo muy bien lo que esta representa para un país que vivió veinte años bajo este régimen. Sin embargo, no sé si actualmente se pueda hablar genéricamente de una “Italia fascista”, ni me sentiría cómodo definiendo al 44% de los electores italianos que han votado a la coalición de centro-derecha como nostálgicos del régimen. La realidad, como suele ocurrir, es multifacética y merece una reflexión profunda sobre algunos aspectos. Es cierto que Italia es un país que tiene una relación compleja, y a veces superficial, con su pasado: para algunos, el fascismo «también hizo cosas buenas» (frase que suelen repetir quienes suelen defender la dictadura de Mussolini) y no puede compararse con el Nacional Socialismo alemán que tuvo lugar durante el mismo periodo (olvidando, sin embargo, que fue precisamente el fascismo alla italiana el que inspiró algunas de las ideas de Adolf Hitler). Desgraciadamente, en el transcurso de 80 años, muchos simpatizantes italianos del fascismo han aprendido bien a limpiar sus conciencias de los horrores del pasado y han intentado con el tiempo darle una nueva apariencia más «institucional» y presentable a ciertas ideas y actitudes políticas claramente de extrema derecha.
Un claro ejemplo de ello es Ignazio La Russa, viejo militante de los partidos de la derecha italiana, fascista nostálgico en el sentido más literal de la palabra (en una vieja entrevista televisiva no ocultaba tener una colección de bustos de Mussolini expuestos en su casa) y recién elegido presidente del Senado, el segundo cargo más importante del Estado italiano después del de presidente de la República. A lo largo de los últimos veinte años, La Russa ha sido una presencia habitual en muchos programas de televisión y radio italianos con un papel caricaturesco y casi apolítico, lo que ha acabado despertando la simpatía generalizada de muchos italianos. Su inquietante fe política se desvaneció entonces lentamente en el fondo, oculta por una tranquilizadora fachada nacional-popular. El proceso de «limpieza» de la identidad fascista tardó casi ochenta años en llevarse a cabo, pero la hazaña fue, por desgracia, parcialmente exitosa.
El triunfo de Giorgia Meloni es, sin duda, también una victoria de estos turbios personajes, pero sería un error reducirla sólo a esto, ya que ponerle una única etiqueta específica nos llevaría lejos de encontrar las razones para entender cómo y por qué se produjo este éxito.
La verdadera preocupación que debe circundarnos, no es tanto un posible giro hacia una nueva y terrible dictadura —que en todo caso sería impedida por los sólidos mecanismos constitucionales que se han desarrollado desde 1945— sino un inquietante vacío político general que circunda a la coalición que ha ganado las elecciones. En Italia existe una profunda ausencia de ideas, visión futura, propuestas y proyecto político sólido alternativo. La izquierda en este país está prácticamente ausente —y no desde hace poco tiempo, sino desde hace casi veinte años—.
Esta falta de alternativa, está representada por el Partito Democratico (el principal partido de centro-izquierda), el verdadero perdedor de las últimas elecciones que, no por casualidad, registró su peor resultado electoral desde su fundación: 19%.
Lo que parece bastante claro es que el electorado italiano ha recompensado, en cierto modo, a quienes se habían distanciado de Mario Draghi, quien proponía un programa político de estrecha colaboración con las instituciones europeas para hacer frente al impacto económico causado por los años de emergencia sanitaria derivada de la pandemia del Covid-19, y, más recientemente a las consecuencias de crisis ucraniana. Fratelli d’Italia —junto con el Movimento 5 Stelle (M5S)— fue prácticamente el único partido de cierta relevancia que se mantuvo fuertemente en la oposición al gobierno de unidad nacional propuesto por el ex primer ministro en los dos últimos años.
Podríamos decir que el M5S, representante del electorado políticamente más intransigente y anti-establishment del país, más que obtener un éxito electoral, logró “salvarse”. El M5S corría el riesgo de desaparecer de la escena política italiana, abrumado por el descontento de su electorado, que no había perdonado a los parlamentarios el apoyo que mostraron al ejecutivo presidido por Mario Draghi. Los decisivos coletazos de la dimisión de Draghi y la intransigencia de la línea política expresada en los últimos meses preelectorales volvieron a convencer a la base electoral formada por los «duros» del M5S de que el partido (o más bien, “il Movimento”, como suelen llamarse) aún merecía una oportunidad. Si nos basamos en las estadísticas, el resultado fue obviamente desastroso, pues el M5S pasó del 32% en las elecciones de 2018 al 15.43% en las de 2022. Aún así logró sobrevivir en la escena política italiana.
La realidad es que Fratelli d’Italia ha adoptado una estrategia políticamente astuta: en los últimos cinco años ha mantenido ciertas posturas aparentemente distantes de aquellas de la derecha más radical (o fascista), pero proponiendo un programa sólido basado en ideas nacionalistas y conservadoras. Ha seguido una línea coherente de oposición constante contra los distintos gobiernos que se han sucedido (los dos presididos por Giuseppe Conte primero y el de Mario Draghi después). Consiguió convencer, por un lado, a los votantes de derechas de que les eligieran por encima de Lega y Forza Italia (aliados de Fratelli d’Italia en la coalición de centro-derecha) y por otro, a los indecisos de que su partido representaba una fuerza política sólida capaz de impulsar y fortalecer a Italia tras los difíciles años de la pandemia. En definitiva, el partido de Giorgia Meloni ha logrado darle una forma all’acqua (darle forma al agua), en la que el fluido representa la masa errante de italianos que en cada elección deciden votar de forma diferente a la anterior, incluso a costa de cambiar radicalmente de partido político.
El ideal ha dado paso a la insatisfacción; la fe política ha sido enterrada por el voto de protesta.
En un contexto de preocupación generalizada, ¿en qué aspectos valdría la pena centrarse —como italianos y como europeos— y cómo deberíamos observar las acciones del nuevo gobierno de centro-derecha?
Si miramos la constitución del gabinete político, la línea del gobierno parece encaminarse hacia el atlantismo, con un apoyo prácticamente incondicional a la OTAN —aunque la Unión Europea (UE) temía que hubiera simpatías “pro-rusas” a causa de algunos comentarios hechos por parte de miembros de los partidos de la coalición actual, principalmente de la Lega—. Asimismo, el gobierno actual no se ha alejado de la línea pro-europea que Italia ha seguido durante muchos años, a pesar de las quejas por parte del electorado euroescéptico y la presencia en la coalición de gobierno de la Lega, siempre amenazante cuando se trata de las instituciones de Bruselas.
Recorriendo la lista de los ministros nominados, encontramos perfiles que inevitablemente causan cierto temor, por las posiciones que mantienen respecto a ciertos derechos sociales fundamentales, obtenidos tras décadas de lucha política. La posibilidad de que estos sean desafiados es real. El nombramiento de la ministra Eugenia Roccella ilustra lo anterior, pues mantiene postura conservadora sobre la gestación subrogada, y se opone ampliamente a las uniones civiles, además de mostrarse fuertemente en contra del derecho al aborto, al que califica como el «lado oscuro de la maternidad» y «un atajo que no debería existir».
Escondiéndose detrás la promesa electoral de Giorgia Meloni, quien pretende no cambiar ni abolir la ley 194 de 1978 (que permite la interrupción del embarazo en Italia), la ministra Roccella lucha, (estratégicamente) por la plena aplicación de esta ley, la cual tiene aspectos complejos y varias zonas grises que pueden dificultar enormemente el recurso al aborto. En principio esta ley solo permite la interrupción del embarazo bajo ciertas condiciones (e.g. si se pone en peligro la vida de la madre o del futuro hijx o si no existen “condiciones económicas adecuadas” en la familia). Asimismo, algunas de las disposiciones ratifican la existencia de “médicos objetores de conciencia” en las instituciones de sanidad pública, lo cual puede llegar a dificultar gravemente la práctica del aborto en este país.
Otra nota preocupante es, y será sin duda, la acogida de migrantes que desembarcan en las costas italianas. La política migratoria del actual gobierno es bastante dura —como ya ocurría cuando Matteo Salvini, secretario de la Lega, era ministro del Interior—. Ahora que la Lega forma parte de la coalición, sería bastante ingenuo esperar algo diferente.
Ante estas pocas semanas de estudio del gobierno de Meloni nos encontramos, por tanto, con un gobierno con varias caras: ¿a cuál de estas debemos mirar a los ojos? ¿El que aparentemente garantiza la democracia y el Estado de derecho? O ¿el que de manera oculta quiere negarlos, o peor aún, una cara que aún no hemos visto?
La mayoría del electorado italiano ha decidido ponerse frente a un enorme punto de interrogación representado por el gobierno de Meloni y legitimarlo. Como ha ocurrido a menudo, el país tiene preparados grandes giros políticos y espectáculos siempre originales. Sin embargo, está por ver cómo se desarrollará y concluirá esta obra.
Para no volver a caer en esta preocupante (y cíclica) incertidumbre, el verdadero reto que hay que enfrentar en los próximos cinco años será construir, o reconstruir, una alternativa de izquierdas real y creíble con la que la gente pueda identificarse. Y no hablamos de otras escisiones o de nuevos partidos, sino de propuestas, ideales e identidad: partir de nuevo de la gente, de las necesidades, de las desigualdades, no sólo económicas, de un país todavía profundamente dividido en muchos aspectos. El distanciamiento con la gente ha destruido a los partidos de izquierda, y en ese espacio abandonado, la derecha se ha abierto paso hábilmente.
Ahora no le toca a las personas reconectarse con la izquierda. Tras años de inmovilismo y pereza ideológica, es necesario que los partidos den el primer paso. Y luego el segundo, el tercero y todos los que vengan después. Hay muchos en Italia que, aunque desencantados, todavía creen profundamente en la izquierda, pero ésta parece estar perdida sin saber qué camino tomar.
Ahora, y quizás más que nunca, es el momento de mostrar una vía, de lo contrario Italia estará condenada a revivir eternamente la misma angustia. Y dentro de cinco años tendrá que volver a mirar hacia la derecha.