¿Cómo leer el triunfo de López Obrador y los primeros meses de la llamada Cuarta Transformación en el marco del debate sobre la democracia en México?
Para algunos, el proceso iniciado el primero de julio del 2018 representa una amenaza a la vida democrática de nuestro país. Quienes ven en AMLO a un político populista, consideran que las acciones emprendidas por éste en el gobierno apuntan hacia el debilitamiento de las instituciones y al aumento de las redes clientelares.
Dentro de esta lectura, el hecho de que Obrador haya llegado a la presidencia a través de una elección en la que se respetó la voluntad popular representa, al mismo tiempo, la consolidación de la alternancia democrática y el inicio de su declive. AMLO personificaría para el caso mexicano el fenómeno descrito para otras latitudes en el bestseller de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt Cómo mueren las democracias.
Esta perspectiva supone que la victoria de Obrador fue posible debido a la existencia de instituciones democráticas fuertes o consolidadas. La situación, en realidad, es la opuesta: si AMLO ganó las elecciones con más del 50% de los votos y Morena obtuvo la mayoría en el poder legislativo fue por la desilusión de la mayor parte de la sociedad ante la fallida alternancia y por el descontento hacia unas instituciones corruptas y pervertidas. Asimismo, el respeto a la voluntad popular en los comicios se debió al masivo apoyo que recibió el tabasqueño —que alejó la posibilidad del fraude— y no a la supuesta fortaleza de nuestro sistema democrático. Como muestra de esto último, basta recordar los intentos impunes de importantes empresarios para sabotear la candidatura de Obrador durante la campaña o el turbio proceso electoral en el Estado de México, ocurrido apenas un año antes de la elección del 2018.
Así pues, la debilidad de nuestra democracia y de nuestras instituciones no se debe a lo que López Obrador ha hecho o dejado de hacer en los últimos meses sino a las acciones y omisiones acumuladas por décadas de mal gobierno.
Ciertamente, el triunfo de AMLO no garantiza que estos problemas se vayan a solucionar. Es temprano para comprender los alcances de las políticas implementadas por la Cuarta Transformación con respecto a nuestra democracia procedimental. Algunas acciones despiertan optimismo: el combate a la corrupción, la distancia que ha marcado el presidente con respecto a su partido, la propuesta de limitar las candidaturas plurinominales o de reducir el presupuesto a los partidos políticos. Otras generan desconfianza: los memorándums, las consultas mal organizadas, la acometida contra algunos órganos autónomos y las descalificaciones a ciertos medios de comunicación. Pero la principal amenaza que enfrenta hoy en día nuestro sistema electoral no está, en mi opinión, del lado del gobierno sino de los partidos políticos. Todos estos, incluyendo a Morena, pasan por una crisis profunda que se traduce en pugnas internas, carencia de coherencia ideológica, falta de proyectos a largo plazo y de cuadros honestos, comprometidos y capacitados, sobre todo en la escala estatal y municipal.
Pero, ¿qué pasa si pensamos en la democracia como algo que rebasa la cuestión meramente procedimental? ¿Qué pasa si la pensamos de manera más amplia y sustantiva, como una forma de organizar la vida en común que, a la par del ámbito electoral, contemple mecanismo de vigilancia y control a las autoridades, que garantice la participación de amplios y diversos sectores de la sociedad en el debate y la deliberación pública y que permita la construcción de gobiernos con legitimidad, en los que la mayoría se sienta representada?
Si es así, me parece, el fenómeno que vivimos en México a raíz de la victoria de AMLO apunta hacia un proceso de fortalecimiento de la democracia. Y esto, es importante decir, es algo que excede al mismo López Obrador y al partido que lo postuló.
El reacomodo de las fuerzas políticas desatado en esta coyuntura y los sentimientos de esperanza o animadversión que genera la Cuarta Transformación han abierto un debate sin precedentes sobre la vida pública de nuestro país. Ningún gobierno hasta la fecha había sido tan vigilado: nombramientos, iniciativas legislativas, decisiones administrativas, presupuestos, programas sociales, proyectos de infraestructura, datos y estadísticas, hasta las políticas del gremio científico, nada escapa al escrutinio y a la discusión.
Asimismo, las voces que monopolizaron por décadas el debate público en la escala nacional han tenido ahora que disputar su lugar de autoridad con otros actores que habían ocupado un lugar marginal. Es probable que de ahí venga el lamento de quienes ven en el desacuerdo y la confrontación una indeseable polarización, cuando son estos parte consustancial de la vida democrática.
Algo ha cambiado también con respecto a la relación entre el gobierno y la disidencia. Las conferencias de prensa de Obrador y otros actores gubernamentales, aún con el tinte de circo mediático que en ocasiones adoptan, han permitido confrontar de manera directa a las autoridades, las han obligado a posicionarse ante temas controversiales y en ocasiones a cambiar de opinión, algo inédito en la historia de este país. Asimismo, el compromiso del gobierno federal de no utilizar la fuerza pública para disuadir manifestaciones, cumplido hasta ahora, ubica a la protesta social en una coordenada distinta a la que tradicionalmente había ocupado.
Opositores muy diversos al gobierno han conseguido en estos meses intervenir en la vida pública a través de distintos mecanismos, aplazando o modificando la toma de decisiones. Los amparos promovidos por empresarios y comunidades en contra de leyes o proyectos de infraestructura, el cabildeo de organizaciones de la sociedad civil en el proceso legislativo para la creación de la Guardia Nacional, las conversaciones que sostuvieron los padres de los 43 estudiantes de Ayotzinapa con representantes del gobierno federal o los bloqueos de la CNTE para defender sus intereses en la reforma educativa son solo algunos ejemplos. Más allá de la simpatía o el rechazo que puedan provocar estos grupos y sus demandas, el hecho de que actores tan diversos puedan hoy involucrarse directamente en procesos de deliberación y en la toma de decisiones indica la apertura hacia nuevas formas de hacer política en este país.
Finalmente, al discutir el problema de la democracia en México, no podemos soslayar que la mayor parte de los mexicanos se siente hoy representada por el gobierno encabezado por López Obrador y que aprueba las acciones que en estos meses ha desplegado, apegándose al programa por el que fue electo. El jolgorio y las manifestaciones de apoyo en el zócalo capitalino la noche del 15 de septiembre dan cuenta del sentir de mucha gente y la confianza que ha puesto en este proceso.
Esta sensación de estar frente a un futuro abierto y en disputa, que inquieta algunos como incertidumbre y a otros gusta como esperanza es, probablemente, el principal síntoma del momento democrático que estamos viviendo.