Hoy en día los únicos que ven virtudes en la ideología posrevolucionaria del mestizaje es gente muy de derechas, que recurre a este de manera oportunista para negar el racismo contemporáneo, o un sector nacionalista que parece que no se enteró de todo lo que ha pasado de 1994 para acá.

Pero no puedo dejar de pensar que cierta crítica antirracista tiende a hacer del mestizaje una caricatura. Lo que prevalece en ciertos discursos es una suerte de pastiche que confunde los discursos porfiristas sobre la raza y la nación, con los momentos más escandalosos de Vasconcelos, con lecturas incompletas y salpicadas de anacronismos sobre Manuel Gamio y, aunque a veces medio le perdona la vida a Aguirre Beltrán por haber estudiado la población negra de México, condena todo el pensamiento indigenista en bloque, como si todos los pensadores y antropólogos posrevolucionarios hubieran dicho la misma cosa.

Hay una enorme descuido en la forma en que se ha construido la crítica al pensamiento posrevolucionario y al indigenismo clásico. Hay una atención excesiva sobre textos como Forjando patria o La raza cósmica, que pierden de vista que los estudios sobre el mestizaje (y no los discursos más ideológicos sobre el mismo) fueron parte de un esfuerzo por combatir con argumentos científicos, históricos y ético-políticos el pensamiento eugenésico que dominó las ciencias biológicas, el pensamiento social y la política de Estado en todo el mundo, en un periodo que más o menos va de 1870 a 1945 y cuya culminación trágica fue el Holocausto.

La reivindicación del mestizaje fue la expresión ideológica del rechazo científico a todas las teorías que sostenían no sólo la existencia de las razas, sino la idea de la degeneración de los individuos y las poblaciones por acción de la mezcla o, como decían los antropólogos físicos, misceginación.

Generaciones enteras de antropólogos dedicaron años a desmontar los argumentos de la criminología lombrosiana (una de las corrientes más socorridas por el positivismo porfirista), que creía poder identificar a criminales, anormales y desviados de toda clase a partir de rasgos somáticos y fenotípicos (que en México coincidían siempre con los rasgos físicos de la población indígena y mestiza).

A partir de incorporar parte del trabajo de Franz Boas, pero también utilizando recursos propios, la antropología posrevolucionaria insistió hasta el cansancio en que las determinaciones biológicas carecían de sentido y (antes que las ciencias antropológicas del mundo euro-americano) rechazó la validez del concepto de raza.

El entendimiento posrevolucionario del mestizaje justamente reivindicaba el valor de la mezcla en oposición a la idea eugenésica de la pureza racial, que en los años treinta era considerada una idea prestigiosa y se traducía en política pública en gran parte del mundo occidental.

Reivindicar las virtudes de una población mezclada en el momento en que en Estados Unidos se esterilizaba a las madres de hijos nacidos con defectos o síndromes genéticos, en que muchos estados americanos prohibían con penas de cárcel los matrimonios entre parejas de «distinta raza» apelando a la infame one-drop rule, en que los británicos proponían verdaderas locuras para evitar las mezclas entre ingleses y los nativos de sus colonias y en plena proclamación de las Leyes de Núremberg en Alemania, constituía un acto radical, anti-ideológico e inequívocamente antirracista.

La investigación sobre el mestizaje y la ideología construida a partir de esa ciencia anti-racista posrevolucionaria sirvió para desmontar gran parte del aparato porfirista de discriminación (que servía de justificación para la hacienda, el peonaje y verdaderos exterminios como los del pueblo yaqui y mayo) y sirvió también para frenar las corrientes fascistas a las que se adhirió una parte de la derecha anti-cardenista y de grupos que estaban dentro del campo del nacionalismo revolucionario.

Y aunque resulta problemática, la reivindicación del mestizaje abrió camino para que mucha gente pudiera participar del estado y sumarse a las élites que gobernaron (y gobiernan) el país. El mestizaje rompió las barreras racistas que protegían a las élites porfiristas, aunque, como se ha señalado en distintos momentos, la reivindicación mestizófila excluyó a la población indígena y negra de México. Por supuesto, las ideas radicales, anti-racistas y revolucionarias de 1930 han envejecido, aparecen superadas aquí y allá y han sido sujetas a una intensa crítica que pone en evidencia sus límites, sus contradicciones e incluso su utilización para fines opuestos a los que les dieron origen.

Pero, con todo, no puedo dejar de sentir una cierta incomodidad cuando escucho que se afirma, sin introducir matices de ningún tipo, que «el mestizaje es una ideología». No sólo se trata de una simplificación grosera de una idea compleja, sino que además termina por hacer un flaco favor al antirracismo, porque al reducir al mestizaje a una ficción estatal o a un astuto mecanismo para preservar prácticas de blanqueamiento, se termina por elaborar un discurso puramente ideológico que no puede explicar satisfactoriamente la historia de las relaciones interétnicas en México. Peor aún, el antirracismo se ve obligado a recurrir a una explicación esencialista donde sí se reconoce que hay «blancos», «indígenas» y «negros», pero no se puede explicar qué son todos aquellos que no encuentran cabida en esas  rígidas categorías.

Como corolario, se ha vuelto a utilizar la penosa categoría de Bonfil del «indio des-indianizado» para tratar de salir del apuro que esa misma historia caricaturesca ha creado. Hay que advertir que esa descalificación en bloque del mestizaje sólo puede conducir a una posición antirracista que reproduce los planteamientos más pobres del liberalismo multiculturalista y que, pese a su disfraz radical y su estridencia mediática, apuesta a que la salida se encuentra en aumentar la representación de los sometidos en el campo hegemónico. La solución al racismo pareciera pasar por una representación incluyente en el campo de la publicidad, la televisión o el cine, algo que ya se ha hecho mucho en Estados Unidos y que no ha cambiado un ápice la estructura racial de ese país ni la violencia padecida por la población racializada.

Lo expuesto anteriormente no niega los aportes de la crítica posmoderna al mestizaje mexicano. Es evidente que hay una ideología del mestizaje que ha servido para intentar disimular el racismo y que logró ocultar formas de la racialización bajo la ficción de una democracia racial que nunca ha existido. También es necesario recordar que el mestizaje posrevolucionario condenaba el racismo fenotípico pero practicaba un racismo culturalista que asignaba a los pueblos indígenas el papel de culturas arcaicas o premodernas, lo que le permitía promover el lingüicidio y defender formas más o menos sutiles del etnocidio.

Pero hay que tener cuidado con un planteamiento que reduce todo a la discursividad y que aporta muy poco para entender por qué, cómo y de qué manera interactúa una población fundamentalmente diversa y que, en definitiva, niega que los procesos de mezcla poblacional no son producto únicamente de la acción del Estado o de las élites blancas.