Para Guillermo Almeyra,

quien hizo de la crítica su militancia permanente

Tras las odas en el 50 aniversario de 1968, en el quincuagésimo primero valdría la pena revisitar críticamente algunas de sus herencias. Casi todas las aristas de ese año han sido exploradas en cuantiosas investigaciones y testimonios. En este espacio me ocuparé de una dimensión que considero poco actualizada y, a la luz de los tiempos que corren, de cierta importancia. Me refiero al tipo de militancia que proyectó el movimiento estudiantil y las distintas respuestas que aún concita. Por lo menos ubico tres actitudes frente a la forma de pensar lo político y ejercer la política legada del movimiento estudiantil: la negación, la incorporación sistémica y la defensa principista.

El conservadurismo intentó encuadrar a los jóvenes del 68 como adolescentes mantenidos y libertinos que no querían trabajar ni madurar. Aunque esta descalificación gozó de cierta implantación en los años de ascenso neoliberal, se mantuvo acotada a algunos sectores, y hoy parece estar en retroceso. Ante la victoria por la memoria, y los elogios democráticos a los estudiantes del 68, las formas de asimilación de su imaginario se han desplazado hacia la incorporación sistémica de los impulsos de libertad y rebeldía que los propulsaron. 

Esos críticos del espíritu del 68 advierten que su rebeldía e irreverencia contra la sociedad de la disciplina fueron redireccionadas hacia el consumo. Si debajo de los adoquines se encontraban las playas, éstas eran del goce de mercancías que se presenta como acto de desafío y realización individual. Margaret Thatcher planteó magistralmente esta operación: “la economía es el método, pero el objetivo es el alma”. Esta versión new age, descafeinada de contenido político, se reproduce en diversas campañas publicitarias adhiriendo imaginarios sobre los movimientos sociales (indignados, ocuppy) y movilizaciones callejeras (black lives matter) de los últimos años. Un ejemplo nítido de esta actitud es el comercial de Pepsi protagonizado por la “socialite” estadounidense Kendall Jenner.

La tercera reacción frente a 1968 es la defensa principista de su imaginario y formas. Este tipo de asimilación distintiva de la militancia de izquierda defiende al 68 como un modelo para ejercer la política bajo principios radicalmente democráticos y horizontes utópicos. Al amparo de estos presupuestos, los activistas de izquierda incorporamos una militancia sacrificial – por momentos, rayando en el martirologio– bajo esquemas que presuponemos como garantes de una democracia directa pero que, ante la ausencia de ciertos requerimientos, se vuelven liturgias. Vale añadir que la incorporación de este habitus militante muchas veces redunda en la propagación de lógicas machistas que saturan los espacios de deliberación.

¿Cuándo un paro estudiantil deja de ser una acción aglutinadora para convertirse en factor de desorganización y escepticismo? ¿Bajo qué condiciones y procedimientos una asamblea es un espacio democrático y cuándo se convierte en lo contrario?  El atrincheramiento principista de ciertos usos y costumbres, más los apegos identitarios (“nosotros los activistas, ustedes los autoritarios”), ayudan poco para poder plantear como legítimas estas preguntas.

Hoy en día existen otro tipo de militancias que redimensionan su actuar. El feminismo y el ecologismo se están actualizando como banderas políticas radicales y masivas gracias a sus nuevas interpelaciones a la sociedad. Ambas transitaron por momentos en que sus definiciones y militancias se aferraban a identidades e inercias; ahora sus cuestionamientos son más incisivos con los problemas comunes que padecemos y empáticos con los sujetos que los pueden solucionar —interseccionalidad, le llaman algunas teóricas del feminismo—. No estaría de más tomar estos ejemplos para buscar redimensionar al necesario activismo en las preparatorias y universidades.

Algo que no genera sospechas, pero que vale la pena recordar, es cómo los seis puntos del pliego petitorio del Consejo Nacional de Huelga (CNH) fueron efectivos al cuestionar el autoritarismo silencioso que México vivía en esos años. La mejor comprobación de su eficacia fue la simpatía que recibieron los estudiantes, cuestionando la democracia formal que se vendía y anhelando lo que José Revueltas conceptualizó como una democracia sustantiva. Creo que, como lo expresa Rafael Mondragón en su texto sobre la educación, la escuela todavía es un espacio social capaz de urdir ese tipo de utopías y restablecer el tejido comunitario.

Las “acciones directas” del último 2 de octubre se preocuparon poco por la empatía social y priorizaron la satisfacción individual, simbólica y efectista. Los impulsos detrás podrían estar emparentados con la senda new age que asimiló el impulso del 68; en este caso, bajo la compulsión de visibilidad y consumo en las plataformas digitales y azuzados por la presencia de medios de comunicación. La conmemoración del movimiento estudiantil y popular de 1968 acabó en verdadera farsa cuando un gobierno —que se niega a reconocer sus funciones de Estado—, colocó a burócratas de la ciudad de México como escudos humanos entre los encapuchados y sus blancos de piedra y cristal.

Todos tenemos el derecho a sospechar sobre los derroteros que ha seguido el espíritu del 68: una actitud sana de la izquierda es la revisión crítica de sus símbolos e inercias. Sin embargo, hoy que se da una situación inusitada en la que, tanto gobierno como manifestantes asumen al movimiento estudiantil como parte de su patrimonio militante, bien haríamos en revisar sin cortapisas qué estamos haciendo con el espacio público y el derecho a protestar que esa generación ganó y nos legó.