Como cualquier otro proceso social, la lucha por la democracia en México ha sido atravesada por claroscuros, paradojas y contradicciones, una de ellas es la que ha tenido lugar en tiempos recientes alrededor del INE: si el instituto electoral surgió como producto de las luchas por la democracia, ahora se ha convertido, paradójicamente, en un centro de aglutinación y articulación del bloque neoliberal. Curiosamente, a los llamados de Lorenzo Córdova y Ciro Murayama para “defender al INE” quienes han acudido de manera fervorosa no han sido los actores de las luchas democráticas del país, sino los actores más rancios del bloque neoliberal: el PRI, el PAN, las corporaciones mediáticas, el gran empresariado de Claudio X. González, etcétera. Eso genera que se formulen preguntas centrales de trasfondo: ¿Por qué el bloque neoliberal es la base fundamental de apoyo de la institucionalidad electoral actual? ¿Por qué esos actores y no otros? ¿Por qué en la actualidad la derecha es la defensora del INE y no la izquierda heredera de las luchas democratizadoras de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI? La respuesta estriba en que el INE, de ser producto de las luchas democratizadoras, pasó a convertirse en un órgano-centinela del Estado neoliberal mexicano en una clara alianza de mutua defensa.

El Instituto Federal Electoral (IFE) surgió en 1990 como producto de un ciclo de intensas luchas sociales que pugnaron por la democratización política frente a una fuerte cerrazón autoritaria del Estado nacional-desarrollista del siglo XX, conducido en aquel entonces por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). El ciclo de las luchas democratizadoras populares que generó el surgimiento del IFE se abrió en 1968 con la emergencia del movimiento estudiantil, que en su pliego petitorio exigió la democratización del régimen político. Luego de la masacre y de la represión autoritaria, el movimiento se desdobló en una multiplicidad de organizaciones que impulsaron el proceso democratizador en diversos frentes como el sindical, el urbano-popular, el campesino, etcétera. Ante la continuidad de la represión, algunas de esas organizaciones incluso optaron por la lucha armada, siendo sometidas a una guerra sucia estatal a lo largo de la década de 1970. 

Desde esas luchas populares se fue delineando un proyecto democratizador sostenido por partidos de izquierda como el Partido Comunista Mexicano (luego Partido Socialista Unificado de México), el Partido Mexicano de los Trabajadores, el Partido Patriótico Revolucionario, el Partido Popular Socialista, el Partido Revolucionario de los Trabajadores y otros más. Algunos de los más destacados exponentes de esa perspectiva democratizadora fueron Arnoldo Martínez Verdugo, Demetrio Vallejo, Valentín Campa, Rosario Ibarra y Heberto Castillo, entre otros.

En paralelo a las luchas democratizadoras populares, en esa misma década, el gran empresariado fue incorporándose a la actividad política, exigiendo la instauración de límites al Estado nacional-desarrollista autoritario y mayor apertura a sus demandas corporativas, con el objetivo de ganar terreno y capacidad de incidencia en la formulación de políticas públicas. Ese activismo político le condujo a articularse alrededor del Partido Acción Nacional (PAN) y cuyos principales exponentes fueron Luis H. Álvarez, José González Torres, Efraín González Morfín y Manuel J. Clouthier, y otros. 

Con la llegada a México de la crisis económica mundial de principios de la década de 1980 y el viraje neoliberal del Estado mexicano durante el sexenio de Miguel De la Madrid, una facción nacionalista del PRI, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, Ifigenia Martínez y Porfirio Muñoz Ledo, se rebeló contra la nueva corriente hegemónica dentro de su partido y desarrolló una alianza con organizaciones y partidos de izquierda, con quienes se construyó el Frente Democrático Nacional (FDN) con el objetivo de lograr cambios democráticos en el régimen político y dar marcha atrás a la neoliberalización del Estado. El fraude electoral de 1988 tumbó esas expectativas e impuso por la fuerza la continuidad de la política neoliberal con la presidencia de facto de Carlos Salinas de Gortari.

Ante la imposición antidemocrática del fraude, tanto los partidos de izquierda como el partido del activismo empresarial convergieron breve y parcialmente en la protesta y exigencia de apertura democrática. Tanto Cuauhtémoc Cárdenas, como Rosario Ibarra como Manuel Clouthier coincidieron en señalar las elecciones presidenciales de 1988 como un fraude. Esa convergencia de inconformidades habría de orillar al gobierno salinista a ceder ante la presión, la creación del Instituto Federal Electoral (IFE) en 1990, apenas dos años después del fraude. 

Durante algunos años, como reflejo de la pugna por evitar que el Estado priísta controlara al IFE, se logró establecer una representación amplia de los sectores de la derecha empresarial y de las organizaciones de izquierda, dando cabida a intelectuales y ciudadanos con amplio reconocimiento de ambos lados, permitiendo incluso que personajes de trayectoria progresista como Miguel Ángel Granados Chapa, Jaime Cárdenas o José Ortiz Pinchetti pudieran formar parte del Consejo Ciudadano. Sin embargo, ese equilibrio se rompió al paso de los años debido a dos fenómenos: por un lado el empresariado y el PAN se volcaron a establecer una alianza con el PRI para consolidar y reproducir el Estado neoliberal, pues les benefició ampliamente, y por el otro lado, se fue afianzando al interior del IFE un proceso de tecnocratización ad hoc a la neoliberalización ideológica que se desarrolló en los programas de ciencias sociales y ciencias políticas de la gran mayoría de las universidades en el mundo. 

Cuando Salinas se dio a la tarea de formalizar la consolidación del Estado neoliberal en México con las fulminantes privatizaciones, la aprobación del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN) y las inmensas concesiones al gran empresariado trasnacional y financiero, las burguesías mexicanas y el PAN se volcaron a establecer una alianza con Salinas, pues la neoliberalización económica les benefició con creces. Esa alianza se reflejó en la Cámara de Diputados con el apoyo incondicional a Salinas por parte del líder de la bancada del PAN, Diego Fernández de Cevallos, y en las posturas de respaldo al gobierno, provenientes de las grandes centrales patronales, entre las que destacaron el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) y el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios (CMHN), cuyo presidente, Claudio X. González Laporte, pasó a formar parte del consejo de asesores de Salinas. 

En paralelo, en la década de 1990, tuvo lugar un gran terremoto ideológico en el mundo. Con la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética se instaló el relato de que se habían terminado los tiempos de las grandes utopías y las luchas entre fuerzas socialistas y fuerzas capitalistas; con ello se decretó la hegemonía capitalista como única posibilidad de organización política, económica y cultural en el mundo. 

La doctrina del libre mercado —que después se conoció como neoliberalismo— se convirtió en la postura ideológica dominante, introduciéndose como máxima en las escuelas de economía, finanzas, administración y negocios, pero también en las escuelas de ciencias sociales y ciencias políticas. Ahí se implantó la idea fundamentalista de que la única democracia posible y correcta era la democracia capitalista de libre mercado, cuyo arquetipo insuperable fue el modelo de democracia de Estados Unidos de América (EE. UU.) Con el impulso del gobierno de EE. UU. se difundió esa postura hasta el cansancio, financiando becas, coloquios, simposios, posgrados y proyectos que permitieron reproducir como verdad cuasi-científica una propuesta ideológica ad hoc al nuevo proyecto neoliberal de globalización capitalista. Así surgió la concepción neoliberal de la democracia, cuyo eje central recayó sobre la competencia electoral entre partidos políticos para acceder a la conducción estatal. 

La democracia neoliberal trasladó al plano de lo político los postulados económicos del libre mercado, al concebir a los partidos políticos como empresas que debían de competir en un marco de libertad absoluta para atraer el voto de los ciudadanos como suerte de consumidores. En ese sentido el esquema que se implantó fue más o menos así: los ciudadanos-consumidores podían adquirir un producto político (candidato/a) a través del voto-dinero. Ese producto era ofrecido por los partidos-empresas en una situación de libertad de competencia. Esa concepción reprodujo nociones como las de compra-venta, oferta-demanda y libre competencia en el plano de lo político, eludiendo el problema de la desigualdad económica provocada por el capitalismo, omitiendo proponer una alternativa para la intervención popular directa en la toma de decisiones y negándose a trastocar la organización oligárquica del Estado neoliberal. Por eso, la concepción neoliberal de democracia resultó profundamente acotada, pues se restringió a atender los temas de competencia electoral y sus reglas, sin preocuparse por la desigualdad social. 

La llegada de José Woldenberg a la presidencia del Consejo General del IFE marcó el inicio del encumbramiento de la concepción neoliberal de la democracia al interior del instituto, pautando un proceso de tecnocratización encubierto de “ciudadanización”, en el que, para acceder a los órganos de dirección, era necesario poseer altas credenciales y títulos académicos de maestrías y doctorados obtenidos en prestigiosas universidades nacionales y extranjeras de Estados Unidos y Europa, donde, desde luego, primaba la concepción neoliberal de democracia. Como en todo proceso tecnocratizador, el eje rector para integrarse a la toma de decisiones fue la presunción de experticia técnica para supuestamente tomar decisiones sin influencia del interés político. De esa manera los siguientes presidentes del instituto electoral —Luis Carlos Ugalde, Leonardo Valdés y Lorenzo Córdova— tuvieron que presumir títulos en universidades como la de Anáhuac, El Colegio de México, la Universidad de Turín, el Instituto Tecnológico Autónomo de México, la Universidad Nacional Autónoma de México o la Universidad de Columbia. 

Aunque con las elecciones de 2000 y la llegada del PAN a la presidencia Woldenberg aseguró que México alcanzó la “transición a la democracia”, en 2006 tuvo lugar un gran fraude presidencial. El IFE, bajo la batuta de Luis Carlos Ugalde, jugó un papel crucial en favor del bloque neoliberal: declaró ganador a Felipe Calderón, se negó al recuento completo de los votos, incorporó mapaches electorales de Elba Esther Gordillo, minimizó las miles de inconsistencias en el conteo de las actas y desestimó los estudios de académicos del Instituto de Física de la UNAM que señalaron con datos las anomalías al momentos de realizar el cómputo oficial de votos. 

Más adelante, en las elecciones presidenciales de 2012, el IFE se hizo de la vista gorda ante la compra masiva de votos por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que, de la mano del banco Monex y de la empresa comercializadora Soriana, repartió tarjetas con dinero al por mayor para ganar la presidencia. En esa ocasión, no defendieron sus propios postulados de libre competencia multipartidista. 

A pesar de ser producto de intensas luchas democratizadoras de finales del siglo XX, los procesos internos de tecnocratización y de consolidación de la concepción neoliberal de la democracia provocaron en el instituto electoral una reconfiguración radical y silenciosa, a tal grado de convertirse en un órgano-centinela del Estado neoliberal mexicano, como se evidenció en las elecciones de 2006 y 2012.

En 2014, gracias al acuerdo neoliberal entre el PAN, el PRI y el PRD (recién incorporado al bloque neoliberal), que se llamó “Pacto por México”, el IFE se reconfiguró para dar lugar al Instituto Nacional Electoral (INE). El Pacto por México eligió como presidente del nuevo órgano a Lorenzo Córdova, quien hasta la actualidad se ha negado a reducir su bochornoso salario, se ha expresado de manera racista sobre los pueblos indígenas y ha emprendido una intensa lucha por defender al INE como órgano-centinela del Estado neoliberal. No es casual que la defensa fundamental del INE de Lorenzo Córdova provenga del PRIAN(RD) y del bloque neoliberal: esos fueron los actores que eligieron a Córdova y, por tanto, es natural que esos sean los actores que salgan a defender a su criatura.

Lo que se vive actualmente es una disputa compleja entre dos concepciones distintas de democracia, una de índole neoliberal que se niega a aceptar cambios bajo el lema “El INE no se toca” (hecho por demás absurdo porque toda institución es histórica, sujeta a los cambios que se generen desde la sociedad), y otra que procura un freno al dispendio oneroso de los recursos públicos y que propone una reformulación de la organización política bajo un signo de austeridad acorde a la situación de precarización popular generalizada. La disputa por la forma en que se manejan los recursos públicos en materia electoral es una disputa abierta entre dos proyectos disonantes de democracia.