
Perspectivas
Elías J. Palti
Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de Quilmes / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
La noche del domingo 13 de agosto último, pocos argentinos pudieron dormir sino hasta bien entrada la madrugada. Cualesquiera que fueran sus ideas, ninguno habría de permanecer indiferente antes los resultados de las elecciones internas abiertas (un sistema exótico, que, hasta lo que sé, existe sólo en la Argentina). Pocos imaginaron lo que habría de ocurrir: Javier Milei, un outsider, surgido al margen de los grandes aparatos partidarios, fue el precandidato más votado. Con su aspecto desprolijo y su retórica furiosa, en la cual se recogen todos los tópicos antisistema y paranoides tradicionales de la ultraderecha, logró concitar la adhesión de un espectro social sumamente heterogéneo (el electorado de La Libertad Avanza, su partido, atravesaría a toda la sociedad), instalando un escenario político inédito en este país. Desde ese día, la prensa y las redes no hablan de otra cosa, tratando de entender qué es lo que pasó y cuál es ese impensado horizonte político que se abrió a partir de allí.
Si bien, en principio, el triunfo de un personaje tal no es inaudito estos años, algo similar ocurrió en Brasil con Bolsonaro o en Estados Unidos con Trump, el caso argentino presenta rasgos peculiares que resultan interesantes de analizar. El primer dato que salta inmediatamente a la vista es el marco de extrema fragilidad en que tuvo lugar, que conjuga una aguda crisis económica (con una inflación descontrolada, que hoy supera largamente el 100 % anual), social (con índices de pobreza cercanos al 50 % y que aumentan mes a mes al compás de los índices de inflación) y política (signada por el fuerte descrédito de las alianzas mayoritarias que se alternaron en el poder en los últimos años). Indudablemente, esa conjunción abrió las puertas a un desenlace tan inesperado y preocupante, como lo es el ascenso vertiginoso de una fuerza de ultraderecha y que hoy tiene chances ciertas de llegar al poder.
Sin embargo, la profundidad de la crisis no alcanza por sí misma a explicar tal derrotero ideológico de una buena parte de la sociedad argentina; por qué tal situación no decantó, por ejemplo, en una exacerbación de la protesta social y un consecuente giro político hacia la izquierda de aquellos amplios sectores disconformes ante tal situación (como esperaban, de hecho, aquellos alineados en ese costado del espectro político argentino). O, tal vez, por qué la sociedad no habría de inclinarse hacia el centro, es decir, que ante semejante descontrol e incertidumbre, en vez de alentarlos aún más, no haya buscado imponer una cierta racionalidad, hacer de la Argentina un país “normal” (que fue el discurso al que apostaron los sectores moderados de la actual oposición conservadora al gobierno peronista).
Encontramos aquí una primera cuestión que nos conduce a apelar a los planteos de Ernesto Laclau en su obra La razón populista (2005). Si bien lo que sigue no pretende agotar este debate, y no excluye otras interpretaciones posibles, entiendo que esta obra de Laclau provee herramientas fundamentales para arrojar cierta luz sobre lo ocurrido.
El mecanismo populista de articulación
Volviendo al interrogante recién planeado, según señala Laclau no existiría una relación de derivación lógica y necesaria entre los contextos económico-sociales y sus manifestaciones políticas. Los primeros no preestablecen el modo en que determinadas situaciones habrán de procesarse en el plano político. En este último se ponen en juego una serie de mecanismos de orden simbólico, que no refieren meramente a lo “ideológico”, como suele interpretarse, sino a factores materiales en la medida en que tienen un rol efectivo en la constitución de las identidades subjetivas colectivas. Es allí, en el plano estrictamente político, que se constituyen los sujetos sociales, incluyendo esa entidad vaga llamada “pueblo”. Tal apelativo, al igual que aquellos otros con los que un determinado grupo social habrá en cada caso de identificarse, dice Laclau, no remite a nada que preexista a los propios dispositivos por los cuales el mismo habría de configurarse tanto simbólica como materialmente. En definitiva, los mismos tienen un carácter performativo, producen un efecto retroactivo sobre aquéllos a los que se los designa.[1]
¿Cuáles son estos dispositivos? Según Laclau, éstos son de naturaleza retórica, más precisamente, catacrética. La catacresis, a diferencia de las demás figuras retóricas, no se trata de un mero ornamento del lenguaje, que permite designar más bellamente aquello que ya tiene un nombre propio que lo designe. Ésta viene a llenar un vacío significativo, le pone un nombre figurado a lo que no posee un nombre propio. Aquellos conceptos genéricos como el de “pueblo” tienen carácter tal. Su identidad es algo que se construye por medio de permutaciones tropológicas que son las que permiten establecer cadenas equivalenciales entre elementos sociales heterogéneos. Más precisamente, como señala Laclau, éste es el mecanismo populista de articulación de lo social, el cual, como luego veremos, se opone al mecanismo democrático.
Volviendo al fenómeno Milei, entiendo que su armado es un ejemplo exitoso de la estrategia populista de articulación política. En torno a su figura se reúne una variada gama de “antis”: antipiqueteros, antiobreros, antifeministas, antiintelectuales, antiabortistas, antiderechos, antigarantistas, antiinmigrantes, antipolíticos, antikirchneristas, etc. Muchos de ellos tienen, en realidad, ideas contradictorias entre sí. Milei se vuelve de este modo lo que Laclau llama un significante vacío: quiere decir muchas cosas distintas para mucha gente muy distinta. La vacuidad del significante no se da aquí, pues, por su carencia de significado sino, por el contrario, por su proliferación; cuanto más heterogénea sea la cadena de demandas particulares que vienen a converger en él, mayor será la vacuidad semántica del significante que la condensa. No obstante, en este caso, podemos encontrar un elemento que vincula estas demandas particulares diversas y le confiere cierta coherencia a esta cadena de significantes: el antiprogresismo. En última instancia, es esto lo que le aporta una cierta identidad al elector de Milei y lo distingue de aquéllos a quienes viene a oponerse.
Esto nos conduce a un segundo dispositivo por el que constituye un armado populista, según señala Laclau, que es la producción de lo que llama una escisión hegemónica por la cual se delimita un espacio social propio respecto de aquél al que se opone, y que permite cohesionar al grupo y afirmar su identidad, es decir, de manera antagónica. Laclau retoma aquí un planteo de Gramsci que ya había desarrollado en su libro escrito en colaboración con Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista (1987). Según Gramsci, la producción de una hegemonía al interior del grupo tiene como contrapartida la definición de una línea de antagonismo respecto de aquello a lo que se excluye del mismo (ver Gramsci, 1978).
Aquello a lo que el grupo vendrá a oponerse será genéricamente designado como el “sistema”. En el caso de La Libertad Avanza, si el antiprogresismo funciona efectivamente como el elemento ideológico aglutinador de este armado político es en la medida en que se lo asocia a un sistema de “privilegios” encarnados en lo que llama la “casta política” (el sistema político tradicional).[2] En este punto, Milei recoge una consigna que se difundió entre los “autoconvocados” durante la crisis del año 2001 (cuando se sale de la convertibilidad y los bancos cerraron sus puertas quedándose con los ahorros de los argentinos): “que se vayan todos”. Encontramos aquí una primera paradoja. Éste que, en su momento, fue el grito de batalla de los sectores “progresistas” contra el gobierno de turno (el encabezado por el radical Fernando de la Rúa), y que habría finalmente de ser derribado, 20 años después terminó sirviendo de base para el discurso de la ultraderecha.

¿Cómo se produjo esta inversión ideológica? En realidad, el significante “casta política” no tuvo nunca un sentido político inequívoco, lo que da lugar a interpretaciones muy diversas y aún opuestas. Para los seguidores de Milei, en él vendría a condensarse lo que identifican como un amplio entramado de privilegios que comprende desde los desocupados que reciben algún tipo de subsidio a los delincuentes que, protegidos por un sistema judicial garantista, según se alega, no estarían recibiendo su merecido castigo generando la ola de inseguridad que se observa en las calles. Y también aquéllos a los que se les permite determinar su identidad genérica según su propia autopercepción, los investigadores del CONICET que viven (vivimos) del Estado sin aportar, según Milei, nada productivo para el país, los inmigrantes que vienen de afuera a aprovecharse de la gratuidad de nuestro sistema de salud, al que solventamos con “nuestros” impuestos, etc. En fin, frente a los “privilegiados”, Milei viene a alzar su voz en nombre de “los buenos”, esto es, los que trabajan y producen y que hoy se sienten sometidos y humillados por el sistema. En todo caso, los “privilegiados” con los que hay que terminar, si es necesario, de manera brutal, serán siempre los “otros” (está claro que nunca nadie se identificará a sí mismo como tal privilegiado en tanto que receptor de beneficios gratuitos inmerecidos).
Como vemos, no es únicamente el “que se vayan todos” lo que la ultraderecha se apropia para darle un sentido exactamente opuesto al que hasta ahora tenía, sino, sobre todo, aquel motivo fundamental del pensamiento progresista por el cual éste producía aquella escisión hegemónica que le permitió hasta aquí definir su identidad y le aseguraba su cohesión. Esto es, la oposición antagónica que enfrenta a los sectores productivos (los “buenos”) con los privilegiados del sistema que los parasitan. Este entramado de privilegios, que es, según se afirma, el que el progresismo produjo, comprende, como vimos, a un abigarrado complejo de situaciones y tiene como protagonistas y beneficiarios principales, en última instancia, a los sectores más desprotegidos de la sociedad. Éste aparece así como el enemigo a derrotar, si es necesario de manera brutal, a fin de superar la profunda crisis actual de la cual serían responsables.
Según afirma Laclau, la inevitable vacuidad de los significantes que articulan una cadena dada de equivalencias entre demandas heterogéneas es lo que permite también su fácil transposición ideológica. Cuando se produce un enfrentamiento entre lógicas hegemónicas contradictorias, esos significantes vacíos, dice, se convierten en significantes flotantes, dando lugar a tales oscilaciones significativas. Ambos no se excluyen, afirma, por el contrario, siempre hay un grado de flotación en todo significante vacío. Lo extraño, y particularmente preocupante del caso argentino, pero cuya relevancia excede el marco local, ya que puede observarse hoy también en muchos otros países, es que no es éste realmente el caso, que no se puede hablar hoy verdaderamente de la presencia de articulaciones hegemónicas contrapuestas (como sí habría sido el caso de la Alemania de 1930, que es el que suele tomarse como punto de comparación para comprender la situación actual en la Argentina). El armado político ultraderechista que encabeza Milei no parece encontrar otro opuesto simétrico que presente un grado comparable de solidez. La pregunta que surge inmediatamente aquí es cómo se produjo la desarticulación de la operación hegemónica del campo progresista y cuál es la naturaleza de los problemas que impiden hoy su configuración como tal.
El progresismo: de la lógica populista a la lógica democrática
Para responder a la pregunta anterior debemos remontarnos a un fenómeno que se viene produciendo desde la década de 1990 a nivel global. El campo progresista, el cual es también sumamente heterogéneo y comprende una gran diversidad de situaciones, se fue desplazando en los modos de su configuración desde lo que Laclau llamó una lógica populista a una lógica democrática. La primera, como vimos, se condensa en dos procedimientos básicos: la articulación de equivalencias entre demandas particulares heterogéneas y la producción de una escisión constitutiva que fracture el campo de lo social permitiendo la cohesión del colectivo social dado. Ésta, para Laclau, es la forma propiamente política de articulación de lo social. La segunda, la forma democrática, enfatiza, en cambio, la particularidad de las demandas, las cuales no alcanzan a articularse en una cadena de equivalencias que las unifique y le confieran un sentido propiamente político. Esta mera sumatoria de demandas particulares sólo se orientará así a producir reformas en el interior del orden dado. Esto, dice Laclau, sería lo que ocurre en el seno del Estado benefactor que tiende a diseminar los reclamos, dándoles cabida parcial e impidiendo su unificación.
Ahora bien, esto es lo que habría ocurrido también en el interior de las fuerzas progresistas, incluidas las más radicales, las cuales, aún con reticencias, se irían plegando a la estrategia “posmoderna” de la proliferación de las diferencias. Esto es, abrazarán el discurso “multiculturalista” que toma como sus referentes a esos conjuntos definidos de manera vaga como minorities, cada uno con sus demandas específicas, y que sólo darían lugar a un campo flácido (“líquido”, diría Zygmunt Bauman), articulado de manera puramente aditiva de grupos relativamente autónomos. Éstos, además, conforman un espectro limitado, es decir, convocan a mujeres + desocupados + sujetos genéricos no binarios + trabajadores con reclamos salariales, y no muchos más a los que puedan identificarse de una manera más o menos precisa. En fin, deja por fuera, precisamente, a aquéllos que encontrarían en Milei una voz que los represente, comenzando con la en otros tiempos expandida clase media argentina que hoy se ve enfrentada ante la amenaza cierta de caer en la marginalidad, sin retorno posible, además.
Esto, sin embargo, sería más bien una consecuencia que la causa de la imposibilidad de hallar un eje que permita articular efectivamente ese conjunto de demandas particulares en torno de un programa de acción definido, así como un actor social particular en que todas ellas vengan a condensarse, esto es, que pueda, sin dejar de ser un sujeto particular, identificarse con el todo social y hablar legítimamente en su nombre, en fin, aquél cuya liberación propia pueda verse también como conllevando la liberación del conjunto de los sectores sometidos por el “sistema” (y no como la resultante de una mera suma de reformas parciales).
El punto es que, de este modo, el progresismo se vería reducido al rol de último baluarte en la defensa de ese mismo Estado benefactor al cual durante medio siglo había denunciado como perverso, en un momento, además, en que éste se encuentra en franco proceso de descomposición. Tal proceso arranca, en realidad, con el fin de la Guerra Fría. El antagonismo a nivel global que la misma había generado, el miedo ante la presencia de un enemigo externo que podría atraer la simpatía de amplios sectores de la población, es lo que dio lugar en el Occidente capitalista a la institución de un vasto dispositivo de instituciones y medidas de contención social destinadas a descomprimir las tensiones que, de lo contrario, se pensaba que habrían inevitablemente de generarse, quebrando así el equilibrio entre ambos bloques enfrentados. Por el contrario, el fin de tal antagonismo habría vuelto ya a esos dispositivos innecesarios, éstos habrían perdido su anterior sentido. Así la descomposición del Estado benefactor tornaría sumamente frágil la situación, sobre todo, de esos amplios sectores medios surgidos al calor del mismo, lo que los devolvería a una suerte de clima ideológico neodarwiniano, una especie de “sálvese quien pueda”, en fin, un contexto hostil a los principios de la solidaridad que pregona el ideario progresista. Lo cierto es que, contrariamente a lo que tendemos a suponer aquéllos que nacimos bajo su égida, el Estado benefactor no fue más que una formación circunstancial y esporádica que obedeció a condiciones peculiares, las cuales se habrían ya disipado.
Esto explica también los efectos indeseados que, en este contexto, tendrían los intentos de implementar o reactivar las políticas de contención social. Sobre todo en los países del “Tercer Mundo”, tales intentos suelen dar lugar a una fuga masiva de capitales, facilitada por su gran volatilidad, en especial del capital financiero, como producto de la globalización y la expansión casi al infinito de la economía virtual, así como de los llamados “bienes imponderables”. En fin, estos intentos de implementar medidas tales habrían de resultar en la bancarrota del Estado, la dislocación del mercado y la consecuente inestabilidad política (como ocurre hoy en la Argentina), lo que no hace sino alimentar el rechazo a tales políticas y abonar, por ende, al discurso de la ultraderecha (la cual, paradójicamente, lleva a profundizar aquellas mismas políticas que son la causa de la precariedad de la situación de esos mismos sectores que la apoyan).
El punto es que una propuesta tan extrema, como la de Milei, en un estado de fragilidad política, social y económica como ésta, resulta una mezcla explosiva. En el momento en que escribo esto no podemos adivinar qué habrá de ocurrir en las elecciones generales, en las que Milei parece hallarse en buenas condiciones para ganarlas. Pero lo cierto es que aun cuando pierda, ese armado antiprogresista que se agrupa en torno a su figura va a seguir en pie, y si no es él, buscará otro referente con el cual identificarse, uno quizás aún peor. Dicho armado, en realidad, excede a su figura, es un fenómeno que va más allá de él. Como señala Laclau en oposición a un planteo de Freud, no es la identificación con un líder lo que permite la cohesión del grupo. De hecho, ese armado ultraderechista y esa cadena de equivalencias entre demandas heterogéneas en que el mismo se funda es el resultado de un proceso que le precede (basta con leer los comentarios de los lectores del diario Clarín para descubrirlo) y que sólo posteriormente encontró en él una figura con la cual identificarse y le permita manifestarse como tal en el terreno político. Y esto, en realidad, no anuncia nada bueno para el futuro.
¿Cuál es, pues, ese horizonte político que se abrió a partir de aquí? Más allá de lo que pase en los próximos meses, la batalla más de fondo es cómo desarticular este armado antiprogresista. Ése es el desafío que se viene en adelante. Y no va a ser sencillo de enfrentar. Como señalamos, ninguna de las fuerzas políticas en juego ofrece hoy una respuesta. Paradójicamente, quizás el propio crecimiento de una fuerza ultraderechista, con todo lo terrible y preocupante que ello comporta, provea ese elemento de cohesión, a partir de su oposición, para las fuerzas progresistas hoy desarmadas y en franco retroceso. Sin embargo, esto no resuelve aún la cuestión más de fondo. La escisión hegemónica a la que la identificación de la figura de un enemigo da lugar requiere aun aquella tarea que, para Laclau, le precede lógicamente, que es la de la articulación de esa cadena de equivalencias entre demandas heterogéneas. Más concretamente, la interrogante que se plantea es cómo superar el estado de dispersión y fragmentación “posmoderna” de las demandas particulares en el campo progresista, y, sobre todo, qué sector social particular podría hoy asumir la expresión de ese colectivo social y constituirlo como un armado propiamente político; dicho en palabras de Laclau, que opere el tránsito de la lógica democrática a la lógica popular. Como puede observarse, se trata de una cuestión nada sencilla de resolver. No creo tampoco que el planteo de Laclau contenga una respuesta viable; éste, parece, encuentra allí su límite. En todo caso, sí entiendo que la serie de distinciones que establece provee claves para al menos aclararnos cuáles son las interrogantes hoy planteadas.
Notas
[1] Del igual modo, la definición de uno como “liberal” o “socialista”, o lo que fuere, supone ya la determinación retroactiva de esa misma tradición política con la cual uno se va a identificar, esto es, qué significa ser “liberal” o “socialista”, etc.
[2] La identificación de la “casta política” como la encarnación de la figura del enemigo resulta, por otro lado, sumamente conveniente, ya que no compromete a ninguno que no se encuentre inscripto dentro de ese colectivo. Todos aquellos que no formamos parte de la “casta” podríamos quedarnos así tranquilos que no seríamos las víctimas de la “motosierra” con la que Milei promete terminar de cuajo con los “privilegios”, sino, por el contrario, seríamos sus beneficiarios directos.
Referencias
Gramsci, A. (1978). Notas sobre Maquiavelo: Sobre política y sobre el Estado moderno. México: Juan Pablo Editor.
Laclau, E. (2005). La razón populista. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Laclau, E. y C. Mouffe (1987). Hegemonía y estrategia socialista: Hacia una radicalización de la democracia. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.