El reciente asesinato de tres mujeres y seis menores de la colonia mormona Le Barón en el estado de Chihuahua es un acto más de la ola de violencia que azota a nuestro país desde el mes de octubre. La batalla de Culiacán fue la primera gran crisis que enfrentó el gobierno de AMLO, mostrándonos una configuración en la que el crimen organizado y su respuesta armada tuvieron más fuerza que un gobierno armado y en proceso de militarización. Armas contra armas. Esto reactiva un debate, sobre todo en torno a la seguridad pública, y anima la aparición de reacciones que abren un debate en torno a la posible intervención militar de Estados Unidos.

En México no es posible pensar la violencia de manera sencilla, considerándola a partir del derecho y el respeto a la autoridad. Asimismo, es necesario señalar que esta manera sencilla de pensar la violencia se encuentra en crisis en el escenario político internacional. Hoy todo acontece como si los ideales presentes en la autoridad moral, esto es, el Estado y sus instituciones, fracasaran frente a la prueba de realidad. El Estado y sus instituciones no permiten hacer justicia. Ello provoca descontentos que se traducen en las movilizaciones y revueltas actuales, las cuales dan cuenta de la crisis de lo político. La crítica reside en señalar que el Estado y sus prácticas, así como las grandes teorías sobre la violencia que lo fundaron —y sus representantes—, funcionan sobre cierto ideal, un ideal que niega la violencia operante en la realidad.

¿Qué nutre esas olas de violencia? ¿Cómo puede transformarse la violencia? ¿Qué papel desempeña lo político en esta transformación? ¿Qué hace que en algunas sociedades esta transformación ya no sea posible? ¿Estamos asistiendo al fin del Estado-nación y sus instituciones?

El nuevo gobierno mexicano fue fuertemente desestabilizado en su ideal de paz y las repuestas que dio fueron más que criticables. Pero no sólo son criticables esas respuestas. También lo son, de manera general, las reacciones en redes sociales, en la prensa y las respuestas del presidente Trump. Éstas dan cuenta de una escalada hacia una violencia extrema y de su negación por las diferentes partes. Desde hace más de 10 años la comunidad Le Barón vive en medio de matanzas, odios y luchas comunitarias. En este caso resulta notable el hecho de que a una violencia intrasubjetiva —que tiene que ver con la muerte de miembros de la comunidad, con dramas familiares, con lo sexual—, se suma una violencia objetiva, social, económica, institucional, la producida por el exilio, los conflictos por la tierra y el acceso al agua, en una zona donde se consolidan los grupos armados, con un presidente que a pocas horas de ocurrida la tragedia apela al argumento de un error entre cárteles. Finalmente, el asesinato de mujeres y niños siguiendo una lógica patriarcal, como si fueran trofeos, es lo único que faltaba en la cronología de hechos que afectaron a nuestro país en el mes de octubre. 

En lo personal, esto me habla de algo oculto, que también observamos en la actualidad política: una manera masculina de compartir el escenario político que se expresa socialmente en un goce de la violencia. Y entonces se discute si en Bolivia hubo o no un golpe de Estado, si Evo Morales se volverá un residente mexicano, si América Latina está llegando al fin del socialismo, si los militares invadirán América Latina y el mundo. Creo que hay que negarse a eso. En todo caso, al menos nosotros, los pueblos, debemos negarnos a esa dinámica.

Esta lógica del shock fue ilustrada por Alfonso Cuarón y Naomi Klein en un pequeño cortometraje de siete minutos llamado La doctrina del shock, que aborda la realidad de personas desestabilizadas que, literalmente en shock después de haber sufrido golpes de Estado, guerras civiles, catástrofes naturales, están dispuestas a seguir a cualquier líder y cualquier estrategia económica.

Una vez que la violencia se volvió propiamente humana, ningún gobierno, ni de derecha ni de izquierda, nos salvará de nosotros mismos. Cuando aceptamos que la violencia es estructural, como sugiere Freud en El malestar en la cultura, también aceptamos pensar en las intermediaciones entre violencia intrasubjetiva y violencia objetiva. Ya no es posible que intervenga ningún punto de vista moral, y menos una moral cuyos soldados son militares con armas, pero también intelectuales, políticos, medios de comunicación, universidades. Hoy es necesario encontrar intermediaciones capaces de transformar la violencia, no empleando la manera sencilla que la convierte en derecho, en cultura, en trabajo, en Estado, sino intermediaciones alternativas, a partir de las cuales seamos capaces de hacernos cargo de nuestra propia historia individual y colectiva con la violencia.

En este sentido, entiendo por Estado de crueldad, en la línea de Étienne Balibar (Violence et civilité, Galilée, 2010), un acercamiento a las nuevas formas de violencia que se ponen de manifiesto en la actual crisis de lo político. A partir de ella se busca comprender cómo puede transformarse la violencia y qué es lo que hace que en algunas sociedades esta transformación ya no sea posible, pues se trata de una violencia propiamente humana, una violencia en la que el sí mismo no se distingue del otro. En esta dialéctica la diferencia despierta un odio que mata e implica la destrucción de sí y del otro.