La historia intelectual de la izquierda ha estado marcada por un profundo y sostenido ejercicio de auto reflexividad. Desde el surgimiento de la oposición antiestalinista desatada en el seno del comunismo soviético a partir de la década de 1920 y encabezada por figuras como León Trotsky, hasta las elaboraciones teóricas y políticas de figuras como Antonio Gramsci, Rosa Luxemburgo, György Lukács, José Carlos Mariátegui y Bolívar Echeverría, la historia intelectual de la izquierda a lo largo del siglo XX ha transcurrido como un permanente esfuerzo de identificación y señalamiento de las limitaciones, carencias y puntos ciegos de sus propios postulados.

 

«México SME» por Jesús Villaseca Pérez. Con licencia CC BY-NC-SA 2.0

 

Durante décadas, las diversas ramas de la izquierda crecieron y se expandieron a través de las organizaciones de masas y la actividad teórica y política de intelectuales que —desde Engels hasta Fanon— se abocaron a la reflexión en torno a las contradicciones de las sociedades modernas. El pensamiento de izquierda fue central para la articulación de la crítica en torno a las violencias causadas por el capitalismo, el nacionalismo, el imperialismo y la integración económica global. En nuestro país, la izquierda ha encabezado siempre la crítica a los excesos y crímenes del régimen, la reflexión en torno a la necesaria democratización de las estructuras del Estado, la denuncia del colonialismo interno, el racismo estructural de la sociedad mexicana y los procesos de politización de la sociedad civil.  

Durante las últimas tres décadas, la izquierda ha tenido que lidiar con los excesos totalitarios y eventual colapso de la Unión Soviética, las contradicciones de la izquierda armada y el reto impuesto por el triunfalismo liberal que precedió al fin de la Guerra Fría. Como parte de este esfuerzo, las energías intelectuales que nutren a la izquierda en México se han reciclado, multiplicado y fertilizado con innumerables corrientes de pensamiento y acción que van desde el neo-zapatismo y el feminismo, hasta el ecologismo y el nacionalismo revolucionario.

En contraste con la conflictiva y fértil historia intelectual de la izquierda en México, resulta sorprendente la estabilidad del discurso de la derecha liberal en nuestro país. A pesar de los enormes cambios que han sacudido al mundo y al país durante el último medio siglo, los intelectuales cercanos al ideario liberal en nuestro país continúan esgrimiendo argumentos, narrativas y posiciones ideológicas propias de las primeras décadas de la Guerra Fría —como el miedo al autoritarismo como excusa para la defensa de las jerarquías— y defendiendo sensibilidades propias de finales del siglo XIX —como la convicción de la preeminencia moral, intelectual y política de los sectores de élite o, en palabras de Héctor Aguilar Camín, “más civilizados”, de la sociedad—. A contrapelo de la izquierda, que se ha visto obligada a recular, replantear y redefinirse, la derecha liberal ha permanecido apegada a un ideario viejo y superado y a una visión anacrónica del mundo.

Durante algunas décadas, el auge del neoliberalismo dotó a los intelectuales liberales en México de una serie de herramientas y argumentos teóricos que les permitieron llevar adelante una cruzada ideológica enfocada en el sueño de la democracia liberal y el rechazo del demonio del autoritarismo (encarnado en el poder del Estado y el miedo del regreso del Leviatán Priista de las décadas anteriores). Esta cruzada se nutría del activismo de los empresarios culturales cercanos al régimen —Priista y luego Panista— y de la legitimidad que este discurso conservaba en los círculos intelectuales de élite de los Estados Unidos y algunos países Europeos. Sin embargo, en fechas recientes, el relato que sostenía esta cruzada se ha colapsado. Siguiendo el guión celebrado a lo largo del pasado siglo desde el Atlántico Norte —y que marca la continuidad entre el internacionalismo Wilsoniano, la defensa de la democracia y la libertad encabezadas por los Estados Unidos, el mito del final de las ideologías y la delirante defensa del “final de la historia”—, el liberalismo mexicano —campo poblado por estandartes de la cultura y el debate público encabezados y amparados por el hasta hace poco incombustible halo de figuras como Octavio Paz—ha ido quedándose sin un relato que lo sostenga. 

¿Cómo defender la democracia liberal à la Atlántico Norte después del triunfo de Trump, el Brexit, el colapso económico global acompañado de la creciente riqueza de los ultra ricos y la creciente ultra derechización en todos los rincones del mundo? Hoy en día resulta más importante que nunca señalar que el sueño de libertad impulsado desde aquella región durante décadas nunca fue capaz de cuestionar las estructuras de explotación, racismo y exclusión que han devastado el mundo durante los últimos dos siglos. Sin embargo, no se avizora en el horizonte de la derecha liberal un ejercicio de “autocrítica” como el que el colapso de la Unión Soviética impuso a la izquierda a lo largo y ancho del mundo. Por lo pronto, lo único que vemos es el creciente miedo al cambio, el agudizado sentido de crisis —defendido por influyentes figuras del establishment liberal en el Norte como Michael Ignatieff, retwitteado y cacareado con esmero en todo el mundo— y una absoluta falta de ideas nuevas. 

La periódica renovación intelectual de la izquierda se ha nutrido siempre de un ejercicio —obviamente no compartido por todos sus sectores— de reflexividad histórica en torno a los errores, excesos y crímenes del pasado. Hoy es válido preguntarse: ¿qué clase de colapso hace falta para alimentar un ejercicio auténtico de auto reflexividad por parte de los defensores del liberalismo? Un esfuerzo semejante tendría que partir del reconocimiento de la paralela defensa de la libertad y el racismo encabezada por íconos del liberalismo como Woodrow Wilson o Winston Churchill, la responsabilidad de las potencias imperiales y neo imperiales del Atlántico Norte en las innumerables crisis humanitarias que laceran al mundo, y el papel central que los intereses de las élites liberales han jugado en la agudización de las nuevas formas de desposesión causadas por el cambio climático.

Un ejercicio así se antoja difícil. Más allá de la simplista caricaturización de sus principales defensores —y las críticas ad hominem que abundan en el lodazal de las redes sociales— es importante entender que esta falta de reflexividad revela una ceguera que impide a los defensores de la derecha liberal ver el mundo de otra forma. 

Esta inflexibilidad, que está rápidamente llevando a sus principales exponentes en México a la irrelevancia, abre un importante reto para la izquierda. Es el momento de encabezar una renovada agenda de discusión y crítica que ocupe el lugar de este eclipsado establishment liberal. La izquierda hoy no sólo debe encabezar la denuncia de la ceguera histórica del liberalismo, sino también impulsar nuevos espacios de reflexión, crítica y organización que logren superar las injusticias solapadas durante siglos por sus defensores y acólitos en todos los rincones del mundo. De otra forma las energías desatadas por la profunda crisis global del presente —que amenaza con convertirse, para usar el lenguaje mágico del presente pandémico, en una “nueva normalidad”— serán acaparadas por sectores reaccionarios nutridos por el colapso de las tradicionales coordenadas ideológicas. 

Para esto, la denuncia y el ataque no bastan. Es necesario dejar en claro los anacronismos y violencias que subyacen a esta visión liberal, pero también, y sobre todo, entender que en la crítica a esta ortodoxia se juega el futuro del debate público en México. No es suficiente con descartar las viejas manías liberales y señalar las contradicciones de sus defensores. Este es sólo un primer paso. A continuación, hay que recuperar la esencia crítica de la izquierda y abonar a la creación de un ámbito de discusión, análisis y crítica de izquierda capaz de ir más allá de la denuncia, el revanchismo, y las heladas aguas del cálculo electoral.