Si la esencia del capitalismo es la valorización del valor, esto es, la acumulación imparable de éste, en su forma criminal aquélla se lleva al límite, horada cualquier contención jurídica o moral que impida la reproducción del capital, trasmuta al trabajador asalariado en mano de obra forzada, desvaloriza su vida al grado de hacerla prescindible, condena a esta humanidad excedente a la pérdida de los derechos básicos negándole la dignidad más elemental. En su origen, el capitalismo occidental despojó a los campesinos de la tierra para habilitarlos en la manufactura, y en las colonias, redujo a sangre y fuego a los pueblos originarios hasta reducirlos a tributarios, súbditos y feligreses. También implantó el tráfico de esclavos para desarrollar las plantaciones agrícolas y se sirvió de los corsarios para abrir los océanos al comercio internacional, es decir, mediante la fuerza ordenó el mundo a la medida de sus necesidades expansivas. Más adelante, toleró ilegalismos de distinta índole para obtener ganancias cuantiosas eludiendo los controles estatales. Estas tendencias escalaron en la globalización, dentro de la cual la industria criminal constituye un elemento orgánico y cuantitativamente significativo de la economía-mundo. Nunca antes la mercantilización caló hasta la médula de lo humano y de la naturaleza. Si en principio el vocablo cultura sirvió para distinguir ambas esferas, en la actualidad esta tentativa taxonómica es vacua, dado que prácticamente han desaparecido los enclaves intocados por el mercado. Todo, absolutamente todo posee ya un precio. Las relaciones humanas, como intuyera Marx, se desenvuelven como relaciones entre cosas.
A la sombra del Estado germinó la economía criminal, alcanzando en la globalización una dimensión sin precedentes. En cuanto al narcotráfico, esto resultó del efecto combinado de la crisis de la agricultura tradicional, la guerra sucia y la descomposición de los aparatos de seguridad estatales, el crecimiento exponencial del flujo comercial con el Tratado de Libre Comercio (tlcan), la privatización de los bienes públicos y de los ejidos, además del estancamiento económico de los últimos 30 años. La primera haría considerar a los productores agrícolas cultivos más lucrativos. La segunda multiplicaría la impunidad de la fuerza pública y la ocupación territorial por parte del Ejército. El tercero expandiría el mercado de las drogas. El cuarto daría oportunidad al lavado de dinero. Y el último abastecería de miles de brazos a la industria criminal. De esta manera, en el capitalismo tardío el crimen organizado salió de los márgenes incrustándose en el centro de la economía, la sociedad y las instituciones mexicanas.
La magnitud económica y geográfica del mercado de las drogas ilegales sería impensable sin la globalización. Este negocio multimillonario integra de manera expedita y eficiente los planos local, regional, nacional y mundial de la producción/consumo de mercancías. Desde el niño indígena de la Montaña guerrerense, que siembra la adormidera en la parcela familiar, hasta el adicto en Chicago, que se inyecta una dosis de heroína, el proceso está plenamente integrado: cada quien hace su parte para que así suceda, pero nadie de los que participa en alguno de los segmentos mantiene vínculos directos con toda la cadena productiva, la cual está despersonalizada al máximo. Y el conjunto está regulado mediante la coacción. Es global también porque el flujo de las ganancias corre por distintas geografías y redes financieras, en tanto que en los espacios locales y nacionales filtra todos los sectores económicos.
Una más de las facetas del crimen es actuar como fuerza de choque para abrir al capital —propio o de otros— espacios territoriales ya ocupados, llegar a donde no puede el Estado mediante la ley, acompañarlo o sustituirlo en el empleo de la fuerza ilegítima. En el vértigo de la acumulación ilimitada de valor, la empresa capitalista requiere suprimir toda interferencia a su racionalidad voraz. Ante la imposibilidad de colonizar tierras ignotas —como en otro tiempo fueron el Nuevo Continente, África y Oriente—, la consigna es “limpiar” las áreas disponibles (David Harvey), despojar a quienes viven y trabajan en ellas, activar el capital ocioso mediante la “privatización universal” (Nick Srnicek y Alex Williams). Esto es, la actualización contemporánea de la llamada acumulación originaria de capital, aquel punto de partida de la producción moderna de mercancías cuando se “separa súbita y violentamente a grandes masas humanas de sus medios de subsistencia y de producción” (Marx).
Ahora bien, la economía criminal funciona no con base en el mercado libre de la fuerza de trabajo, lo hace sirviéndose de la coerción. Los campesinos son coaccionados para vender la goma de opio a las bandas delincuenciales. Esto también ocurre a quienes se incorporan a los grupos criminales. Puede ser que en principio alguien pueda elegir si participa o no en ellos, pero estas bandas amenazan a los agricultores con forzar a sus hijos al sicariato. Lo cierto es que, ya dentro, es sumamente difícil la evasión. El contrato criminal no puede cancelarse voluntariamente y reclama la lealtad absoluta e incondicional a los jefes. Su ruptura se paga con la vida o la guerra, si es que el desertor migra a una banda contraria o inicia la carrera por cuenta propia. A una escala mayor, esto aconteció cuando se pulverizaron los cárteles, provocando también equilibrios frágiles.
La potestad sobre la vida de los demás —sean o no parte de las organizaciones criminales— es una forma de coacción que a la vez la excede. Fuerza a los individuos sojuzgados a obedecer ciegamente a quien posee los instrumentos de la violencia, pero es también una facultad soberana que éste puede ejercer en cualquier momento. La pena capital, reservada al Estado, puede aplicarla cualquier entidad privada —“máquinas de guerra” (Ioan Grillo) u otro tipo de ejércitos irregulares— que tenga la disposición y los medios suficientes. Con el desmantelamiento progresivo del Estado ha ocurrido “la privatización del poder de coacción, así como de los medios que la hacen posible” (Achile Mbembe). Contra lo que pudiera parecer, la violencia, así sea excesiva, es administrada con la intención de producir un efecto calculado, enviar algún mensaje a un grupo rival, a un segmento de la sociedad o a la autoridad. La eficiencia se premia de la misma manera que los errores se pagan, y más todavía la traición. En la semiosis criminal todo tiene su razón de ser.