Así se titula el ensayo del escritor bengalí Amitav Ghosh (The Great Derangement: Climate Change and the Unthinkable, 2016), original reflexión sobre el cambio climático y nuestra dificultad para concebirlo y encararlo como comunidad política. Obra de un novelista, el texto es también una defensa de la literatura como un medio irremplazable para expandir nuestra imaginación moral y política, condición necesaria para enfrentar la presente crisis. Ghosh plantea dos preguntas: ¿Por qué los escritores de ficción han sido incapaces de narrar el cambio climático? ¿Cuáles son las consecuencias de esta renuncia de la imaginación?
La novela moderna —resumo con brocha gorda un argumento que Ghosh desmenuza con cuidado— tiene como premisa fundamental al individuo frente a un mundo desencantado. Producto del racionalismo, el capitalismo y la certeza ilustrada de que el “hombre” tiene su destino en sus manos, la novela suele interrogar, explícita o implícitamente, la relación entre el individuo y su sociedad e historia. La novela encierra, pues, una moral, una sociología y una filosofía de la historia que ejercen una influencia profunda sobre nuestras nociones de subjetividad, responsabilidad y libertad. La magia, las catástrofes naturales y lo sobrenatural (the uncanny), ocupan un papel marginal en esta configuración cultural. Es necesario acudir a la poesía, la épica o la fábula para descubrir fuerzas inanimadas e ininteligibles –los animales, el mar, el clima– con el poder para destruirnos.
Ciega y arrogante frente a lo sobrenatural, la novela se volvió omnipresente en el siglo XIX, precisamente cuando la combustión del carbón y el petróleo aceleró vertiginosamente la emisión de dióxido de carbono a la atmósfera. Y ese punto ciego —esa idea de lo humano que la novela moderna contiene, esa incapacidad de comprender el proceso que desencadenó la economía del carbón— oculta claves para entender nuestro presente. Así, Ghosh acude a la historia del siglo XIX y del imperio británico (el territorio novelístico de su trilogía Ibis) para fincar responsabilidades y esclarecer los dilemas éticos y políticos suscitados por el cambio climático.
La crisis nos atañe a todos: “Todo ser humano que ha vivido en la tierra ha sido partícipe de nuestro ascenso como la especie dominante en el planeta; en estricto sentido, todo ser humano en el pasado y el presente ha contribuido al ciclo actual de cambio climático.” (115) Pero esta contribución ha sido desigual, naturalmente: diferentes grupos humanos son responsables en distinta medida y son también, en distinta medida, beneficiarios de la economía del carbón. El imperio y su legado de desigualdades —y no el capitalismo tout court— son la causa de que los Estados Unidos y Europa sean los principales beneficiarios de esta economía. Mientras tanto, las élites nacionalistas de las potencias emergentes y sus clases medias aspiraron tras la descolonización y aspiran hoy a replicar los estándares de vida del “primer mundo”. Pero las promesas de industrialización, progreso y bienestar diseminadas desde este “primer mundo” no pueden extenderse a la mayoría de la población de países como la India o China sin asfixiar al planeta. Buena parte de esta población vive en áreas extremadamente vulnerables, azotadas por sequías y temperaturas extremas y amenazadas por ciclones y la subida de los mares. Éstas son ya las principales víctimas del cambio climático. Éste es nuestro predicamento actual.
Mitigar el cambio climático precisa, dice Ghosh, que reduzcamos nuestra participación en la economía del carbón. Éste es, inexorablemente, un proyecto descolonizador porque implica redistribuir la producción y el consumo de energía en el mundo —redistribuir, entonces, el poder en el sistema internacional—. No enfrentar la crisis climática supone, por el contrario, conservar el statu quo. Resolver la crisis requiere de acciones en concierto, como una comunidad política capaz de trascender al Estado-nación y de superar desigualdades de origen imperial. La perspectiva es, por decir lo menos, desesperanzadora.
“El cambio climático y lo inconcebible” fue publicado en 2016, tras la firma del acuerdo de París, un pacto entre élites, moderado y despolitizado. Los Estados Unidos se retirarían del acuerdo unos meses después, disminuyendo aún más las posibilidades de frenar el cambio climático. El horizonte es desolador, no solamente en razón de indicadores como la temperatura o la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera, sino a causa del estado de nuestras democracias; resulta difícil concebir u organizar un movimiento político capaz de presionar a gobiernos nacionales y suscitar una solidaridad internacional entre países ricos y pobres, viejas potencias y potencias emergentes. El diagnóstico no es nuevo, lo sé. Pero vale la pena seguir a Ghosh en su defensa de la ficción, producto de su “potencialidad irremplazable” para imaginar otras formas de existencia humana. (128)
La novela de los siglos XIX y XX se abocó a narrar “aventuras morales,” una inclinación aún más acusada en la novela modernista, caracterizada por su exploración de la subjetividad humana. Pero estas aventuras morales ofrecen una brújula insuficiente para orientarnos en las crisis actuales: la crisis del cambio climático y la crisis de intermediación política entre los gobernantes y los gobernados. Mientras el abismo entre ambos grupos crece sin cesar, nuestra esfera pública ha sido reducida a espacios —físicos o virtuales— fértiles para la expresión personal, la búsqueda de sentido o la difusión de un sentido de responsabilidad individual (no consumir plásticos o carne) abrazada por algunas corrientes del movimiento ecologista. Pero esta esfera pública “se ha vaciado de contenido con respecto al ejercicio del poder;” al igual que la ficción, “se ha convertido en un foro testimonial o cuasi religioso en donde se descubre el alma ante el mundo,” pero no se hace política.
Este pesimista análisis es lúcido, pero leído hoy, en el verano de 2020, quizás no tan persuasivo. No tenemos la imaginación necesaria para pensar en la agencia y la potencia de fuerzas no-humanas, carecemos de la capacidad para organizarnos políticamente fuera del Estado-nación, pero la niña Greta Thunberg saltaría a la fama en 2019 como la implausible líder de un movimiento político global. El Green New Deal es parte de la plataforma demócrata en los Estados Unidos. Y lo inconcebible ha ocurrido: las economías del mundo están paralizadas y la humanidad entera amenazada por un virus invisible que se esparce como un algoritmo desbocado. La analogía no es perfecta, pero acaso el virus nos sirva como metáfora para imaginar otros futuros y enfrentar lo inconcebible.
Cuenta Ghosh que durante la escritura de su ensayo descubrió que sus antepasados fueron refugiados climáticos avant la lettre, en el siglo XIX, en lo que hoy es Bangladesh. De forma parecida, bien podríamos considerar a los migrantes centroamericanos en México como refugiados climáticos. Solemos pensar que estas personas huyen de la pobreza y la violencia, pero cada vez hay más evidencia de que estos dos problemas están vinculados al cambio climático. Si tienen suerte, estos refugiados terminarán trabajando en lugares como el sur de Tejas, donde escribo este texto, en campos y ciudades cuyas temperaturas se elevan año tras año, poniendo en riesgo a trabajadores agrícolas, de construcción y de otros empleos mal pagados.
El cambio climático es hoy. Sus víctimas están entre nosotros: en Tapachula, San Antonio y la Ciudad de México. La crisis nos engloba a todos, en el futuro y hoy. Y el cambio climático es, también, a una escala más modesta y mexicana, parte fundamental de nuestra relación con Centroamérica y los Estados Unidos; parte de esa trama e historia, difícil de narrar también, llamada Norteamérica.