La estrategia de comunicación centrada en las conferencias matutinas del presidente de la república ha perdido eficacia de acuerdo con los análisis demoscópicos. Estos muestran un alejamiento paulatino del público con respecto del mensaje matinal de López Obrador. Como espectador diría que, desde el fracasado operativo en Culiacán de octubre pasado, la llaneza del mensaje presidencial ha perdido la claridad y sencillez que poseía de antiguo, para enredarse reiteradamente en madejas argumentales incomprensibles o contradicciones evidentes. El alambicado no sorteo del avión presidencial o las declaraciones con respecto a la protesta femenil ilustran esto. En cierta medida ello también está ocurriendo con la pandemia de coronavirus, en la que lo único que queda claro es el afán gubernamental de bajarle de tono al problema, de evitar una alarma que cuestione las capacidades presidenciales para enfrentar la crisis. En la pandemia y su secuela sanitaria y económica, bien lo tiene claro López Obrador, se juega las elecciones intermedias de 2021, si no es que el resto del sexenio.

Dado por sentado este debilitamiento del mensaje presidencial, quiero ocuparme de las respuestas presidenciales al 8M y a la pandemia. No obstante tratarse de dos fenómenos de naturaleza distinta, además de los vericuetos en que López Obrador se ha internado en cada caso, ambos poseen una línea común, incluso una consistencia discursiva que los aproxima a pesar de la confusión en Palacio. Antes, debo decir, el presidente depuró su estrategia comunicativa con la pandemia, al colocar un pararrayos (el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud Hugo López-Gatell) y no quedar a la intemperie como le ocurrió con la movilización femenil, en la que convocó demasiado tarde a las mujeres del gabinete para que nos dijeran que el presidente era un feminista, aunque no lo pareciera.

El 8M escapó al radar de López Obrador porque éste sólo registra las reivindicaciones procedentes de lo que reconoce como pueblo. Las demandas transversales no cuadran en la geometría presidencial, dado que ésta identifica lo popular con lo social (y ambos con lo nacional), y dichas demandas corren de abajo hacia arriba, aunque en realidad es en sentido inverso, dada la centralización en el Ejecutivo que gobierna el flujo reivindicativo. En el mejor de los casos, la exigencia del 8M estaba inscrita en el ámbito de la sociedad civil, y ésta, en la que confluyen intereses encontrados, perturba la homogeneidad y la armonía que busca el presidente con su política redistributiva.

A esa geometría tan estrictamente recortada también se somete la pandemia. Aunque sea una amenaza global, no una consecuencia de sus políticas o un virus “mexicano”, López Obrador la jibarizó a una escala nacional para enfrentarla con dos tipos de discurso y las políticas respectivas. Y aquí el pararrayos cumple una función profiláctica. El doctor López-Gatell, experto epidemiólogo, representa la voz de la ciencia: dirige sus recomendaciones al segmento de la población que está en condiciones de atenderlas, tanto por posición económica como por nivel educativo. La política hacia ellos es profiláctica: convoca a la prudencia y se sustenta en datos duros, sin descartar que sean falsables. El gobierno sabe que quienes pueden aislarse son los menos, y lo harán porque tienen un ingreso seguro o simplemente porque no necesitan un salario regular. Estos no usan el transporte colectivo ni la calle es su hábitat natural; tienen en qué entretenerse durante el cautiverio sanitario.

 

López Obrador no se ocupa de quienes disponen de los medios para portarse bien, a la altura de la emergencia; no están en su radar. Él modula la voz pública para que lo escuchen los más vulnerables. Puede hacer poco por ellos, por lo que emplea todos sus recursos comunicativos para expresar solidaridad, incluso arriesgando su salud en el ejercicio con cierta dosis de martirio, anticipándose a la eventual desgracia que puede caerles encima. Esto también lo lleva a escenificar un disenso, una suerte de combate arreglado, con su propio gobierno (cuando todos podemos ver en las mañanas que está detrás del funcionario que habla, que él mismo cede y quita la palabra, o desmiente a los subalternos que aventuran una diagnóstico que no es el suyo) en el que se pone del lado de los desfavorecidos, comparte sus símbolos (no dudo que genuinamente), llama a no cerrar los negocios porque la recesión económica que sobrevendrá a la epidemia les pegará fuerte, pues bien sabe lo poco que pueden hacer para cuidarse. Su política es estar cerca, se sustenta en los afectos, consiste en la empatía. El presidente, que en 15 meses perdió a un contingente significativo de las clases medias, a los de mayor escolaridad y a muchas de las mujeres que estaban con él, le es leal a su base, asume que será ella la que saque a flote a una administración maltrecha.