Yo puedo ser jefa de hogar, empleada o intelectual
yo puedo ser protagonista de nuestra historia y la que agita
la gente la comunidad, la que despierta la vecindad
la que organiza la economía de su casa de su familia.
Anita Tijoux

Existe un relato muy popular que circula en diversos espacios feministas, el cual habla sobre el posible origen del Día Internacional de la Mujer, adjudicando este a una manifestación —puntual y aislada— de mujeres trabajadoras en Nueva York. Hay al menos un par de versiones del relato: la primera señala que el 8 de marzo de 1908, las trabajadoras de una fábrica textil llamada Cotton, en Nueva York, se declararon en huelga tomando la fábrica para protestar por las pésimas condiciones de trabajo en que se encontraban; ante esto, el patrón reaccionaría violentamente cerrando las puertas del edificio y prendiéndole fuego, asesinando así a las trabajadoras. La segunda versión propone que, en la misma fecha, en una manifestación donde varias mujeres trabajadoras —también de la industria textil, y también en algún lugar de Nueva York— exigían la disminución de su jornada laboral, la policía intervino de forma violenta, arrestando a varias de ellas y provocando que otras fueran pisoteadas por la multitud.
Respecto a estas dos hipótesis, historiadoras como Renée Cate, Liliana Kandel y Francois Picp han llevado a cabo investigaciones que apuntan a que no existen evidencias del incendio en la fábrica Cotton, ni de la manifestación en la que varias mujeres fueron arrestadas por la policía y pisoteadas por una multitud desesperada: no hay registro documental de manifestación o huelga alguna, tampoco lo hay de incendios en fábricas textiles de Nueva York durante el 8 marzo de 1908, día que, de hecho, fue un domingo: un día no laborable en el que es poco probable que un grupo de trabajadoras eligieran realizar una huelga o manifestarse —esto si lo que buscaban era coaccionar al patrón mermando las ganancias de la empresa—.
Fue Clara Zetkin —una de las más reconocidas líderes del movimiento alemán de mujeres socialistas— quien propuso por primera vez conmemorar un Día de la Mujer y hacer eco del mismo internacionalmente. Esto sucedió durante el Segundo Encuentro Internacional de Mujeres Socialistas, celebrado en Copenhague el 26 y 27 de agosto de 1910, como un acto solidario con las mujeres estadounidenses afiliadas al Partido Socialista Norteamericano, quienes un año antes, en 1909, habían llevado a cabo un día de jornadas de reflexión y acción —por el sufragio “femenino” y en contra de la esclavitud sexual—, realizadas en el marco de lo que denominaron Women´s Day.
La primera vez que se celebró el Día Internacional de la Mujer fue un 19 de marzo de 1911 —un año después de la propuesta de Zetkin— en Austria, Alemania, Dinamarca y Suecia. En sus inicios este día se festejaba en distintas fechas en cada uno de los países que suscriban al mismo. Más adelante la fecha se unificaría al 8 de marzo.
Tanto el Women´s Day, como el Día Internacional de la Mujer serían resultado no de alguna manifestación puntal y aislada en Nueva York, sino de las diversas luchas que las mujeres trabajadoras venían empujando tiempo atrás —particularmente, y por ser más cercanas en el tiempo, aquellas de las obreras de la industria textil estadounidense de la época—, pero también de otras reflexiones y luchas que, aunque podrían parecernos más lejanas en el tiempo, definitivamente influyeron —y los siguen haciendo— en el desarrollo de la política feminista en relación a la cuestión de las mujeres y el trabajo.
La historia acerca de las reflexiones en torno a las reivindicaciones laborales de las mujeres —particularmente en el marco de los feminismos— es de larguísima data: ya en La ciudad de las Damas (1405)[1] Christine de Pizán reprochaba a los “hombres clérigos y laicos (…) filósofos, poetas y moralistas” el vituperar y menospreciar a las mujeres por el hecho de —entre muchas otras cosas— realizar trabajos domésticos y de cuidados, debido a que estos eran considerados “menores” en la época, como actualmente siguen siéndolo. Ya por aquel entonces De Pizán calificaba estos trabajos como “necesarios” esa palabra que hoy —en medio de la crisis sanitaria del SARS-CoV-2— ha sido enunciada tantas veces.
Hace poco, la feminista marxista Silvia Federici reflexionaba acerca de que en su juventud desarrolló un fuerte rechazo por los trabajos doméstico y de cuidados, dado que creció observando que para su madre estos no representaban ningún placer ni recompensa, en tanto trabajos devaluados: ¿cómo encontrar placer en un trabajo que —dentro de organizaciones sexo-genéricas patriarcales capitalistas— las mujeres solemos realizar de forma muchas veces solitaria y coaccionada? (todavía en 2013, en los registros civiles mexicanos se leía la Epístola de Melchor Ocampo, donde se señalaba que las mujeres —entre cuyas principales dotes se encontraba el ser abnegadas— debían dar asistencia y consuelo al marido) ¿Cómo encontrar placer en un trabajo explotado, la mayor parte del tiempo no remunerado, muchas veces invisibilizado y casi siempre menospreciado? Personalmente creo —como también lo cree actualmente Federici—- que es posible disfrutar de los trabajos domésticos y de cuidados si estos son socializados, compartidos en co-rresponsabilidad.
Debido a lo anterior, me parece necesario pensar en qué sentido las luchas de las mujeres trabajadoras domésticas y de cuidados, las luchas por el reconocimiento de la importancia de estos trabajos —ya sea remunerados o no remunerados— por su politización y socialización, así como las movilizaciones e implicaciones (en las leyes, en nuestras casas) que de esto deriven, comparten agendas con las luchas por derechos laborales de cualesquiera otras trabajadoras y trabajadores: si queremos disponer de tiempo y salud para co-responsabilizarnos solidariamente de estos trabajos esenciales para la vida, sin explotarnos unxs a otrxs —sin que los hombres exploten a las mujeres, y sin que algunas pocas mujeres exploten a otras— la vinculación de las luchas por mejoras laborales en los trabajos para el mercado y las luchas por la visibilización, el reconocimiento y la socialización de los trabajos domésticos y de cuidados no remunerados, no es negociable: es imprescindible y urgente.

La Encuesta Nacional de Uso de Tiempo en México (ENUT 2019) señala que del total de tiempo que hombres y mujeres trabajan semanalmente, los hombres dedican 69% al trabajo para el mercado, contra 31% en el caso de las mujeres; mientras que respecto al caso del trabajo no remunerado en los hogares (que incluye los trabajos doméstico y de cuidados), las mujeres dedican 67% de su tiempo de trabajo semanal, contra 28% en el caso de los hombres. La encuesta arroja además que las mujeres dedicamos, en promedio, 6.2 horas semanales más que los varones al trabajo para el hogar, y que la brecha de género relativa a la distribución del uso de tiempo de hombres y mujeres en el trabajo para el mercado es menor que la brecha de género relativa a la distribución del uso de tiempo de hombres y mujeres en el trabajo para el hogar: las mujeres nos hemos incorporado al trabajo para el mercado en mayor medida de la que los hombres se corresponsabilizan de los trabajos doméstico y de cuidados que son necesarios para su propia reproducción vital.
Además, la ENUT de 2014 mostraba que las mujeres dedicaban una mayor parte de su tiempo al trabajo en términos absolutos, en comparación con los hombres, y que además este dato era una constante durante todas las etapas de su vida: las mujeres adolescentes destinaban 53.2% de su tiempo al trabajo, mientras los hombres adolescentes destinan 46.8%; las jóvenes 56.6% mientras los jóvenes 44.4%; las adultas 56.5% y los adultos 43.5; las adultas mayores 56.8% y los adultos mayores 43.2%. Así, las mujeres, en todas las etapas de su vida, tienen menos tiempo libre que los hombres para realizar cualquier otro tipo de actividades ajenas al trabajo, tales como estudiar, entretenerse, convivir, etcétera.
La lucha por visibilizar, reivindicar, politizar y socializar los trabajos doméstico y de cuidados es también una lucha contra nuestra pobreza de tiempo, contra la apropiación de nuestro tiempo y la explotación de nuestra fuerza de trabajo en el hogar, sin remuneración, y muchas veces sin reconocimiento alguno.
Pero los datos anteriores no revelan nada nuevo, ya en 1979 Heidi Hartman señalaba que los hombres tenían niveles de vida más altos en comparación con las mujeres: el tiempo de ocio del que gozan es mayor, tienen mayor posibilidad de ascender en puestos laborales, y mayor poder adquisitivo. Hartman señalaba que debido a esto muchos hombres tienen un interés material en que la opresión de las mujeres continúe (interés que Hartman consideraba una falsa consciencia, puesto que a largo plazo —y al renunciar a sus particulares privilegios— los hombres podrían beneficiarse de la abolición de jerarquías patriarcales).
Es preciso mencionar que esta circunstancia no es específica de México, la OIT ha señalado que “alrededor del mundo, y sin excepción, las mujeres dedican más tiempo al trabajo de cuidados impago” en comparación con los hombres (OIT 2019). Me parece que si nos aventuráramos a hablar sobre algunas notas constantes que formaran parte de lo que caracterizamos como sistema sexo-género patriarcal capitalista, sería interesante considerar que la división sexual del trabajo —a la que subyace la naturalización de la relación mujeres- trabajos doméstico y de cuidados— ha sido una constante histórica alrededor del mundo, al menos desde —como han señalado diversas teóricas feministas marxistas— la “transición” al capitalismo, durante la cual la división sexual del trabajo que hoy en día conocemos cobró una gran fuerza, además de que los trabajos doméstico y de cuidados fueron arrojados a un ámbito privado y solitario.
Además de las reflexiones sobre la minusvaloración de los trabajos doméstico y de cuidados que De Pizan llevó a cabo ya en 1405, el filósofo cartesiano Poullain de la Barre denunció en De la igualdad de los sexos (1671) una circunstancia que hoy asociaríamos con los conceptos de “naturalización de la relación mujeres – trabajos doméstico y de cuidados” y “segregación horizontal”. Este filósofo señaló el hecho de que las mujeres solieran desempeñarse únicamente en determinadas ocupaciones —comúnmente relacionadas con los cuidados— y no en otras —como aquellas relacionadas con el desarrollo y ejercicio de leyes, la investigación científica o la educación superior— era debido a meras convenciones sociales que debían ser puestas en cuestión. Pero de la Barre no podía ver en ese momento que, el hecho de que los estereotipos de género influyeran en la división sexual del trabajo de su época, incidiría también mucho tiempo después en la forma en que las mujeres nos incorporarnos al trabajo para el mercado: lo haríamos en ocupaciones que son una extensión de los trabajos domésticos y de cuidados, por los cuales recibiríamos menores salarios en comparación con los salarios que reciben los hombres trabajando en otro tipo de empleos, frecuentemente alejados del ámbito de los cuidados. Y que, además, conforme algunos trabajos se “feminizaran», los salarios irían a la baja.
La segregación horizontal, sumada a la segregación vertical (hay un mayor número de hombres en puestos de trabajo jerárquicamente superiores, en comparación con las mujeres) son fenómenos que subyacen a conceptos como suelo pegajoso: las dificultades que las mujeres experimentamos para obtener ascensos y mejores condiciones laborales, para despegarnos del suelo salarial, de los trabajos más precarizados; escaleras rotas: aquellas circunstancias en que las mujeres obtenemos ascensos y derechos laborales, para perderlos después debido a —entre otras cosas— una división sexual del trabajo basada en la explotación de los hombres sobre las mujeres, que nos arroja una y otra vez a ocuparnos de un sinfín de actividades dirigidas a procurar la reproducción vital de las personas que integran nuestras familias; techo de cristal: el “techo” invisible que limita las carreras profesionales de muchas mujeres (y que, cabe señalar, es también el caso con cualquier persona perteneciente a minorías raciales y/o grupos sexodisidentes).
Todos los anteriores son fenómenos sociales actuales que el feminismo liberal ha puesto sobre la mesa, y que deben tomarse en cuenta cuando pensamos lo que está involucrado en el fenómeno de brecha salarial de género. Pero personalmente creo —como las Feministas para el 99% han venido señalando en los último años, y con gran énfasis antes de la crisis sanitaria del SARS- CoV-2— que la lucha de las mujeres trabajadoras no debería partir de la búsqueda de una “igualdad centrada en el mercado”, la cual no pase por pensar la urgente necesidad de visibilizar, valorar en su enorme importancia, politizar y socializar los trabajos doméstico y de cuidados: ¿deseamos romper el techo de cristal si esto involucra que unas cuantas mujeres privilegiadas sean explotadas en igualdad con los hombres?, ¿deseamos despegarnos del suelo pegajoso si este esfuerzo pasa por aspirar a realizar únicamente aquellos trabajos que en sociedades patriarcales capitalistas son considerados valiosos?, ¿queremos terminar con la brecha salarial a costa de explotar a otras mujeres, a costa de subordinar nuestra propia explotación? Frente a estas preguntas me parece urgente voltear a ver todos aquellos esfuerzos dirigidos a —por ejemplo— la creación de un Sistema Nacional de Cuidados (o redes de cuidado) que promuevan la valoración, politización y socialización de los trabajos doméstico y de cuidados, así como el desarrollo de políticas públicas que prioricen la protección social y la prevención de enfermedades, entre las que cabría mencionar también aquellas dirigidas a robustecer sistemas sanitarios: ¿qué es la enfermería sino la profesionalización del cuidado?
Antes del —así considerado— primer 8M, además de Christine de Pizan y Poullain de la Barre, Olympe de Gouges en su Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana (1871) y Mary Wollstonecraft en su Vindicación de los derechos de la mujer (1872) abordarían también cuestiones relativas a la relación mujeres-trabajo: la primera al señalar que todas las ciudadanas y ciudadanos deberían ser potencialmente admisibles a todos los puestos públicos de trabajo según sus capacidades, y la segunda al cuestionar los roles de género que autores reconocidos de su época —como Rousseau— adjudicaban a las mujeres.
Asimismo, en La unión obrera (1838) Flora Tristán, una de las primeras feministas marxistas, denunciaría dinámicas que hoy reconoceríamos como doble socialización, doble jornada y doble presencia: al narrar —por ejemplo— el caso de una mujer inglesa que, además de trabajar vendiendo verduras en un mercado, debía realizar una jornada de trabajo doméstico, asumiendo la enorme carga mental que esto le representaba.
La conmemoración del Día Internacional de la Mujer, en tanto reivindicación de las luchas que las mujeres trabajadoras —es decir de casi todas las mujeres, en todas las épocas y geografías— hemos librado —y seguimos librando— es ante todo un acto crítico. En el marco de un esfuerzo por esclarecer el significado del término “crítica” Yankel Peralta reflexiona: cuando usamos la palabra crítica como un sustantivo y decimos: “la crítica servirá para cambiar las cosas” este sustantivo designa un proceso teórico y práctico que busca incidir en la superación de una circunstancia límite (aquellas circunstancias en las que, por ejemplo, la dignidad de la vida de muchas mujeres está en juego) para transformarla en otra. Y es que si tomamos en cuenta que —en palabras de Diana Maffia— el feminismo involucra la consideración de tres principios: un principio descriptivo, que señala que es pertinente decir que en todas las sociedades las mujeres (incluidas las mujeres trans) están peor que los varones, para luego emitir un juicio ético sustentado en un principio prescriptivo, al decir: esto no deberá ser así, no es justo que sistemáticamente en todas las sociedades las mujeres estén peor que los hombres, y finalmente suscribir a un principio práctico: como feminista estoy dispuesta a hacer lo que esté a mi alcance para transformar las cosas, para cambiarlas… entonces las feministas de todos los tiempos han y hemos mantenido una actitud crítica ante las circunstancias en las que estamos inmersas, incluyendo por supuesto aquellas relativas a la relación trabajo-mujeres. Esta actitud crítica nos ha permitido —y nos permite cada día— mirar más allá de nuestro aquí y ahora, más allá de las circunstancias que habitamos, para tratar de transformarlas. Esa es la actitud que muchas mujeres feministas conmemoramos y conmemoraremos el Día Internacional de la Mujer —y cada día de nuestras vidas— mientras nuestros horizontes utópicos relativos a lo que consideramos una vida digna de ser vivida no sean una realidad efectiva.
Notas
[1] En términos generales, La ciudad de las damas es una obra que surge en medio del debate histórico conocido como Querella de las mujeres. En este texto Christine de Pizán apela a su propia experiencia de vida —entre otras cosas— para hacer una de defensa de las mujeres, frente a los muy numerosos insultos y menosprecios que grandes pensadores de la época habían erigido contra ellas, y que de Pizan analiza detenidamente y muestra como aberraciones, abominaciones “habladurías vergonzosas y palpables mentiras” (De Pizán 2001, 67). Si bien, considero que en La ciudad de las damas no hay una crítica respecto a la naturalización de la relación mujeres- trabajo doméstico y de cuidados (que posteriormente otras autoras sí llevarían a cabo en el marco de diversos feminismos) sí que me parece que hay una re-valoración de los trabajos doméstico y de cuidados:
«En cuanto a hilar con la rueca, es otro don natural, pero a su vez un trabajo necesario para celebrar el servicio divino y vestir a todas las criaturas dotadas de razón, evitando así el desorden del mundo. Es el colmo de la perversidad reprochar a las mujeres algo que las honra y por lo que merecen agradecimiento” (De Pizán 2001, 87).
Referencias
Arruzza, C., Battacharya, T., Fraser, N. 2019. Manifiesto de un feminismo para el 99% . Barcelona: Herder Editorial. Edición de Kindle.
de la Barre, P. De la igualdad de los sexos. México: CEIICH, UNAM.
Federici, S. 2015. Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Madrid: Traficantes de sueños.
de Pizán, C. 2001. La Ciudad de las damas. España: Siruela.
Tristán, F. 2018. La unión obrera. México: Partido de la Revolución Democrática.