Perspectivas 

Matteo Rossi∫connessioni precarie 

Traducción: Matteo Rossi y Matías Gonzalez

Este texto salió originalmente en italiano en Connessioni Precaire.

Where are the workers?”, ¿dónde están los trabajadores?, se preguntaba un columnista alarmado en el New York Times hace unos días, señalando la falta de conductores y camioneros, de enfermeras en los hospitales, de meseros en los restaurantes y de dependientes en los supermercados. “¿Cómo es posible que tantos estadounidenses puedan permitirse no trabajar?”, se preguntan incrédulos los periodistas y los economistas que encuentran la respuesta en la generosidad de los subsidios por la pandemia, que habrían permitido a tantos salir del mercado laboral hasta nuevo aviso. Sin embargo, esas subvenciones dejaron de llegar hace meses y la escasez de mano de obra sigue asolando la economía estadounidense. Si bien los empleos siguen siendo escasos, las mujeres y los hombres que deben proporcionarlos no han desaparecido. Por el contrario, están promulgando un rechazo general a las condiciones de ese mismo trabajo, reveladas y exacerbadas por la pandemia. En primer lugar, dejaron sus anteriores trabajos, en una gran dimisión que sobrevivió al final de las subvenciones de la pandemia y adquirió una dimensión masiva durante el verano. Entre agosto y septiembre, más de 5 millones de trabajadores y trabajadoras abandonaron sus puestos de trabajo, la mayoría de ellos en los sectores de la hostelería, turismo y comercio, seguidos de otro millón en septiembre. Luego, en las últimas semanas, se inició una oleada de huelgas en los sectores más diversos, desde la hostelería hasta la industria automovilística y la siderurgia, desde los hospitales hasta las universidades, contra patrones grandes y pequeños, en un efecto dominó que no da señales de frenarse. Durante el mes de octubre, apodado el Striketober, el octubre de las huelgas, decenas de miles de trabajadores hicieron de la huelga su forma de rechazo, exigiendo mayores salarios y bienestar. 

Ya en agosto y septiembre un millar de trabajadores de Nabisco estuvieron en huelga durante un mes, impidiendo el intento de la empresa de imponer turnos de 12 horas y un sistema de atención sanitaria diferenciado para las nuevas contrataciones. Luego, el 5 de octubre, 1 400 trabajadores de varias plantas de Kellogg’s se declararon en huelga contra la empresa de cereales que buscaba reestructurar las prestaciones y los salarios de los nuevos contratados bajo la amenaza explícita de trasladar parte de la producción a México. El 12 de octubre, más de 24 000 trabajadores de la salud de California y Oregón votaron a favor de la huelga contra Kaiser Permanente, uno de los mayores proveedores de servicios médicos y hospitalarios del país, para exigir aumentos salariales y nuevas contrataciones. La empresa había propuesto introducir un sistema salarial de dos niveles (two-tier) que reduciría los salarios de los nuevos contratados en más de un 40%. Dos días después, 10 000 trabajadores de John Deere, uno de los principales fabricantes de maquinaria agrícola del mundo, se declararon en huelga en 14 plantas de Iowa, Illinois y Kansas, rechazando la propuesta de la empresa de aumentos salariales del 5% para una parte de la plantilla y del 6% para otra, que consideraban inaceptables no sólo por su carácter divisorio, sino también por ser irrisorios en comparación con el aumento de los beneficios conseguidos por la empresa durante la pandemia y mediante la imposición de turnos de 10 a 12 horas. En este caso también se rechazaron los intentos de fragmentar la plantilla mediante la diferenciación de prestaciones y aumentos

También a mediados de mes, 60 000 trabajadores y trabajadoras de Hollywood votaron a favor de la huelga, denunciando el exceso de trabajo, reclamando mayores salarios y exigiendo mayor seguridad laboral, lo que obligó a las empresas a ceder en el último momento para evitar la paralización de las producciones televisivas y cinematográficas. El 26 de octubre, las trabajadoras de McDonald’s de 12 ciudades se sumaron a la huelga y se cruzaron de brazos contra el acoso sexual en el lugar de trabajo, objeto de repetidas denuncias en los últimos años sin respuesta por parte de la empresa. Ese mismo día se anunció un intento de sindicalización del almacén JFK8 de Amazon en Staten Island. Al día siguiente, la huelga llegó incluso a los campus de la Ivy League, donde los trabajadores de posgrado (graduate workers) de Harvard y Columbia se abstuvieron de trabajar exigiendo mayores salarios y una mayor cobertura sanitaria. Después de semanas de protestas frente al Ayuntamiento y diez días de huelga de hambre, a principios de noviembre los taxistas neoyorquinos, en su mayoría trabajadores inmigrantes del sudeste asiático, consiguieron que la ciudad redujera las deudas que habían contraído por la compra de licencias, que se habían disparado en los últimos años debido a la especulación financiera. Mientras tanto, en una escala diferente pero aún con una notable capilaridad, durante el mes las enfermeras de numerosos hospitales de todo el país, desde Nueva York hasta California, los trabajadores migrantes de Milwaukee en Wisconsin, los trabajadores del acero de Virginia Occidental, los empleados neoyorquinos de Chipotle, una cadena de comida rápida que se había negado a pagarles durante el cierre por el último huracán, se pusieron en huelga. 

Aunque cada vez está más claro que existe un efecto dominó entre las diferentes huelgas, todas ellas centradas en la lucha por los salarios, las iniciativas de octubre siguen estando desconectadas entre sí. Sólo en las próximas semanas quedará claro hasta qué punto las disputas individuales pueden obtener resultados, si se conformarán como victorias localizadas y circunscritas o si se podrán conectar y alimentar el movimiento conjunto de huelga. En Estados Unidos, sin embargo, no se han producido huelgas de esta magnitud y extensión en el sector privado desde hace décadas. Al menos no desde que Ronald Reagan inauguró su presidencia en 1981 despidiendo en bloque a 11 000 controladores aéreos y negando a toda la ciudadanía la posibilidad de huelga y lucha de clases en la nueva América neoliberal. Es precisamente contra las condiciones de precariedad, fragmentación y explotación impuestas por las políticas neoliberales en los últimos 40 años, reforzadas en la pandemia, que los trabajadores estadounidenses se rebelan. Al proporcionar a muchos una nueva conciencia de la naturaleza esencial de su trabajo en la creación de beneficios, y al alterar de forma permanente la disposición de una gran cantidad de personas a aceptar determinados puestos de trabajo y salarios, la pandemia ha abierto una nueva fase de la lucha de clases en Estados Unidos, con el retorno de una iniciativa obrera heterogénea, carente de una dirección organizativa común, pero con una capacidad de movilización y presión sin precedentes, que está afectando a la administración Biden y a las propias estructuras sindicales. Esta presión permitirá probablemente que los sindicatos vean crecer su número de afiliados y que se les reconozca un papel político, pero al mismo tiempo obliga desde ya, incluso a los más moderados, a transformarse para poder estar a la altura del movimiento, a apoyar las huelgas más de lo que lo han hecho en el pasado y a ampliar la red de sus propias estructuras. No es casualidad que en las últimas semanas el sindicato de los Teamsters, uno de los más importantes de la industria logística, esté viviendo una disputada elección de su dirección, y que los miembros del United Auto Workers, cuya cúpula directiva ha sido aniquilada en los últimos años por numerosas condenas por corrupción, estén votando un cambio de reglamento interno que les permitirá tener mayor influencia en el proceso de selección de la cúpula directiva. 

Al mismo tiempo, la presión de la iniciativa de los trabajadores ha empujado repetidamente a Biden y a su administración más allá de sus propios límites, llevándole incluso a declararse “uno de los presidentes más pro-sindicales de la historia de Estados Unidos”. En la primavera ya se había declarado a favor de votar la sindicalización del almacén de Amazon en Alabama, pero en los últimos días Biden, que había intentado hasta el último momento ahorrarse una postura sobre striketober, se vio finalmente obligado a enviar al secretario de trabajo, Marty Walsh, a apoyar a los trabajadores de Kellogg’s, gesto que lo convirtió en el primer miembro del gobierno estadounidense que participa en un piquete en cien años. El gobierno de Biden tiene que demostrar que está del lado de los trabajadores afroamericanos, latinos y asiáticos en huelga, sabiendo que el futuro del Partido Demócrata depende de su capacidad para ganar sus votos. En esta dirección apuntan también medidas como la Protect the Right to Organize Act, aprobada por la Cámara y actualmente en debate en el Senado, que podría favorecer la presencia de los sindicatos en los centros de trabajo al ilegalizar las prácticas antisindicales más extendidas, pero que al mismo tiempo pretende imponer los sindicatos como únicos cauces legítimos para las iniciativas de los trabajadores. Sobre todo, la propuesta de elevar el salario mínimo a 15 dólares a nivel federal, una de las promesas electorales con las que Biden fue elegido hace un año, y el plan Build Back Better, un gigantesco paquete de gastos de casi 2 billones de dólares que, además de numerosas inversiones en infraestructuras, contempla de momento una amplia gama de medidas de bienestar, van en la misma dirección. Descrito como un instrumento “para reconstruir la clase media”, en realidad ofrecería apoyo económico a millones de trabajadores y trabajadoras, con la introducción de ayudas para el cuidado de los niños (en las que muchas familias gastan actualmente casi la mitad de sus ingresos), preescolar gratuito y universal para los niños de 3 y 4 años, apoyo a los estudiantes para que accedan a la universidad, ayudas para el cuidado de las personas mayores, recortes en los costes del seguro médico e inversión en viviendas asequibles. 

Ambas propuestas están actualmente bloqueadas en el Senado por los miembros más moderados de la mayoría demócrata. Sin embargo, el futuro de la presidencia de Biden no depende del chantaje de un senador de Virginia Occidental y una senadora de Arizona, sino de la relación que sea capaz de establecer con las masas de trabajadores y trabajadoras que han identificado al Partido Demócrata y a los sindicatos como los dos instrumentos para obtener mayores salarios y bienestar. Con todas sus limitaciones, pues, la doble necesidad de la administración Biden de implicar al sindicato en la gobernanza de la sociedad post pandémica y de ceder medidas de bienestar en un intento de limitar la movilización de los trabajadores abre un espacio que será crucial seguir desafiando y tensionando como se ha hecho en el último año y medio. Por otro lado, esta reanudación de la iniciativa obrera está alimentada por la fuerza del movimiento social que en el verano de 2020, tras el asesinato de George Floyd, encendió literalmente las plazas de todo el país contra el racismo de las instituciones y que hace un año se volcó en las urnas para echar a Donald Trump de la Casa Blanca. Sin embargo, ese movimiento social no podía conformarse con haber elegido a un presidente como Biden, y mucho menos con una democracia reducida al voto útil una vez cada dos años. Por eso ha seguido votando durante meses a través de la huelga, rechazando las condiciones de empleo en la sociedad post pandémica y respirando en la nuca de la administración demócrata. La cuestión ahora es si ​​—y hasta qué punto— las iniciativas del último mes seguirán teniendo una fuerza expansiva: si después de octubre, noviembre también tomará el nombre de la huelga.