En el verano del 2016 un libro atrajo mi atención en una librería. Me encontraba en Puebla, terminando mi tesis de doctorado que versaba sobre la movilización popular y el nacionalismo gandhiano en India. Mi visita a la librería ese día obedecía al hartazgo: buscaba algo que me distrajera del tema de mi estudio—que llegué a odiar un poco, como suele pasar con los doctorados—y que, de paso, me ayudara a curar mi ignorancia sobre la historia y la historiografía mexicana. La portada mostraba una pintura de una ciudad portuaria en llamas desde la perspectiva de algún barco situado a poca distancia de la costa. El título me pareció intrigante: En el espejo haitiano. Los indios del Bajío y el colapso del orden colonial en América Latina. El autor, Luis Fernando Granados, era un desconocido para mí. 

Ese mismo día por la tarde emprendí la lectura. Quedé fascinado de inmediato. Era un libro extraño, erudito, sintético y de gran audacia intelectual. Me encontré subrayando y tomando notas sin descanso (tengo mi copia al lado mientras escribo y he podido confirmar que no hay una sola página que haya quedado libre de anotaciones y señalamientos). Las páginas combinaban distintas narrativas y se movían en diferentes direcciones. A medida que avanzaba, iba aprendiendo mucho sobre historia de México y América Latina (el aparato crítico del texto es una clase magistral de historiografía) a la vez que percibía ecos de las lecturas que durante años me habían envuelto en dudas y descubrimientos en mis estudios sobre el Sur de Asia. La vasta erudición del texto me introdujo al fascinante mundo de la historia de los movimientos populares en Nueva España y México—a través de autores hasta entonces para mí desconocidos como John Tutino, Juan Ortiz Escamilla, Eric Van Young, Alfredo Ávila, Virginia Guedea, Brian Hamnett, Tulio Halperín—y su lectura me llevó de manera oblicua pero potente a revalorar en nueva clave la obra de historiadores como Ranajit Guha, Bernard Cohn y Shahid Amin. Al final de leer el primero de los tres ensayos que componen el libro me di cuenta de que, lejos de servir como distracción al desgastante trabajo del doctorado, este libro acabaría nutriendo aquella tesis que presenté, finalmente, en los últimos meses de aquel mismo año. 

A partir de entonces, me dediqué a seguir a Luis Fernando Granados en bibliotecas, redes y alguno que otro evento académico. Lo vi muy poco. Su presencia —humana, textual y virtual— me causaba perplejidad a la vez que me resultaba retadora y reconfortante. Durante una estancia posdoctoral en la UNAM durante el 2017, le escribí un mail para invitarlo a una entrevista que quería hacerle en torno a En el espejo haitiano. Su respuesta fue generosa y entusiasta. Lamentablemente, esa entrevista nunca se concretó. En los siguientes meses mantuvimos un contacto escueto: me invitó a escribir en el sitio El presente del pasado, y coincidimos en algunos congresos y en encuentros en relación al proyecto de la Revista Común

En estos años, he leído muchos de sus textos cortos, su libro Sueñan las piedras, y escuchado varias intervenciones suyas en seminarios, congresos y presentaciones. Lo he admirado intensamente. Su forma de escribir y hablar sobre el oficio de la historia me reveló algo inasible y, ahora me doy cuenta, invaluable. La anomalía de su mirada me reconcilió con los “grandes momentos” de la historia nacional y con el reto de las preguntas que parecen haber recibido respuesta de una vez y para siempre. Su obra me ayudó a desenmarañar la imaginación de esa historia con las mezquindades, rigideces y limitaciones de quienes se empeñan en marchitar el pasado a través del dogma, el ego y el cálculo. Indirectamente, me enseñó que hay muchas formas de ser historiador —incluso en un país como México—. Ahora que ya no está aquí, me gusta pensar que se puede aspirar a pulir el reflejo de su maestría, su lucidez y su generosidad. Me duele pensar que ya no podremos tenerlo como maestro, colega y amigo. Dudo que haya leído nada que yo haya escrito. Me pesa pensar que ahora no podrá hacerlo. Su lectura se ha perdido. 

Nos queda su obra, que hoy hemos de encargarnos de honrar y hacer eco. Nos queda también su sentido del humor, su voluntad de jugarse completo en cada intervención pública, su apuesta por contribuir, a través de la escritura, a la construcción de un país mejor, sus intentos de mantenerse lúcido a pesar del constante juego entre el miedo y la esperanza en que todos vivimos inmersos como parte de la especie humana. 

Nos queda su convocatoria a la construcción de una vida intelectual más digna. En medio de la crisis generalizada del mundo académico, Luis Fernando se rehusó a conformarse con la defensa de la poquita seguridad económica que algunos profesores e investigadores habían conquistado en las décadas de neoliberalismo. Animó constantemente a imaginar formas alternativas de ejercicio del oficio y de dignificación del trabajo de los intelectuales. Apostó por la construcción de un programa colectivo donde el oficio de historiador recuperaría su dimensión ciudadana. Quiso reconstruir la figura del intelectual público, lo que lo llevó a cultivar el ensayo, forma radicalmente democrática de puesta en escena de un saber que se piensa a sí mismo en el espacio común. Por eso se convirtió en un escritor magnífico, cuyos textos aún hoy tienen la capacidad de despertar el deseo y la fantasía, de hacer que sus lectores se indignen y sueñen. Por eso su obra hoy pertenece a la historia de la literatura tanto como a la historiografía propiamente dicha. 

Nos dejas con un enorme compromiso, Luis Fernando. Muchas gracias por todo y buen viaje.