Prefiero morir bajo las ametralladoras

que morir de hambre.

Michel Foucault

Si hay algo que caracterice a la democracia moderna… es que trata constantemente de transformar la nuda vida misma en una forma de vida.

Giorgio Agamben

A lo largo de los últimos meses, el grueso de los análisis políticos que se han publicado en medios, relativos a la situación de descomposición social que los efectos del esparcimiento del SARS-CoV-2 han causado en la sociedad estadounidense, han tendido a centrarse en dos aspectos. Por un lado, en las complejidades de sostener un equilibrio entre regímenes de confinamiento y distanciamiento social eficaces en la mitigación de la transmisión comunitaria del virus, y, por el otro, en la necesidad de sostener los niveles de producción (empleo) y de consumo (supervivencia individual y colectiva de las personas) mínimos, como para no generar una situación económica que, a la postre, resulte más costosa que la propia epidemia de la nueva cepa de coronavirus. Es decir, en todo lo que va de la pandemia, en Estados Unidos, el tema central del debate ha sido la disputa entre la vida, en un extremo, y la economía, en el otro.

En gran medida, ello ha sido así debido a que las estrategias de regulación de los efectos del COVID-19 tienen uno de sus pilares más sólidos en la reducción de la actividad social; esto es, en una disminución de la exposición de las personas al contacto con otros individuos, reduciendo tanto el tiempo cuanto la cantidad de actividades que se deben realizar en el espacio público, o cualquier otra forma de espacio compartido que escape a los confines del hogar. Frente a dicho imperativo, el primer reclamo (y el más sostenido), elevado en tono de protesta, tiene que ver con la idea de que toda medida que ralentice la dinámica social previa a la pandemia terminará, de extenderse lo suficiente, minando las capacidades productivas y consuntivas de economías nacionales enteras.

     Desde luego, las voces de comando de dichas acusaciones provienen —desde que se expandieron los estados de excepción sanitaria como medidas de contención y de mitigación en la transmisión del virus—, principalmente, de grandes círculos empresariales cuya supervivencia depende (debido a los niveles de endeudamiento en los que se encuentra la economía global, luego del desastre de 2008) de la permanente aceleración del consumo mercantil de grandes masas sociales a lo largo y ancho del mundo. Sin embargo, en escalas menores, no es menos cierto que así como son las grandes corporaciones transnacionales las que, en el acto de privilegiar el sostenimiento de sus ganancias —aún en tiempos excepcionales—, han optado por ejercer enormes presiones sobre los aparatos gubernamentales de cada nación para que las medidas de distanciamiento y de confinamiento sean lo más reducidas y laxas, cualitativa y cuantitativamente hablando, así también, en la medida en que las cuarentenas locales se fueron extendiendo en el tiempo más y más, ese mismo reclamo encontró en las capas medias y los sectores populares una caja de resonancia potentísima, en la que el centro de la discusión es el crecimiento y la agudización de las situaciones tan precarias en las que viven los deciles mayoritarios de la población económicamente activa.

Ese debate, acicateado en Estados Unidos por la contienda electoral, llevó a que un número importante de analistas y comentócratas de aquella nación privilegiara en el debate público y en la agenda de los medios la discusión sobre las decisiones que los gobernantes deberían de tomar para lograr niveles de ocupación laboral aceptables (para no repetir un escenario de recesión) y grados de transmisión del virus también aceptables (con un número no tan elevado, por lo menos, de muertes; aunque de contagios otro son cantase).

El problema con dicha perspectiva es que, a la postre, terminó olvidándose que, cuando llegase el momento de decidir el futuro de la Unión en los comicios generales, serían las personas que componen a la sociedad de ese país las que también tendrían que elegir entre privilegiar una cosa o la otra (quizá no tanto por voluntad propia, sino porque la manera en la que opera la lógica del mercado neoliberal, en Estados Unidos o en cualquier otro Estado, constriñe el desarrollo de la vida social justo entre esas dos posibilidades: o la vida o la riqueza material). Y si bien es verdad que a primera vista, por efectos de una suerte de humanismo mal comprendido, la opción por la vida podría parecer la elección evidente y obvia, al momento de llevarse a cabo las elecciones, la realidad es que, de lo observado en los últimos meses en las grandes ciudades estadounidenses, la decisión tomada por las clases medias y los sectores populares no ha tendido a ser tan marcada y definitiva por la opción de la vida, como se pensaría.

Y no lo es, en parte, porque en ese análisis que tiende a polarizar las soluciones de la ecuación en dos extremos irreconciliables se deja de lado el reconocimiento de que para esos estratos de la sociedad, la discusión no está entre privilegiar la vida, por un lado, o el bienestar material, por el otro. Sino que, antes bien, se halla en el intersticio en donde las posibilidades de mantener la propia vida, como un mero cúmulo de necesidades biológicas que necesitan ser satisfechas (alimentación, salud, descanso, etc.) se enfrentan con las posibilidades laborales de las cuales gozan esos sectores. De ahí, por ejemplo, que contra todo pronóstico pragmatista, en el que lo racional es el optar por mantenerse en el encierro y la inmovilidad tanto como sea posible para salvaguardar la vida, millones de personas en la Unión decidieran romper los cercos sanitarios para continuar con su vida laboral ordinaria (quienes no sufrieron los efectos de las quiebras y recortes de personal), pues sus posibilidades de supervivencia biológica (ni siquiera de su supervivencia social) dependen de ello.

Ahora bien, ¿qué de todo esto resulta pertinente de cara a los comicios de este 3 de noviembre, para renovar la presidencia del país? En lo fundamental, habría que decir que el reconocimiento de esa manera en la que ha actuado la población en los últimos meses es un indicador de las decisiones que podrían conducir los resultados electorales de las siguientes votaciones. Y es que, de acuerdo con el discurso mainstream que grandes outlets de comunicación sostienen en el debate público estadounidense, el desastre en el que se ha convertido la pandemia —con millones de infecciones y cientos de miles de muertes provocadas por insuficiencias institucionales, malas políticas públicas y torpes estrategias de actuación— tendría que ser motivo suficiente para canalizar el grueso del voto popular hacia la candidatura de Joe Biden, toda vez que en ello estaría implicado un voto de castigo sobre la estupidez del presidente en turno y su incapacidad de controlar la situación.

La cuestión, es, no obstante, que en esa predicción, que ya vaticina el desastre de la candidatura de Donald J. Trump y que prácticamente parece fortalecerse de manera proporcional al agudizamiento y agravamiento de la situación sanitaria en el país, pasa por alto algunas coordenadas en materia económica que bien podrían ser la causa de que dichas predicciones no se cumplan. Y es que, en efecto, de acuerdo con datos del U.S. Bureau of Labor Statististics, con corte de datos por Estado al mes de agosto, son los gobiernos republicanos los que se hallan en una situación de mayor recuperación económica respecto de aquellos que son de signo demócrata. Ello, sin duda, bien podría explicarse debido al escepticismo que reina entre las filas republicanas sobre la existencia o la gravedad del COVID-19 o porque, en última instancia, son los gobiernos que para poder sobrevivir políticamente en los siguientes cuatro años deben de alinearse con la política económica general del presidente Trump. 

Cualquiera que sea el caso, lo que resulta relevante del análisis de dichos datos es que, en términos del efecto que dicha recuperación del empleo en esas entidades podría tener en la definición electoral próxima, las masas populares de la población sin lugar a dudas podrían optar por recompensar al presidente por mantenerlas ocupadas, en un contexto de crisis en el que la nota distintiva es el recorte de personal por todos lados de la vida económica (ya sea para ahorrar gastos de producción y/o operación, o porque la industria en cuestión se encuentra asediada por la sustitución de mano de obra humana por robots y algoritmos de inteligencia artificial), aunque ello signifique pasar por alto el mar de cadáveres que la epidemia ya ha dejado tras de sí en el territorio.

Después de todo, entre vivir y morir hay un tercer elemento —a menudo excluido— que explica el porqué, frente a la muerte causada por la infección de SARS-CoV-2, en unas elecciones generales el desempeño de la economía local y nacional podría ser el factor decisivo de la renovación presidencial. Y es que, ante un escenario de muerte, uno de profunda miseria —de carencias totales y de incertidumbre e impotencia— no supone una opción de futuro más reconfortante que el descanso eterno de esa escasez artificial de medios de vida, dirigida por las necesidades de acumulación, concentración y centralización de capital. Es decir, acá, lo que se suele perder de vista es el impacto que tiene en la orientación política de las colectividades la amenaza que suponen para su vida cotidiana los escenarios de profunda miseria y carencias materiales que los estados de excepción sanitaria han desencadenado. Y es esa omisión, en parte, lo que explica la proliferación de discursos pretendidamente progresistas en los que se defienden ideas de un biologicismo radical que llevan a afirmar con intransigencia que el ser negro o negra, latino o latina, en el contexto de la presidencia de Trump, implica, mecánicamente, no votar por él y su supremacismo blanco, cuando en el fondo, a pesar del rol concedido al factor racial, lo que opera es una alienación ideológica en la que la satisfacción de las necesidades materiales de la vida se presenta como una necesidad radical de supervivencia —aunque ello implique, hay que insistir, hacerle concesiones a ese supremacismo—.

No hace falta, como se observa, ir más lejos en este análisis para observar, por ejemplo, por qué la presidencia de Trump, respaldada por los republicanos en el congreso, se ha resistido con tanta insistencia a liberar mayores recursos para aminorar las consecuencias del desempleo en el país. Y es que, la petición de los demócratas, en efecto tiene que ver con el hecho de que son las entidades que ese partido gobierna las que mayores dificultades de recuperación están teniendo, y las que, a su vez, menos recursos disponen para recuperar los niveles de empleo previos a la pandemia (en parte porque hay una mayor erogación para hacer las cosas bien en el frente sanitario). La cuestión es, no obstante, quién tendrá mayores facilidades para instaurar en el imaginario colectivo la culpa de esa situación: Trump, delegando toda la responsabilidad en los actores locales, o los demócratas, insistiendo en que es la administración federal la que golpea y bloquea a las entidades.

En última instancia, ante tal escenario, lo que habría que observar es que si bien es cierto que el discurso de la presidencia y de sus personeros en las grandes corporaciones transnacionales con sede en Estados Unidos han logrado imponer la opción por el mantenimiento de los mercados, porque sólo a través de ellos —argumentan— es posible mantener la vida —aunque ésta sea una forma de vida gregaria, reducida a la satisfacción de esas necesidades biológicas que permitan al capital sostener niveles cada vez más agudos de infravalorización/superexplotación de la fuerza de trabajo en sus dos planos elementales: en su valor diario y en su valor total (Marini, 2015: 107-150)—, el pasaje en verdad trágico de esta historia es que la izquierda estadounidense (en teoría representada por Biden) no ha hecho mucho por combatir dicho posicionamiento, aunque en sus intervenciones discursivas el candidato demócrata se vale de una insistencia permanente en apelar a postales moralinas, tendientes a generar una imagen política de él como un ser misericordioso que se esfuerza por ver a los miserables de su sociedad como espectros ficcionales que deben de ser redimidos por medio de la compasión.

Trágica respuesta de la izquierda es la candidatura de Biden, pues, porque en realidad no se distancia en nada de la perspectiva del presidente, sino que simplemente invierte la ecuación para reivindicar la existencia de cuerpos doblegados y supliciados por la escasez artificial que el capital crea de los medios de vida. De tal suerte que, aunque en los hechos los demócratas han tendido a ser aún más radicales que los republicanos cuando se trata de acelerar, sistematizar y profundizar la progresiva mercantilización de la vida en sociedad (aunque con discursos que enmascaran esas dinámicas con velos de izquierda, de progresismo y justicia social en nombre de la diversidad) —y Biden se esfuerza por mantenerse en esa línea del ocultamiento—, al final del día, lo que pregonan es la aceptación de toda reproducción de la vida como una condición puramente biológica, sin cualidades sociales concretas que saquen a las masas trabajadoras de su condición de autómatas que sólo ven transitar su vida entre una sobreexplotación radical de su fuerza física y mental de trabajo y el aseguramiento de los recursos mínimos necesarios para prolongar lo más que se pueda sus años de vida como trabajadores y trabajadoras y sus potencialidades físicas y mentales mínimas para cumplir con sus actividades laborales. Mientras tanto, la automatización de procesos productivos avanza lo suficiente como para sustituir, como lo hace ya, al grueso de los sectores que se valen de nada más que sus destrezas físicas para laborar (las manufacturas).

Promotor de una fuerte política de tipo manufacturera, en la que por lo menos la ilusión del desplazamiento del trabajo humano por procesos automatizados ofrece la sensación de una mayor estabilidad y seguridad laboral en los años por venir, Trump, en este sentido, además se ubica en una mejor posición que la de su contrincante, en la medida en que su prédica electoral se centra, sobre todo, en una única necesidad de urgencia en el contexto presente: la del trabajo. Mientras, Biden —incapaz de haber logrado, por mérito propio, la unidad en su partido y entre la ciudadanía adepta a las políticas de los demócratas en torno de su figura— tiene que seguir balanceando la heterogeneidad y la multiplicidad de intereses que al final terminó por aglutinar en torno de su campaña. Sobre esto, una de las tensiones más fuertes se encuentra en la oposición entre el gran capital financiero (con sus derivaciones en las BigTech) que lo respalda, por un lado, y el necesario apoyo de base popular que requiere para ganar de manera indiscutida al actual presidente estadounidense.

Y la cuestión es que, por mucho que desde los tiempos de John F. Kennedy los y las demócratas se valgan del discurso de la pluralidad, la heterogeneidad y la diversidad para incrementar sus bases de apoyo entre las comunidades marginadas habitando el país, la realidad es que apelar a ese recurso no es suficiente para garantizarle el éxito. Por desgracia para él, propios y ajenos a su campaña sólo están observando y basando las probabilidades de su victoria en las encuestas que se hacen, sin prestar mucha atención a las diferencias que cada vez se hacen más notorias entre las tendencias populares y las del colegio electoral. No es que Trump sea progresista, o que tenga una predilección por las masas trabajadoras antes que por el gran capital del cual él mismo es representante y parte. Es que, en la disputa por las cadenas de valor globales, el proteccionismo de Trump adopta la forma de una matriz nacionalista que, de cara al peligro que suponen las disputas tecnologías con China, India y Rusia (éste último en lo militar), el robustecimiento del mercado laboral nacional parece ser un precio razonable de pagar, aunque ello implique encarecer los costos de producción por la vía de la repatriación de capitales manufactureros. La pregunta obligada es si los intereses que financian a Biden están dispuestos a pagar ese mismo precio.