La historicidad

Sin entrar en un análisis detallado de cuanto Marx y Engels escribieron sobre el Estado, entiendo que el pronóstico que enunciaron de su desaparición se fundaba menos en la esperanza de una victoria del proletariado que en un reconocimiento del carácter histórico de los fenómenos sociales y políticos. Confrontado a la praxis política en una modernidad descentrada como Rusia, el joven Lenin, en 1902, discutiendo ya con los prolegómenos del marxismo bastardeado, declaró “inadmisible” la “identificación absurda, fuertemente difundida entre nosotros, del absolutismo ruso con la dominación de la burguesía”. La autocracia, continuó, no “representa exclusivamente los intereses de las clases dominantes”, sino “ciertos intereses […] y constituye en una cierta medida una fuerza política independiente y organizada”. El uso en sus escritos y en la literatura revolucionaria rusa de la época de los términos Estado, absolutismo y autocracia como intercambiables y la referencia a los dos últimos como supuestos instrumentos al servicio de las clases dominantes nos autoriza a leer en ellos también al Estado. Las palabras de Lenin no sólo rompen con una concepción instrumentalista del Estado, sino que imprimen al pensamiento marxista un desplazamiento en dos direcciones. Una es la atención a la especificidad histórica rusa, que combina lo fáctico con su registro lingüístico: la palabra rusa para Estado es Gosudarstvo, que significa literalmente “el dominio del amo”. La segunda, no sin relación con la anterior, es la que más me interesa aquí. Se trata del reconocimiento de uno de los rasgos particulares del tipo estatal de dominación: “fuerza política independiente y organizada”. Lo que el joven Lenin está señalando es la diferencia entre el Estado y lo que desde Foucault llamamos gubernamentalidad. Pero esa diferencia es nada menos que el sello de la historicidad del Estado, de la cosa como del concepto.

No fue el marxismo el que ahondó esta veta, sino una corriente historiográfica de pensamiento plasmada en la obra de historiadores con orientaciones políticas muy diversas: Otto Brunner y Werner Conze, ambos comprometidos con el nazismo; Quentin Skinner, Antonio Hespanha y Bartolomé Clavero, hombres de izquierda; y el conservador Reinhart Koselleck. Lo curioso, sin embargo, es que hoy día, los logros de esta actual etapa historiográfica despliegan y completan ideas del marxismo original, incluidas las del joven Lenin y son indispensables en la elaboración de un proyecto político auténticamente emancipador.

“Un concepto es más que una palabra”

No hace falta ser un especialista en Rusia para comprender que su historia política difiere profundamente de la de Europa Occidental. En esta dicotomía, es habitual señalar en Rusia el peso y el papel de un Estado muy poderoso y activo que oprime a una sociedad débil y una relación entre ambas instancias más equilibrada en Occidente.

Desde los bancos de la Facultad de Historia aprendimos la historia rusa a través de la relación, conflictiva o no, entre “Estado” y “sociedad”.  Estos dos conceptos funcionaban como categorías analíticas para intentar comprender el presente soviético y el pasado zarista. Por supuesto, Rusia no carecía de gobierno central ni de autoridades locales, reinaba el Zar, el pequeño Ducado de Moscú había sometido a las entidades políticas vecinas durante los siglos XV-XVI y se había formado un Imperio desde principios del XVIII. Su poderío se manifestó primero contra Suecia, luego contra Napoleón, antes de convertirse en el gendarme europeo en 1848, ciertamente perdió algunas guerras, pero pudo reivindicar el papel principal en la victoria sobre la Alemania nazi… No obstante, ¿de qué tipo de organización jurídica y política se trataba? ¿Pertenecía al “tipo de gubernamentalidad” (Foucault) que denominamos “Estado” desde la Revolución francesa? Desde los años de 1980, he investigado las formas rusas particulares de resistencia popular a la autocracia. Fueron esas formas las que gradualmente me permitieron discernir otras formas de dominación igualmente particulares. Cuanto más se hacían comprensibles, más se disolvía el paradigma estatal que había compartido hasta entonces y que había sustentado el enfoque tradicional de la historia rusa desde mediados del siglo XIX.

La historia del Estado sustentada en este paradigma es una historia tradicional de las ideas, que las aborda como unidades que se adaptan con el tiempo a nuevos contextos, pero definidas por un núcleo permanente de significado, desprovisto de historia. Así, hay libros donde leemos que el “Estado moderno” ya se encuentra en la prehistoria. Si, en oposición radical a este enfoque de la historia, tenemos en cuenta los significados cambiantes de las palabras y las ideas, sus usos y contextos, y el papel de los actores implicados, hallamos su historicidad y, por lo tanto, sus límites. Éstos no se refieren únicamente a un pasado sin Estado. Sería superfluo dar ejemplos actuales en Europa, donde los rasgos constitutivos del Estado nación, como su soberanía o la voluntad del pueblo, están siendo erosionados o rechazados por instituciones políticas o económicas supranacionales. El concepto de Estado ya no refleja la realidad. Giuseppe Duso y la Escuela de Padua han ofrecido brillantes análisis sobre este tema. Quentin Skinner ha reconstruido magistralmente la diacronía de los significados del término Estado, desde el siglo XV y su status, estat, stato y estado, entendidos como estado-posición-prestigio de los propios gobernantes, hasta el Estado como sujeto autónomo de la acción política; el historiador de Cambridge ha acabado así con la aparente y engañosa continuidad para arrojar luz sobre las discontinuidades del pasado.  

También para Reinhart Koselleck el cambio tiene fecha:

Recién desde la Ilustración tardía el Estado mismo se convierte en una persona en cierto modo real, su construcción jurídica o la metáfora del cuerpo son tomadas por ciertas; “Estado” [Staat] asciende como concepto a sujeto de acción autónomo.

Esta búsqueda de historicidad permitió a Michel Foucault decir algo fundamental para cualquier reflexión sobre la historia del Estado:

Y lo que me gustaría mostrarles […] es que, en efecto, se puede resituar el surgimiento del Estado como objetivo político fundamental dentro de una historia más general, la historia de la gubernamentalidad […] pero señalo: quienes hablan del Estado hacen la historia del Estado, de su desarrollo, de sus pretensiones, ¿no son ellos, precisamente, quienes despliegan una entidad a través de la historia y hacen la ontología de esa cosa que sería el Estado? ¿Y si el Estado no fuera más que una manera de gobernar? ¿Si no fuera otra cosa que un tipo de gubernamentalidad? […] Pero el Estado sólo es una peripecia del gobierno y éste no es un instrumento de aquél. O, en todo caso, el Estado es una peripecia de la gubernamentalidad.

La misma preocupación, unida a la necesidad existencial de comprender la barbarie del Estado en el siglo XX, condujo a Koselleck a una arqueología del concepto de Estado, de la cual interesa recordar algunos momentos. La historia conceptual de la que Koselleck es la figura emblemática se construyó contra la transferencia de conceptos modernos al pasado. Por un lado, dada la antigüedad de las palabras que se convirtieron en conceptos, consideraba que

el advenimiento de la modernidad en su aspecto conceptual sólo puede comprenderse plenamente cuando se tienen también en cuenta los significados previos de las palabras investigadas, o el desafío que supone la creación de nuevas construcciones.

Refiriéndose a la lengua alemana, pero también a las lenguas latinas, escribe:

La semántica de la palabra Estado (Staat) y sus campos de referencia se modifican en la época de la Revolución francesa por partes y rápido. Recién entonces el término adquiere en alemán el carácter de un concepto fundamental, que no puede ser remplazado por ninguna otra expresión. 

Por otra parte, distingue claramente el concepto de la palabra, aunque estén transmitidos por un significante común. La distinción es semántica e histórica:

… el concepto también está adherido a una palabra, pero es algo más que una palabra: una palabra se convierte en concepto si la totalidad de un contexto de experiencias y significados sociales y políticos, en el que se usa y para el que se usa una palabra, pasa a formar parte globalmente de esa úni­ca palabra.

El paradigma del Estado conduce a un callejón sin salida

El concepto de Estado es el índice y el factor mismo de ese “contexto de experiencias y significados sociales y políticos” que viene madurando desde el siglo XVII y que plasma en y con la Revolución francesa. Es a este concepto que se refiere el paradigma: un sustantivo colectivo singular formado en Europa hacia 1800, que constituye un sujeto de acción con voluntad propia y que sintetiza una nueva estructura, definida por novedades como la soberanía y la representación popular, la despersonalización del poder, el fin de los órdenes… Koselleck ha resumido este cambio, ciertamente para Alemania, pero la dinámica “de la palabra al concepto” debería también ser válida para Rusia:

Hasta aproximadamente la víspera del 1800 el término Staat [Estado] tenía numerosos significados estamentales a los que se accedía sólo de un modo puramente aditivo, por ejemplo, Staat [Estado] como “pompa”, “cargo”, etc., o los que remitían atributivamente al dominio estamental como “Estado del principado”, “corte”, etc. Alrededor del 1800, Staat adquiere una posición monopólica y una pretensión de exclusividad que absorbe casi todas las connotaciones estamentales. Ahora la historia de nuestro concepto corre a través de un tubo que condensa todos los significados hacia el “Estado por antonomasia”. Staat en tanto moderner Staat es llevado a su nuevo concepto. Se convierte en el sujeto de acción con voluntad propia, en la gran personalidad establecida realmente, en el organismo, incluso en la organización donde la sociedad nace como pueblo constituido en Estado. Se convierte en el “Estado ideal” más allá de su significado institucional, en el Estado en y para sí con el cual son medidos todos los Estados empíricos. “Estado” como nuevo singular colectivo absorbe en sí todas las determinaciones constitucionales del derecho estatal.

Como concepto, es un indicio de esta formación jurídico-política, pero también uno de sus actores y factores: habrá batallas para fortalecerlo o destruirlo. A partir del primer tercio del siglo XIX, el concepto comenzó a funcionar también como categoría analítica: los historiadores empezaron a estudiar e interpretar el pasado en función de la construcción del Estado. En pocas líneas, Werner Conze ha resumido esta operación y sus consecuencias:

Otto Hintze señaló en 1931 que el concepto general “Estado” fue acuñado recién en la época del “Estado moderno”, fue desarrollado a partir de las características que regían como típicas de ese Estado y luego fue “trasladado” desde ese “tipo reciente, contemporáneo del Estado moderno”, a las formas más antiguas. Así, extremando la consecuencia, puede deducirse que el “Estado medieval”, que en sí nunca existió, surgió recién en virtud de esa remisión. Hintze deja planteada la cuestión de si nuestra comprensión actual del orden medieval está facilitada, dificultada o incluso desorientada en virtud de esta formación anacrónica de conceptos.

El problema era que la nueva estructura para la que se había acuñado el concepto de “Estado” no existía previamente. No importaba. Puesto que el presente parecía ser el resultado del pasado, se pensó que era posible interpretarlo como su único resultado posible. Armados con una visión teleológica de la historia, los historiadores comenzaron a estudiar la génesis del Estado alineando ciertos elementos del pasado, transformándolos en gérmenes del Estado, mientras descuidaban los demás.

Confrontado con las fuentes rusas del siglo XVI hasta principios del XIX, el concepto “Estado” es ilegítimo. El concepto (no la palabra) está ausente de la lengua rusa de la época, es intraducible. Era incompatible con la organización jurídica y política de la autocracia, con sus formas de dominación y con su estratificación jurídica por estamento que duró hasta 1917. A mediados y en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el paradigma ya presidía los trabajos académicos, en particular los de la llamada “Escuela jurídica o estatal” de los historiadores rusos, la estructura política y social del Imperio tampoco se correspondía, por ejemplo, con la de Francia, de la que el concepto era el índice.

Ilustración: Jessa.

Como concepto analítico, pedaleaba en un doblemente vacío: con respecto al pasado y al presente. Desde aquella época, su uso masivo terminó ocultando la estructura fáctica que sintetizaba, sustituyéndola por una especulación metahistórica. Al igual que el statu latino y sus versiones vernáculas, el término ruso gosudarstvo no abarcaba toda la gama de experiencias políticas y sociales reunidas en el concepto. Pero al designar como “Estado” algo que no se corresponde con el contenido del concepto, éste pierde su sentido y a nosotros se nos escabulle el significado del lenguaje de las fuentes: la palabra usada para traducir Estado o indicar en ruso lo que designamos Estado, como ya lo aclaré, es Gosudarstvo, que significa literalmente “el dominio del amo”. La aporía inherente al paradigma del Estado es insalvable.

Sin embargo, en la medida en que las premisas del paradigma son teóricas, su arraigo en la historiografía no se limita al caso ruso. El uso recurrente de este concepto/categoría para estudiar todas las épocas, incluidas las más remotas, y al mismo tiempo la ausencia de conciencia crítica de su pertenencia a la modernidad tardía europea, le ha conferido espontáneamente un estatuto metahistórico de neutralidad y extraterritorialidad en la investigación e interpretación del pasado. 

En el pensamiento alemán —cuya enorme influencia en los historiadores rusos que en el siglo XIX se propusieron encontrar el Estado en la Moscovia del siglo XVI es bien conocida—, la expresión “Estado moderno” apareció entre 1830 y 1840, refiriéndose sobre todo al Estado constitucional. Hoy, el paradigma ha llegado a oscurecer su contexto original ocultando el hecho de que su concepto de “Estado” (o de “Estado moderno”) está histórica y teóricamente fechado, dependiente de una nueva realidad política, la de la primera mitad del siglo XIX en Europa Occidental, cuando se trataba de reforzar el Estado liberal dotándolo de raíces cuanto más antiguas mejor.

Un manifiesto antiteleológico

El enfoque tradicional establece como modelo el anacronismo ingenuo y hace de la teleología su visión de la historia. Sin embargo, Edgar Quinet ya lo había puesto al desnudo en sus magníficas páginas pioneras de 1857:

El pasado nacional se ha vuelto más interesante a medida que se ha creído ver en él el germen de un nuevo Estado libre. […] Los [historiadores] han concebido su sistema histórico bajo la realeza constitucional o durante los cortos años de la república. Cualquiera que sea el punto de vista en el que se han situado, han reflejado en sus obras el orden político bajo el que vivían. Convencidos de que el régimen de omnipotencia parlamentaria era la consumación de la historia francesa, explicaron los tiempos anteriores como una preparación para esta nueva era. Creyendo, como declaraban, que tenían ante sus ojos el fin providencial de la obra de los siglos pasados, todo lo pasado les parecía gravitar hacia este presente, que juzgaban indefectible. Éste fue el hilo con el que atravesaron la Edad Media y los tiempos modernos. ¡No había ninguna dificultad que no explicaran o aclararan con esta conclusión! El método […] aplicado a nuestra historia [es el] que los Padres de la Iglesia y los escolásticos aplicaron a la historia del pueblo hebreo […] considerada como una preparación para la venida del Mesías. Los acontecimientos sólo tienen su verdadero sentido a condición de que esta expectativa se cumpla. […] Imitando este sistema, [hemos] tratado la historia de Francia como una historia sagrada, que encuentra su interpretación final en la era política inaugurada con el régimen constitucional del siglo XIX.

Por supuesto, no podemos comprender el pasado pensando exclusivamente con las palabras que aparecen en las fuentes. Necesitamos categorías trascendentes, una teoría de la historia que pueda abarcar las articulaciones temporales sin negar la propia historia. Pero, si volvemos a Rusia, la estructura de poder y el tipo de gobierno de Iván el Terrible (primer zar, siglo XVI) y Pedro el Grande (primer emperador, siglo XVIII) quedan inevitablemente distorsionados, si se cree, aplicando a sus gobiernos una categoría analítica perteneciente a las herramientas conceptuales del derecho público moderno, sólo comprensible después de la Revolución francesa, que durante sus reinados, como lo afirma la corriente dominante en la historiografía, se constituyeron sucesivamente el Estado y el Estado moderno.

 Como sabemos, la nueva historia del derecho en Europa Occidental ha puesto en tela de juicio la pertinencia de la fórmula “Estado moderno” y ha deslegitimado el uso del concepto “Estado” para las estructuras de gobierno del Antiguo Régimen en Europa Occidental y en otros lugares. Este sano revisionismo y la denuncia por Quinet de la construcción espontánea y teleológica anacrónica funcionan mutatis mutandis en el caso ruso.  La incompatibilidad entre el derecho ruso y el ordenamiento jurídico del Estado es similar a la que distingue a este último del derecho del Antiguo Régimen en España, Italia o Francia.

Rusia, supuestamente un Estado moderno desde Pedro el Grande, se presta especialmente bien a una revisión conceptual similar a la propugnada por la nueva historia del derecho.

Hasta su derrocamiento, los Romanov concibieron explícitamente todo el país como su dominio privado…

Alteridad temporal y cultural

Las interpretaciones de la historia rusa y soviética no sólo difieren a veces entre sí, sino que en ocasiones son irreconciliables e incluso están contaminadas por las circunstancias políticas y las opiniones ideológicas de sus autores. Sin embargo, el paradigma en el que se basa el conjunto de las interpretaciones dominantes es, a pesar de sus diferencias, el mismo: el papel del Estado y su relación con la sociedad. 

Esta convergencia teórica refuerza la hipótesis nacida del impasse cognitivo señalado al principio del artículo: no podemos esperar superarlo mediante una mera acumulación de erudición sobre la historia fáctica. Se impone cambiar de rumbo, acudir a las fuentes con una conciencia clara de lo que significan hoy nuestros conceptos modernos y, por tanto, de sus límites, para cambiar de escenario y situarnos en un otro lugar temporal. Un otro lugar que también puede ser cultural: necesitamos reconocer lo disímil para descentrar la historia. Y para eso, no debemos dudar en actuar como antropólogos, dejando que la lengua vernácula de los actores venga a nosotros para identificar los significados que ellos asignaron a sus palabras en lugar de adscribirles nuestros conceptos. Es una operación que nos sitúa de lleno en el lenguaje de los actores y lo más cerca posible de la realidad que intentamos comprender. Los conceptos políticos europeo-occidentales que utilizamos hoy no son neutros; nacieron definidos por la historia particular de su lugar de origen. Pero al mismo tiempo tienen una difusión universal y una ambición heurística. Entonces, ¿qué herramientas analíticas podemos utilizar para investigar en áreas y periodos culturales ajenos a estos conceptos, sin que entre estas herramientas y las historias de estas otras áreas se reitere la misma extrañeza que existe entre los conceptos occidentales modernos y, en nuestro caso, las palabras rusas de siglos pasados?

Uno de los obstáculos reside en que no basta con recuperar el significado de las palabras vernáculas. Nos enfrentamos a una dificultad a la vez teórica y práctica. ¿Cómo pensar en la historicidad de un concepto que tiene varios siglos de antigüedad, sabiendo que su significado experimenta profundas transformaciones que no pueden comprenderse únicamente desde una perspectiva diacrónica? ¿Cómo evitar la trampa de pensar que se trata de un proceso evolutivo que tiene lugar en un único periodo cronológico? La palabra “Estado” puede ser inequívoca siempre que se utilice; puede significar, por ejemplo, el Tercer Estado, el estado de salud, el estado financiero, etc. El concepto de “Estado”, como cualquier concepto político fundamental, es inevitablemente polisémico y controvertido, porque sintetiza varios elementos y significados —territorio, población, legitimidad, representación, soberanía, impuestos, aparato de justicia, ejército, etc.—, pero los significa conjuntamente: es el sustantivo colectivo singular ya mencionado.

“Sedimentos temporales”: pasados presentes

Ahora bien, cada uno de estos componentes, presentes en el concepto, como también en la realidad, posee una especie de biografía propia, cada uno con su propia duración, su propio mecanismo de mutaciones, moviéndose en distintas direcciones, vehiculado por diversos sectores sociales. De esta pluralidad se deduce que los conceptos, como escribió Koselleck, “no tienen historia, contienen historia, pero no tienen ninguna”, y sólo sus usos —aquí la convergencia entre Skinner y Koselleck es total— o sus contextos sociales y políticos permiten pronunciarse sobre los significados del concepto: “la relación temporal entre los conceptos y el estado de cosas” es la “clave de la historia conceptual”.  

Koselleck ilustró el papel de estos componentes utilizando una metáfora geológica: funcionan como “sedimentos semánticos temporales”, nacidos en el pasado, pero algunos de los cuales siguen actuando en el presente. Sin embargo, puesto que cada uno tiene su propia temporalidad, la historia no se desarrolla en un tiempo único, natural y cronológico, sino en una pluralidad de tiempos que llamamos históricos porque están definidos por sus propios significados y cambios. Estas temporalidades coexisten, son simultáneas y no pueden separarse empíricamente, lo que permite superar la dicotomía diacrónico-sincrónico. En consecuencia, el cambio en la historia no afecta a todos los sedimentos de una estructura en un momento dado, ni se produce en un solo acto. Puede abarcar varios cambios parciales de intensidad variable, así como situaciones más estables. En este caso, no son las categorías de ruptura y continuidad las que pueden ayudarnos.

Stalin: “No podemos tirar la historia por la borda”

Es notable que en varias ocasiones Koselleck haya utilizado la historia conceptual para analizar su propia contemporaneidad. En una fecha muy significativa (2001), descartó de plano el fin de la historia: “Y pase lo que pase con el Estado en el siglo XXI o lo que ocupe su lugar…”. Como en épocas anteriores, mantiene la posibilidad de identificar tanto la novedad como la invariabilidad. En el que desgraciadamente iba a ser su último texto, su posición es clara y definitiva:

La naturaleza histórica del ser humano o la antropología histórica, para formularlo en términos epistemológicos, se asienta entre estos dos polos de nuestra experiencia mental: repetibilidad constante e innovación permanente. La pregunta que se impone con ello es: ¿de qué manera cabe analizar y presentar en estratos (abschichtig) las diferentes proporciones en que se mezclan ambos polos?

El estudio del presente ruso no escapa a esta cuestión. Pongamos un ejemplo. Desde hace un cuarto de siglo, florecen en Rusia monumentos a la gloria de su primer zar, Iván IV el Terrible, que permaneció en el trono 51 años y consiguió que cualquier criterio de valoración de su política resultara elusivo, aplicando una estrategia que deliberadamente hacía indeterminada la diferencia entre lo falso y lo verdadero en todos los órdenes, incluyendo el jurídico. Iván llevó a cabo importantes reformas en el gobierno, conquistó territorios vecinos, se rodeó de un auténtico ejército personal que sembró el terror entre la población, ejecutó a un gran número de nobles y boyardos… Bajo su reinado, la superficie del Ducado de Moscú se ensanchó hasta llegar a ser mayor que la del resto de Europa. Iván fue el zar que sentó los principios de la autocracia, algunos de los cuales resultaron duraderos.

La admiración de Stalin por ese primer zar y sus métodos es bien conocida. Merece la pena recordar el diálogo que mantuvo con el famoso director de cine Sergei Eisenstein. El Partido había encargado a Eisenstein una película sobre Iván el Terrible. Pero la primera versión examinada por el Politburó no gustó a Stalin. El 26 de febrero de 1947, en compañía de Molotov y Zhdanov, el siniestro responsable de la Cultura, recibió a Eisenstein y Cherkassov, el actor que interpretó el papel de Iván. Stalin les criticó por presentar a la opríchnina —el ejército personal del zar responsable de la tortura, el terror y la matanza masiva de la población— “como si fuera el Ku Klux Klan […], caníbales”, mientras que había sido, según el jefe del Kremlin, “un ejército progresista”, y continuó con estas palabras:

Vuestro zar ha resultado ser indeciso, como Hamlet. Todo el mundo le dice lo que tiene que hacer, pero él mismo no toma decisiones… El zar Iván fue un gobernante grande y sabio, y si lo comparan con Luis XI —¿han leído sobre Luis XI, el hombre que preparó el absolutismo para Luis XIV?—, entonces Iván el Terrible comparado con Luis está mucho más alto. La sabiduría de Iván el Terrible consistía en atenerse a un punto de vista nacional y no dejar entrar a extranjeros en el país, protegiéndolo de la penetración de la influencia extranjera […] Iván el Terrible era muy cruel. Pueden mostrar que era cruel, pero hay que demostrar por qué es necesario ser cruel.

Tras insistir en el “punto de vista nacional”, Stalin criticó a Pedro el Grande  —“demasiado liberal con los extranjeros, abrió demasiado las puertas”—, subrayó la importancia de “reencarnar” a Iván (en el film) y mostró su entusiasmo por una secuencia protagonizada por un candidato a zar:

Muy bueno […]. Es muy bueno cazando moscas […] un futuro zar, ¡pero caza moscas con sus manos! Estos detalles deben mostrarse. Revelan la esencia de una persona.

Finalmente, yendo al grano, Stalin recordó el reproche que había hecho al escritor Demian Bednyi: “él ha olvidado la relación con sus antepasados. Debemos preservar el vínculo con nuestros antepasados, no podemos o no queremos [la expresión rusa admite ambas lecturas] tirar la historia por la borda”.

Stalin se refería así a lo que Koselleck ha denominado los sedimentos semánticos del pasado y su papel en el presente.

Hoy, la Iglesia ortodoxa y las altas esferas del poder político asociadas a ella, a comenzar por Putin, descalifican públicamente el trabajo de los historiadores, relativizan y justifican las masacres colectivas ordenadas por Iván el Terrible y, yendo más lejos que Stalin, ponen en duda su crueldad personal. Como en otros países, los poderes civil y eclesiástico se encargan de construir la memoria nacional, haciendo caso omiso de los conocimientos científicos acumulados y practicando un negacionismo que se refleja en los hechos, como acaba de experimentar el historiador Yuri Dmitriev condenado a 14 años de campo por sus trabajos sobre el terror de masas bajo Stalin y la ONG Memorial.

Hacia una genealogía del presente

Desde hace algunos años asistimos a un cambio en el tipo de gubernamentalidad, difícil de comprender sin su densidad histórica. Esto concierne al llamado Estado ruso contemporáneo y su política. Me parece esencial identificar las corrientes subterráneas formadas por el desplazamiento de los sedimentos semánticos para mantener unidos los dos polos de los que habla Koselleck: “repetibilidad constante e innovación permanente”. Se trata de deconstruir una parte de la genealogía del presente.