Hace ya más de dos semanas que el pueblo brasileño logró interrumpir en las urnas un período nefasto en la política nacional: cuatro años de desgobierno de Bolsonaro, seis (desde el impeachment de Dilma Rousseff) de regresión no sólo en el Estado de derecho democrático, sino también en principios básicos de civilidad. Y lo mejor: el pueblo brasileño logró interrumpir ese proceso reeligiendo a Luis Inácio Lula da Silva, víctima directa de la ruptura institucional con la que se inició ese período, y restableciendo la posibilidad de regreso a la justicia y la democracia. Con ello, Lula se convierte en el único presidente brasileño a elegirse tres veces por el voto popular y posiblemente en una de las figuras más importantes de la historia de Brasil. No sorprende, así, que sea un inmenso alivio para el pueblo brasileño y —como se ha notado esta semana en la COP27— para la comunidad internacional que el próximo 1 de enero, día de la toma de posesión del gobierno elegido, termine uno de los peores capítulos de la vida nacional brasileña: el simple hecho de tener un gobernante de verdad tranquiliza también incluso a muchos no-lulistas. Y Lula es más que un gobernante de verdad: regresar a la vida nacional eligiéndose presidente a los 77 años después de haber estado 580 días preso por procesos que, como se comprobó, carecían de cualquier fundamento jurídico no es algo común para cualquier persona.

De hecho, a estas alturas ya habrá quedado claro incluso a la prensa internacional —que, por lo menos desde 2013, repetía acríticamente las portadas poco imparciales de la gran prensa brasileña— que tanto el golpe parlamentario en contra de Dilma Rousseff en el 2016 como la prisión de Lula en el 2018, en el marco de la llamada operación Lava Jato, fueron resultado de aberraciones jurídicas, asociadas al “antipetismo” ampliamente difundido por los medios, debidamente insuflados por el capital, como campaña anticorrupción. Y le habrá quedado claro también que fueron esas ilegitimidades las que abrieron paso a la elección en el 2018 de Jair Bolsonaro: además de exmilitar expulsado del ejército, un parlamentario incompetente y corrupto que, en casi 30 años en el Congreso, nunca tuvo papel relevante y siempre mostró abiertamente su espíritu antidemocrático y su poco aprecio por la legalidad vigente. Ya antes de su elección Bolsonaro había dejado claros su admiración por la dictadura, su defensa de la violencia policial y de la tortura, su racismo y su sexismo;  como presidente, tuvo su mandato marcado por la destrucción del medio ambiente, por el desmonte de derechos sociales, políticos y civiles, por sus mezquinas y cotidianas violaciones de la ley, por escándalos internos y ridículos internacionales, por no olvidar la brutal y genocida irresponsabilidad frente a la pandemia de COVID-19 que mató casi 700 mil personas en Brasil. Frente a esto, sólo podemos alegrarnos de que —según una evaluación hecha con base en su agenda— Bolsonaro haya trabajado en sus años de gobierno menos que un practicante de oficina: por lo máximo, se calcula, 4 horas al día, frecuentemente ocupadas con reuniones con partidarios y paseos en motocicleta. 

Pero dejemos de lado por ahora el gobierno de Bolsonaro, cuyas causas se tendrán que investigar con mayor detenimiento para evitar que algo semejante vuelva a repetirse. Éstas seguramente incluirán, además de los intereses del “mercado” y del “antipetismo” de las clases medias y su derechización, aspectos tanto exógenos (como el crecimiento de la extrema-derecha en el mundo y el apoyo de ésta a la derecha brasileña) como endógenos (como el conservadurismo de parte de la sociedad brasileña —tanto el atávico, originario de las raíces antidemocráticas, esclavistas y desiguales del país, como el renovado hoy, por ejemplo, con el fundamentalismo evangélico— y la falta del enjuiciamiento penal y castigo a los culpables por la dictadura militar de 1964-1985). Lo más importante en este momento es percibir que el alivio que la elección de Lula nos trae no puede dar lugar a la tranquilidad, sino que no nos debe dejar bajar la guardia: éste será un gobierno difícil —seguramente mucho más difícil que todos los anteriores de Lula y del PT—. 

Lula. Foto tomada de las redes del político.

En primer lugar, este será un gobierno difícil porque de Lula, cuyo índice de aprobación al salir de su segundo mandato era de más de 80%, se espera mucho por parte de sus electores y de la mayor parte de la comunidad internacional. Además de recuperar las bases del Estado democrático de derecho, habrá que, en primer lugar, deshacer todos los retrocesos impuestos por Bolsonaro —partiendo para ello de una situación económica y política peor que la del 2003 (inicio de su primer gobierno)—. Se planea un “revocazo”, una cancelación de centenas de medidas regresivas (si no es que absurdas) del desgobierno que termina: medidas como la liberación de la posesión y portación de armas, el incentivo a tratamientos médicos dudosos para el COVID-19, las autorizaciones de uso de agrotóxicos prohibidos, el incentivo a las quemas de la Amazonia, la creación de escuelas infantiles militarizadas y el sigilo de 100 años que Bolsonaro impuso sobre varias de sus acciones, entre otras. Esta no será una tarea fácil.

Además, este será un gobierno difícil también porque se tratará de un gobierno de coalición, y de una coalición amplia que exigirá compromisos que seguramente generarán tensiones. La candidatura de Lula logró aglutinar, frente al enemigo común del bolsonarismo, el apoyo no sólo de aliados más o menos constantes del PT en la izquierda (PSOL, PCdoB, PSB, además de otros que le ofrecen a Lula por lo menos un apoyo “crítico”) y de exaliados que se han aproximado al menos parcialmente otra vez (Rede y, por fin, también el PDT), como también, a través de la figura del vicepresidente electo, Geraldo Alckmin, por primera vez de parte de sus adversarios históricos, vinculados a la centro-derecha liberal del PSDB; el PSDB, partido ahora debilitado que alguna vez se dijo socialdemócrata, fue el principal opositor del PT en todas las elecciones presidenciales desde el 1994 (con la excepción del 2018) y era el partido de Alckmin  (ahora en el PSB) hasta hace muy poco. Por ello mismo, Lula ya comienza a sentir las presiones: de un lado, por parte otra vez del “mercado”, representado por la mayoría de los medios de comunicación, que empieza a presionar el gobierno elegido en nombre de la “responsabilidad fiscal” (con editoriales que ya inician con “Lula parece no haber entendido …”) y el mantenimiento (y tal vez ampliación) de las reformas liberales de los últimos años (por ejemplo, en los derechos laborales); de otro, del propio PT y de los partidos de (centro-) izquierda que constituyen su principal base de apoyo y que tienen, como él, como prioridad la urgente recuperación de los programas sociales contra el hambre y el desmonte de políticas públicas de salud, educación, cultura, y otros. El hecho de que Lula se haya elegido por un margen muy estrecho de votos (50,9% a 49,1%) y no cuente con mayoría en el Legislativo le obligará a apoyarse otra vez en grupos parlamentarios que no poseen una ideología definida, como el centro “fisiológico” (i.e., sin convicciones sólidas y cuya única aspiración es su propia preservación), representado sobre todo por el MDB, así como a depender de la posible presión de los movimientos sociales para poder realizar un programa de izquierda.    

Pero este será un gobierno difícil también por la persistencia del espíritu antidemocrático que caracteriza al bolsonarismo en la sociedad brasileña, por lo menos en los próximos años.  El estrecho margen con el que Lula se acaba de elegir muestra que hay suficientes brasileños que, a pesar de (o incluso por) todo lo que Bolsonaro (no) hizo en los últimos cuatro años, estaban dispuestos a mantenerlo en la presidencia por otros cuatro. Ya antes de que se terminara la votación, sus seguidores ponían en duda la seguridad —ampliamente comprobada— de las urnas electrónicas utilizadas en Brasil y amenazaban con no aceptar su resultado —si éstos no les fueran favorables, claro—. E inmediatamente después ya organizaban —alimentados por empresarios y con apoyo claro de parte de la policía— protestas con cierre de carreteras y patéticas manifestaciones frente a cuarteles del Ejército, exigiendo una “intervención militar”. Bolsonaro mismo esperó casi dos días enteros (de las 72 horas que tenía para aceptar el resultado de la votación) antes de reconocer su derrota, y no lo hizo explícitamente —según muchas interpretaciones, con la esperanza de que las protestas crecieran y se pudiera organizar algo así como un golpe—. El riesgo existe de que esas protestas —o algún otro tipo de reacción similar a la de los partidarios de Donald Trump en el 6 de enero del 2020— regresen el próximo 1 de enero. 

Además, aunque las protestas no regresen, el ideario conservador —diríamos, protofascista— por detrás de ese espíritu antidemocrático se ha normalizado. Es verdad que la mayoría de los que votaron por Bolsonaro no tiene la convicción ni el entusiasmo de los fanáticos que piden intervención militar ni participa en este tipo de manifestaciones callejeras; pero el hecho de que hayan estado dispuestos a repetir la dosis es significativo. Es verdad que Bolsonaro es un ejemplo clásico de político “fisiológico” y que sus preocupaciones post-electorales no van mucho más allá del miedo a ser ahora juzgado culpable y condenado (con su familia) por los crímenes cometidos en su desgobierno; su conservadurismo no tiene ninguna cohesión ideológica. Pero, aún así, sus actos y comentarios violentos, racistas, misóginos y antidemocráticos en todos los sentidos han abierto la caja de Pandora de toda especie de prejuicios que las parcelas más conservadoras de la sociedad brasileña apenas aprendían a, si no superar, por lo menos a reprimir públicamente. No será tan fácil restablecer lo que se había conquistado (y que era todavía muy poco) en términos de respeto a los derechos fundamentales, a la igualdad de todos y a las diferencias, ya sean éstas de género, de origen étnico-racial, religión, cultura, orientación sexual, ideología política, o cualquier otra. Y ello sin contar el respeto al Estado de derecho y sus instituciones y a la democracia como un todo. Todo ello exigirá de las fuerzas progresistas mucho esfuerzo, atención y paciencia.   

De todos modos, tenemos motivos para el alivio. Por lo menos sabemos que el país empezará a caminar otra vez en el sentido correcto: el nuevo gobierno de Lula hará lo posible por recuperar todo lo que se pueda de lo que ya se había conquistado e impulsar el país hacia nuevos procesos de democratización en el sentido más amplio y social de la palabra, además de ampliar el papel de Brasil en la política exterior y la cooperación internacional. Seguramente hará todo lo que pueda para revertir la descomposición del país en los últimos años, y eso ya es mucho. Pero, frente a lo que vemos, nos debería quedar claro que nada de ello será posible a largo plazo si no nos mantenemos despiertos y si no se refuerzan los mecanismos que puedan impedir el regreso de la barbarie. Para ello, en primer lugar habrá que hacer el debido proceso legal a todos los que lo merezcan; un retroceso criminal como el causado por Bolsonaro —e indirectamente por todos aquellos que lo apoyaron implícita o explícitamente— no se perdona ni se olvida.