Hablar de justicia espacial es algo reciente. En el ámbito del urbanismo y de otras disciplinas espaciales, la discusión conceptual inició con las publicaciones de El derecho a la ciudad» (Le droit à la ville 1968) de Henri Lefebvre y de Urbanismo y desigualdad social (Social Justice and the City 1973; traducción al español en 1992) de David Harvey. Estas aportaciones desde la sociología y geografía marxistas fueron una primera apuesta por instrumentar categorías espaciales que resultaran útiles para estudiar los fenómenos sociales y urbanos de esa época. Años más tarde, en 1983, el geógrafo sudafricano Gordon Pirie publicó el artículo “On Spatial Justice” en la revista Environment and Planning A: Economy and Space, convirtiéndose en el primer texto que incluyó el término en su título.

En el artículo, Pirie abordó dos aspectos importantes del vínculo existente entre espacio y justicia. Por una parte criticó el uso del territorio —en su acepción de región administrativa— como único referente hasta el momento en los estudios sobre justicia social, argumentando la arbitrariedad con que están trazadas las divisiones políticas y la poca confiabilidad de las estadísticas a nivel territorial como parámetros para determinar la existencia o no de justicia, lo que se conoce como «falacia ecológica». Por otra parte, reconoció que una nueva conceptualización del espacio sería necesaria para el desarrollo de la justicia espacial como concepto (Pirie, 1983). Pirie abogó por la superación de la idea del espacio como contenedor y contexto físico, en su lugar, retomó las ideas que el geógrafo estadounidense Edward Soja tenía sobre el espacio y la relación recíproca que tiene con la sociedad.

La justicia espacial, como se conoce hoy, es en pocas palabras una conciencia espacial expandida en la búsqueda de la justicia social. Aquí el espacio funciona como categoría ontológica pero también como arena política desde la cual es posible luchar para reducir los niveles de injusticia (Dikeç, 2009). Soja, quien nació en Nueva York pero trabajó toda su vida en Los Ángeles, fue pionero en construcción de una teoría espacial de la justicia. Vio en los Watts Riots de 1965 y en los Justice Riots de 1992, ambos originados por violencia racista policial, ejemplos pragmáticos de una injusticia espacial basada en la segregación social de grupos afrodescendientes y latinos en guettos angelinos. En 1996 atestiguó la victoria legal sin precedentes de la clase trabajadora organizada contra el departamento de tránsito metropolitano de Los Ángeles —la demanda era un mejor diseño de las rutas de transporte público—, hecho que para él significó un avance en la conciencia espacial de los problemas urbanos. 

Al cambio de siglo, la justicia espacial era ya un marco referencial y operativo nutrido por las teorías de la justicia, las posibilidades del espacio, los movimientos sociales, —mayoritariamente urbanos— e incluso por los sistemas de información geográfica cada vez más precisos desde el nacimiento de la internet. Diferentes universidades en los Estados Unidos como la de Los Ángeles y la de Pensilvania ya incorporaban en sus programas de estudio competencias multidisciplinares, incluían contenidos de otras ciencias sociales como la sociología y permitían que estudiantes y profesores colaboraran con las organizaciones sociales de base fuera de las aulas (Soja, 2010).

El trabajo de Soja fue fundamental para definir el énfasis de la justicia espacial en dos aspectos principales. Primero, en las configuraciones socioespaciales que permiten la distribución de los bienes socialmente producidos en un contexto específico; y segundo, en las oportunidades de acceder o no a los mecanismos —sociales, políticos, económicos— para la producción y reproducción de dichas configuraciones (Salamanca y Astudillo, 2018). En ambos aspectos las personas tienen roles activos en la construcción de su propia justicia espacial y para ello hacen uso de capacidades personales y colectivas. La propuesta ampliada de Martha Nussbaum en su texto Women and Human Development es útil para entender el enfoque de las capacidades en la persecución de la justicia. Para la filósofa estadounidense existe un umbral de capacidades por debajo del cual las personas no viven con la dignidad humana mínima, lo cual representa una injusticia grave. Es a partir de este umbral, que se desarrolla una serie de principios políticos básicos que, si bien no son sinónimos de justicia por sí mismos, son un punto de partida para la acción constitucional (Nussbaum, 2000).

Transcurridos los primeros veinte años del nuevo milenio, ¿cuáles son los retos de la justicia espacial? La respuesta no está completa sin coordenadas. México, en América Latina, es un país profundamente desigual, culturalmente diverso y en el ámbito económico puede afirmarse que aún transita por un neoliberalismo tardío. La región sureste del país, que incluye a los estados de Tabasco, Chiapas, Campeche, Quintana Roo y Yucatán, atraviesa momentos cruciales a partir de la construcción de grandes infraestructuras de movilidad de personas y mercancías —el Tren Transístmico y el Tren Maya— así como proyectos de energías renovables cuyas gestiones han revelado, una vez más, el distanciamiento entre gobiernos y sociedades.

Si bien los contextos descritos previamente no son exactamente iguales para todas las regiones de América Latina, es posible identificar situaciones similares desde la Patagonia chilena al sur hasta «el ecuador político», como lo llamó el arquitecto guatemalteco Teddy Cruz, en la ciudad fronteriza de Tijuana al norte de México. De acuerdo con las geógrafas Julieta Barada y Alice Beuf y el antropólogo Carlos Salamanca, la justicia espacial retoma y recrea tres principios fundantes del continente: la alteridad, la naturaleza y el gobierno (Barada, Beuf y Salamanca, 2019). 

La alteridad, primer principio, corresponde a la figura presente desde el momento de la invasión de América y que es constituyente de la complejidad de identidades que se construyen y reconstruyen en todo continente. De acuerdo con esto, la justicia espacial debe vincular aquellas prácticas espaciales de los pueblos originarios —en el caso de la península de Yucatán están la milpa, los caminos a través de la selva y las vaquerías, entre otras tantas— y abordar los conflictos que existen entre éstas y los núcleos urbanos, enclaves turísticos y corredores industriales. La naturaleza, segundo principio, con sus múltiples significaciones y misterios, asediada, reducida y explotada, es parte integral del discurso sensible y cognoscible que se ha pensado, hablado y escrito sobre el mundo, por lo que su concepto y presencia nos envuelven permanentemente. El historiador maya José Koyoc apuesta por una reapropiación del paisaje como un bien común, un paisaje “no solo habitado por lo natural y lo humano, sino también por una geografía sagrada” (Revista Común, 8 febrero 2021). Como él, muchos autores y autoras se han manifestado contra la amenaza extractivista que pone en peligro la continuidad de selvas, bosques, ríos, lagos, montañas y cenotes de todo el continente. La propuesta de Koyoc es un ejercicio para recuperar y generar nuevas relaciones con la naturaleza que sean radicalmente opuestas a las dictadas por el sistema económico.

Las áreas naturales protegidas —relacionadas a menudo con el “turismo ecológico”— son también una discusión pendiente sobre la forma en que las sociedades, pero especialmente los gobiernos nacionales, se relacionan con la naturaleza y disponen de sus recursos para alcanzar sus objetivos. En nombre de la protección a la naturaleza, los gobiernos han protagonizado acciones de encapsulamiento de poblaciones al declarar áreas protegidas grandes extensiones de selva con las que pueblos originarios mantienen una relación indisoluble y poco comprendida desde el exterior. Tal es el caso de los parques nacionales del Cañón del Sumidero en Chiapas y de Dzibilchaltún en Yucatán o la Reserva Ecológica de Cuxtal al sur de Mérida, también en Yucatán.

El tercer principio, el gobierno, puede analizarse en diferentes manifestaciones por lo que es útil acotar el enfoque en las políticas públicas territoriales. Estos instrumentos son acuerdos jerarquizados, pues según el politólogo Joan Subirats, no existe tal cosa como el interés general, de modo que el conflicto es un factor intrínseco cuando se habla de políticas públicas. El impacto geográfico de estos acuerdos suele estar relacionado con el desarrollo de las ciudades, la forma en que éstas adquieren la tierra necesaria para su crecimiento, la estructura urbana hacia el interior de sus límites y la dotación de equipamientos y servicios urbanos básicos para la población.

Ejemplos paradigmáticos de la relación entre gobierno y justicia son las reformas agrarias. En el contexto nacional, la reforma agraria fue impulsada por un deseo de reparación histórica y reivindicación del campesinado mexicano. Sin embargo, la modificación al artículo 27 constitucional —sobre la propiedad de la tierra— de 1992 permitió la incorporación de tierras ejidales al mercado de suelo urbano y puso en crisis la figura del ejido y con ello, a todo el discurso alrededor de la reforma. El crecimiento de las ciudades mexicanas y la reforma agraria son dos temas irremediablemente vinculados, acompañados de acciones de despojo territorial y negocios inmobiliarios. Por mencionar otro ejemplo está el caso de la reforma agraria en Brasil. En ese país sudamericano, la reforma agraria y su espacio legal, el assentamento, sustituyeron las prácticas espaciales locales y en su lugar introdujeron figuras como el crédito rural, la maquinaria industrial y la burocracia, además de propiciar un reparto desigual del espacio rural disponible —las explotaciones agrícolas más extensas pertenecen al 1% de los propietarios pero ocupan más del 40% de las tierras cultivables (Barbay, 2013)— y la colonización del Amazonas.

Estos apuntes a los que hace referencia el título del artículo cumplen un doble propósito. Primero, presentan el concepto de justicia espacial, lo definen y abordan sus aspectos más importantes. Segundo, dan a conocer algunos de los problemas contemporáneos que pueden ser abordados desde la justicia espacial a partir de los tres principios propuestos por Barada, Beuf y Salamanca. Siguiendo estos principios es posible reconocer los vínculos que hacen que las injusticias en América Latina sean estructurales, no sólo las relativas a los espacios —social, urbano y natural— sino a todos los aspectos de la vida humana. La necesidad de una justicia espacial situada para la región muestra que ahí donde existe una mayor desigualdad, ahí es donde se pueden repensar las relaciones entre justicia y espacio, partiendo de un piso propio y compartido en el que la naturaleza, el buen gobierno y el reconocimiento sean las pautas del camino a seguir.


Referencias

Barbay, C. (2013). La justice spatiale au cœur de la réforme agraire brésilienne? en Justice spatiale et politiques territoriales, Nanterre: Presses Universitaires de Paris Ouest, pp.141–152. 

Dikeç, M. (2009). Justice and Spatial Imagination en Marcuse, R. Searching for the just city: debates and practices theory and practice. Oxford: Routledge, pp. 72–88.

Harvey, D. (2009). S.ocial Justice and the City. Georgia: The University of Georgia Press.

Koyoc, J. (8 febrero 2021) Del paisaje como bien común. Revista Común.

Lefrebvre, H. (2013). La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing Libros.

Nussbaum, M. (2000) Women and Human Development. The Capabilities Approach. Cambridge: Cambridge University Press.

Pirie, G. On Spatial Justice. Environment and Planning A 15 (1983): 465–473.

Salamanca, C., y Astudillo, F. (2018). Justicia ambiental, metodologías participativas y extractivismo en Latinoamérica. jssj, núm. 12.

Salamanca, C., Barada, J. y Beuf, A. (2019). (In)justicias espaciales y realidades latinoamericanas. Cuadernos de Geografía: Revista Colombia de Geografía 28, núm. 2: 209–224.

Soja, E. (2010). Seeking Spatial Justice. Minneapolis: University of Minnesota Press.