María Amparo Dávila Reboledo falleció antier, en la Ciudad de México, durante una cálida mañana de sábado. Fue, sin duda, una de las escritoras fantásticas latinoamericanas más importantes del siglo XX. Nacida en 1928, en Pinos, Zacatecas, acababa de cumplir noventa y dos años el pasado mes de febrero y recibiría el que fue su último reconocimiento: el Premio Jorge Ibargüengoitia de Literatura, que otorga la Universidad de Guanajuato. Una prueba más de que en las últimas décadas, y de manera paulatina, la crítica literaria y el mundo editorial comenzaron a pagar una enorme deuda que mantenían con su obra. A pesar de ser una autora galardonada con varios reconocimientos y distinguida en decenas de homenajes, su narrativa tuvo que librar una batalla casi extenuante para salir del círculo de culto de unos cuantos lectores y traspasarlo para convertirse en una escritora de cabecera dentro del género.

Hubo varios elementos que contribuyeron a este parcial relegamiento de su obra dentro una tradición que de suyo le pertenecía: el género fantástico. Para empezar, ser mujer y escribir literatura fantástica, por allá de los años cincuenta en México, no era una tarea fácil. Y mucho menos si se piensa en la condición transgresora de su propia narrativa. Los temas que abundan en los relatos de Dávila exhiben, mayoritariamente, el papel relegado de la mujer dentro de una sociedad conservadora, de tintes machistas que la excluyen de cualquier posibilidad de decisión y acción. Siempre está cruzando las fronteras de lo posible y lo imposible, pero también de lo “correcto” o de lo “incorrecto”, de lo socialmente aceptado o no. Su relato quizá más conocido, “El huésped” (Tiempo destrozado, 1959), gira en torno a estos elementos que segregan, particularmente, a la protagonista de cualquier poder de decisión sobre la llegada de un ser atroz a su hogar, impuesto por su marido, que perturba por completo su estabilidad emocional y la amenaza tanto a ella como a su hijo. En este mismo tenor, Dávila escribirá el cuento “El último verano” (perteneciente a su libro Árboles petrificados de 1977) un relato poco conocido que es, de muchas maneras, un punto cumbre de las constantes obsesiones de la autora sobre estos temas. Lo reseño, brevemente, pues representa un claro ejemplo de la densidad brutalmente emocional de su literatura. 

La protagonista, una mujer de provincia de 45 años, esposa tradicional y madre de seis hijos, abatida por la amargura de la juventud que se ha esfumado e inmensamente triste por una vida en la que no ha sido feliz, se entera con horror que el motivo de su constante cansancio, desgano y depresión no es la posible llegada de la menopausia –palabra tabú que se insinúa en el texto, pero que jamás se menciona explícitamente, porque de esas cosas femeninas “no se debe hablar”–, sino un embarazo, evidentemente no deseado. 

La narración está sujeta a la contemplación del pasado atrapado, indefinidamente, en una foto que marca un antes y un después del matrimonio, el cruce de una frontera temporal que no tiene retorno: “Nadie pensaría que esa que estaba mirándola detrás del vidrio del portarretratos había sido ella, cuando estaba tan llena de ilusiones y de proyectos, en cambio, ahora…” (Dávila, 2009, p. 205). Esta sensación de abatimiento será una constante que expresa la enorme insatisfacción con respecto a una vida doméstica, estandarizada culturalmente, en la que Dávila expone con crudeza la infelicidad de muchas mujeres latinoamericanas que, más que disfrutarla, la padecían. De allí en adelante, el relato desencadena una serie de sucesos que de manera unívoca nos llevan a una conclusión determinante: la protagonista no desea este nuevo embarazo y esto tendrá consecuencias severas para ella. 

Sin duda, en nuestros tiempos en los que se han conquistado libertades fundamentales con respecto al derecho de las mujeres a decidir sobre nuestro cuerpo, este tema del no deseo de la maternidad, o el aborto sesgado, son motivos más recurrentes y aceptados en nuestras literaturas contemporáneas, pero ese no era el caso del México de 1977 en el que Dávila publicaba este cuento, ni en el resto de América Latina. La escritora zacatecana no sólo estaba hablando de escenarios fantásticos y terroríficos, sino que hizo un “uso” casi clandestino de estos géneros de infracción realista para transitar el difícil camino de la transgresión de las convenciones sociales, en una realidad cotidiana que se encargaba de extinguir el deseo femenino. Así de inmensa fue su labor, así de discreta fue su manera de operar narrativamente. 

Llegué a su obra, hace algunos años, gracias a la brillante lectura que de ella hizo una de mis colegas de origen japonés. De inmediato se produjo el “escándalo” emocional que sólo ciertos autores nos provocan en la vida. Frente a mí estaba una mujer que escribía en clave fantástica, pero generando las escenas más terroríficas de la cotidianidad a las que había tenido acceso, desde entonces, en la tradición mexicana. Desde allí se desplegó un universo colectivo compartido con compañeros y compañeras que nos dedicamos a leerla, a conocerla más y a difundir su literatura. Organizamos coloquios sobre su obra, participamos en homenajes, escribimos artículos, e impartimos cursos sobre su narrativa. Pero esto no fue lo más significativo: la llevamos a nuestras aulas, con nuestras alumnas y alumnos que también quedaron maravillados frente a ese universo único e irrepetible de su literatura que, hasta entonces, les era también desconocido. Creo que ese fue nuestro mayor homenaje. 

No me satisfacen las expresiones que la reivindican hoy, a raíz de su muerte, como una “reina” del relato fantástico, pues Amparo Dávila no ostentó esa categoría de élite hasta que llegó, bastante tarde pero muy a tiempo para ella, el reconocimiento de su espléndida obra. Por eso prefiero llamarla “maestra de maestras”, por todo lo que nos ha enseñado a quienes trabajamos el género fantástico, por todo los que les enseñó a sus lectores y por lo que sin duda su literatura continuará dándonos. 

Buen viaje, entonces, querida maestra Amparo.