El jueves tres de septiembre madres de víctimas y colectivas feministas tomaron las instalaciones de la CNDH, en la calle República de Cuba número 60, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Todo empezó con Marcela J. Alemán, madre de una niña violada en su colegio, quien decidió amarrarse a una silla en respuesta a la incompetencia de la CNDH. Polémica desde el principio, y en medio de una pandemia que no ha dejado de azotar al país, la toma ha tenido diversos problemas. La armonía entre los grupos involucrados —el colectivo Ni Una Menos y el Bloque Negro Feminista— duró poco. El pasado 14 de septiembre, en “La Antigrita” —evento de protesta convocado por las colectivas—, las frágiles costuras de un movimiento que parece sostenerse más en el grito que en la discusión política se hicieron evidentes. Yesenia Zamudio, dirigente del colectivo Ni Una Menos y madre de Marichuy —la estudiante del Instituto Politécnico Nacional que fue víctima de feminicidio en 2016—, rompió con las colectivas después del evento y se retiró de la toma de la Comisión. Muy pronto el debate sobre lo sucedido se trasladó a las redes sociales, a partir de un video de 48 minutos, grabado con el celular de Zamudio, que da cuenta de lo sucedido en “La Antigrita”. En los últimos 10 minutos aproximadamente, Yesenia Zamudio toma el micrófono. Se le ve rabiosa, igual que en ese video famoso que la colocó en la cima del movimiento cuando, llena de rabia, declaró que quería quemarlo todo: “La que quiera romper, ¡que rompa! La que quiera quemar, que queme, y la que no, ¡que no nos estorbe!”. Sin embargo, en el video de “La Antigrita” su rabia se canaliza hacia la prensa y hacia las mismas integrantes de las colectivas. El reclamo de Yesenia es legítimo, aunque sus palabras son muy duras. Después de este hecho, las redes sociales se dividieron entre las mujeres que apoyaban al Bloque Negro y las que decidían aliarse con Zamudio y las madres del colectivo Ni Una Menos. En realidad, éste no es un texto para tomar partido por un lado o el otro, sino para exponer los problemas que se pueden vislumbrar a partir de lo sucedido en la ex CNDH y hablar un poco de mi propia experiencia dentro de asambleas feministas.

Foto de Morgan Basham en Unsplash.
“La Antigrita” fue un evento lleno de gritos y vítores, insultos y consignas. El movimiento feminista se ha caracterizado por hacer mucho ruido, aparte de las pintas habituales. De los cuadros intervenidos mejor ni hablar, parece que no salimos del eterno dilema sobre unas cuantas pintas. Creo que es momento de abandonar la confrontación: entre si importan más los cuadros o los cuerpos, la respuesta es evidente, pero el nivel de discusión cíclica, muy pobre.
Yesenia Zamudio también gritó en el evento. Su intervención, más que un clamor de justicia —aunque éste sí está presente—, parece un regaño: primero a las feministas y luego a la prensa. Si el regaño es legítimo o no, creo que no es mi posición dirimir la discusión entre dos grupos específicos. Aunque pienso que es imperante atender algunos de sus reclamos. Por ejemplo, queda claro en su intervención que las madres de las víctimas, esas invencibles mujeres que rascan la tierra para encontrar a sus hijos, van siempre primero. Desde que vi el programa de “La Antigrita” me sorprendió encontrar que la intervención de las víctimas duraría 15 minutos y el stand up feminista 45. Ya sé que la comedia feminista también es política, yo también vi el show Hannah Gadsby, pero ¿en serio 15 minutos para las víctimas? Con gritos e insultos, la mamá de Marichuy les pide a las compañeras que guarden silencio cuando hablen las madres porque ellas son las importantes. En el video vemos cómo empieza a ordenar que quiten una carpa para que los compañeros de prensa —que antes habían sido mandados hacia atrás porque “los hombres no deben ocupar ningún lugar”— pasen de nuevo al frente para grabar las intervenciones. Además de esto, Yesenia Zamudio habla de una lucha nacional, no separatista e incluso no feminista, declaración que la llevó a romper con las colectivas. Fue así cómo —en medio de su primer acto público en la ahora Casa de Refugio Ni Una Menos— las siempre sororas compañeras se dividieron. “Los feminismos”, como cualquier movimiento, no tienen por qué ser unitarios, siempre hay discrepancias, el problema es dónde discutimos esas diferencias.
De lo ocurrido en la toma de la CNDH se pueden concluir varias cosas que algunas compañeras y yo hemos señalado desde hace varios meses. No voy a hablar sobre infiltradas y encapuchadas, creo que ese es tema para otro texto, pero sí sobre los problemas de organización política que hay dentro de las facciones más públicas. Queda claro que en “La Antigrita” se hizo un programa muy llamativo, pero no hubo una conversación previa que decidiera cosas tan elementales como dónde se ubicaría a la prensa, cuál debía ser el comunicado oficial —estoy segura de que las compañeras no habrían aprobado los insultos contra ellas—, y bueno, discusiones más de fondo como la postura de las ocupantes de la ex CNDH sobre el separatismo. Parece que en beneficio de la sororidad nos vamos saltando las controversias. No hay discusión política de fondo, esto es evidente cuando en medio de un evento se asoman las rupturas.
Hace más de un año asistí a mi última asamblea feminista —no la abandoné por desidia, me fui a vivir a otro país varios meses. Esa asamblea —primer intento organizativo de un grupo amplio de mujeres— no fue como ninguna de las asambleas en las que antes había participado. En primer lugar, porque el orden tradicional (información, balance, plan de acción) no existió: la asamblea se condujo primero a partir de la imposición de un sector de las mujeres convocantes, que pronto fue corregida, y después como un grupo de desahogo, absolutamente necesario, pero carente del balance político. Y la verdad es que sin discusión no será posible llegar a consensos; no es suficiente que todas seamos mujeres, que todas hayamos sufrido violencia, que todas inserte aquí cualquier cosa. Sin embargo, cuando se trató de dialogar con algunas compañeras sobre esta carencia en el movimiento, el cuestionamiento no fue bien recibido. Tildada con adjetivos que van de “dogmática” hasta “estalinista”, pasando por “defensora de las formas de hacer política del patriarcado”, la idea de incluir un formato tradicional de asamblea les parecía machista, violento e innecesario. El movimiento feminista fluye con los ánimos de las masas: no hablar fuerte ni discutir entre nosotras parece una consigna. No estoy diciendo que las colectivas no lo hagan, seguramente en los grupos pequeños existen esas pláticas en las que deciden las acciones que se llevarán a cabo, pero no así en las asambleas y claramente no en la toma de la ex CNDH. De esta falta de discusión política de fondo surgieron otros hechos, pienso en la marcha/pinta/incendio que fue convocada primero como un mitin en la Glorieta de Insurgentes el viernes 16 de agosto del 2019; o el famoso “Día sin Mujeres” o el Paro silencioso del pasado 9 de marzo, en el que se planteó simular nuestra propia desaparición para crear conciencia: una idea atroz por donde se le mire.
Este movimiento feminista parece avanzar e imponerse tras la consigna de la “hermandad entre mujeres”, pero en cuanto algo no cuadra, la expulsión, el deslinde e incluso el linchamiento público —ahora se acusa a Yesenia Zamudio de desvío de recursos— están a la orden del día. Medimos nuestro compromiso con la causa a partir del famoso feministómetro que, más que la congruencia, evalúa nuestra capacidad de guardar silencio y consentir con la mayoría, a pesar de nuestras diferencias. Por cierto, en algunos sectores feministas la discusión por la izquierda —es decir, marxista y con un componente de clase— está rebasada por querellas particulares enfocadas en la idea de la identidad individual y la legitimidad como víctima: derrocar al sistema no parece una prioridad, aunque griten “¡va a caer!” en todas las marchas. Bien dice Daniel Bernabé que “el gran invento de la diversidad es convertir nuestra individualidad en aparente lucha política, activismo social y movilización” (Bernabé, 2018, p. 19). No sorprenden, en este sentido, los últimos pliegos petitorios de la OKUPA en los que se pronuncian, por ejemplo, “en contra de la estigmatización del uso de marihuana por parte de mujeres”.
En México 11 mujeres son víctimas de feminicidio cada 24 horas y el número de mujeres desaparecidas va en aumento, y las compañeras jerarquizan la instalación de regaderas por encima de la resolución de las denuncias de feminicidio o desaparición forzada. Además, perviven las múltiples opresiones y desigualdades a las que el sistema patriarcal nos ha sometido históricamente. Este contexto atroz evidencia el carácter urgente de una lucha feminista, pero ésta no debe olvidar los otros componentes de la opresión; mucho menos dar por descontada la discusión política, pues sin ésta será imposible que se construya un movimiento feminista de izquierda. Hasta ahora lo que vemos son muchos escándalos en redes, divisiones internas, ruido, pintas en las calles y pliegos petitorios sin pies ni cabeza. Si bien el movimiento feminista ha avanzado, debemos recordar que no todo lo que camina va en la dirección correcta, ni todas las supuestas victorias deben celebrarse, aunque los cuadros se vean más bonitos pintados de rosa.