Todos estamos batallando con fantasmas en este largo año, que extiende cada segundo al límite de lo tolerable y resiste en terminarse por puro capricho. Un tiro de misericordia sería su mejor fin. Pero el guionista sádico que escribe esa historia quiere prolongar el dolor a niveles inimaginables, él parece que se alimenta de cada suspiro del cansancio de los eventos virtuales que nosotros, los privilegiados que mantuvimos la chamba (para abril de este año, el INEGI reportó que solo el 23.5% de la población ocupada pudo trabajar desde su casa), estamos convocados a participar, en una especie de película de la franquicia “Rápidos y furiosos” que no ve en el horizonte cercano su fin. Tormentosas actuaciones marcan ambas trayectorias, la de la vida “real” y la de la sufrible saga taquillera hollywoodense.  

Clases virtuales en Google Meet, conferencias por Zoom, cursos por YouTube, entrevistas en el Jitsi y mesas redondas por Facebook Live son sólo una muestra del aumento exponencial de las actividades académicas en línea. En días que la agenda de trabajo está algo más floja, voy saltando de evento en evento para escuchar y ver en una pulgada cuadrada en un rincón de la pantalla a gente que admiro y que si no fuera por esas novedades tecnológicas, cuyo uso fue catapultado por el Gran Confinamiento, difícilmente pudiera ver “en vivo”. Digo, “en vivo” claramente ahora tiene más que ver con “en tiempo real” que con “personalmente” (¿será que en algún momento pasaremos a usar la expresión “en tiempo virtual” para expresar lo inmediato de una acción?). Así, abriendo sucesivamente ventana tras ventana en navegadores y plataformas, he podido espiar a muchos de los escritores de ficción a los cuales soy adicta, de Paul Auster a Mónica Ojeda. Como si fuera poca la promiscuidad con la que pasaba de una charla a otra del campo de la literatura, he alucinado con la cantidad de pláticas de economistas a las cuales atendí virtualmente: a) lavo los trastes, simultáneamente escucho una conferencia de Joseph Stiglitz, b) preparo la comida, entre cebollas y ajos pongo atención a la voz pausada de Ha-Joon Chang hablando sobre el futuro del desarrollo en la economía mundial, y c) al tender la cama me toca estar acompañada en los audífonos por las reflexiones sobre las múltiples formas de medir la desigualdad de James Galbraith.

Quizás ese sea el lado positivo de la transposición hacia actividades en línea que el mundillo académico viene experimentando, el de poder tener a distancia de un clic a gente que uno admira intelectualmente y que difícilmente en condiciones normales de temperatura y presión estarían tan a la mano. No me aventuro a ser más tajante en señalar esta facilidad de acceso como benéfica y punto por una serie de sentimientos contradictorios que me genera esa misma falsa vecindad del “contacto sin contacto”. Siento que mi capacidad de concentración anda inversamente proporcional a la oferta de actividades académicas interesantes a las que asisto y a las que me gustaría asistir. Claro, obviamente me he pasado y sobre-entusiasmado no sólo con la oferta de foros virtuales en los que estar virtualmente presente, también he inaugurado prácticas para nada recomendables, como la que llamo la “doble-escucha” (que en realidad es una más de las múltiples formas de “no-escucha”). Explico, no antes sin aclarar que ya no lo hago más por bien de mi salud mental. Hay una reunión “X” por Zoom en la que tengo que estar, si realmente no era pieza central de la cosa, me conectaba a la sesión desde la computadora y, simultáneamente, desde el celular con un solo audífono puesto camuflado entre el pelo, escuchaba a la conferencia deseada. Absolutamente enloquecedor, qué bueno que eso ya es pasado.     

Moraleja de la historia: si quiero realmente concentrarme para leer o escribir, lo primero que debo hacer es patear el módem, en sentido figurado, claro, porque luego uno sufre mucho cuando la conexión del internet se va por algún motivo. Pero es básicamente eso, para que yo sienta que voy verdaderamente avanzando en una tarea que es relevante para mí, me es mucho más valioso pasar una tarde leyendo y sacando apuntes del último libro del Nobel de economía que escuchándolo por YouTube. Que me perdonen los millennials, pero uno es de la época de la sustitución de importaciones (ISI) y nada supera un buen control de lecturas hecho en la obsoleta técnica de la pluma/cuaderno. Para que no piensen que estoy tan oxidada, al menos he adherido al Kindle como fuente de lectura de algunos textos, pero hay otros contenidos, los más densos, que son imposibles de leer en una pantalla por más que la tecnología empleada sea de tinta electrónica y que no emita directamente luz. 

Ojo, recalco una vez más, no me estoy quejando cabalmente del uso de la tecnología para el seguimiento de las actividades académico-profesionales, hasta porque he mencionado que hay una serie de componentes ahí que me tienen fascinada, lo único que quiero dejar asentado es que no todo es un mar de rosas. Además de la capacidad de concentración por los pisos, otra de las contradicciones inherentes a la sobreoferta de los eventos universitarios en línea es la grave extensión de la jornada laboral que estamos viviendo. Por ejemplo, ya he tenido reuniones de trabajo los sábados, exámenes profesionales en la otra punta del hemisferio que por el huso horario me pusieron delante de la computadora en horarios raros, y asesorías de tesis que se arrastran noche adentro. Eso sin mencionar que los mensajes de WhatsApp son, por un lado, una preciosa herramienta de organización del trabajo en grupo y, por el otro, el mero boleto de vuelo sin escalas para la cuadratura más hirviente del infierno. Y no lo digo solo por mí, no. Más de un alumno ya se quejó que tiene pesadillas cuyo soundtrack es la música incidental de mi español mal hablado, cargado de retazos de portugués que se meten a cada frase de las notas de audio que constantemente cometen el crimen de rebasar la cortesía de un minuto de grabación.

Aparte de las desventuras virtuales de un año aparte, en esta temporada también hubo la posibilidad de escasos y valiosos reencuentros tête à tête (siempre respetando a la sana distancia). Entre ellos, atesoro una charla que he tenido con mi vecino Darren, un chamaquito de seis años que vive en la puerta al lado. Primero, antes permítanme decir que no me deja de sorprender cómo él ha crecido en los últimos tiempos, indicando que mientras yo estaba encerrada en un cubículo de trabajo en la UNAM, la vida aquí en mi unidad florecía. ¡Qué bueno que antes tarde que nunca recupero algo de contacto con mi vecindad! Bueno, en el día en cuestión, Darren me agarró en la puerta de mi departamento para ponerme al corriente de su vida. Entre quejarse de su hermana y de la libertad de circulación restringida, él me explicó con mínimos detalles el juego que lo entretiene horas diarias en el celular (hago memoria y no hay forma de que me acuerde el nombre del juego). Según lo que logré entender, el juego consiste en recoger unos pixelados pins que te van dando “poder” y la posibilidad de acumular personajes con los que luego tú puedes jugar desde su perspectiva. Él me informó que ya cuenta con 19 personajes, entre los cuales narró divertidísimo: “ese robot se llama Rico, pero no es rico de dinero, ni rico de sabor, sólo es Rico”. Le conté que en mi época los videojuegos consistían en una obsesiva saga de mover tu muñequito hacia la derecha y ya. Mi interlocutor se rió con sorna ante tanta aburrida antigüedad. Tan curioso que, incluso entre los pocos intercambios presenciales que he tenido, el tema de charla haya sido el entretenimiento en modo digital. Se asemeja a alguna especie de maldición, pero es sólo el 2020.