Una idea, no muy original pero que creo necesario recordar de forma recurrente, tiene que ver con el hecho de que la complejidad de la pandemia de COVID-19 impide que una sola rama del saber monopolice el discurso sobre su naturaleza y posible evolución. Es cierto que rara vez existen hechos en la historia puramente disciplinarios: hay una historia biológica y médica de la conquista de América, como hay una sociología que ayuda a explicar qué ocurre cuando los científicos manipulan gérmenes en un laboratorio. Un evento de las características que estamos viviendo supera, sin embargo, cualquier frontera disciplinar, se mire por donde se mire. Todo el saber humano y todas las formas de expresión espiritual se encuentran en este momento convocadas a contribuir desde su particular perspectiva del mundo a dotar de sentido, en su doble acepción de orientación y significado, a la experiencia que estamos viviendo.
Es cierto que este llamado reclama cierta jerarquía (sin duda, en disputa) en cuanto a la relevancia del momento. Por ejemplo, en los primeros compases de la pandemia, la urgencia puso en primer plano a epidemiólogos, sanitarios y estadísticos. Poco a poco, y a medida que la crisis económica asoma la cabeza y empezamos a atisbar sus efectos geopolíticos, la voz de economistas y politólogos va cobrando más fuerza. Filósofos y sociólogos adquirirán seguro la suficiente perspectiva para ofrecer una visión aún mas radical y general de los cambios que acontecerán en nuestra forma de vida. Todos estos discursos y otros han estado presentes desde el comienzo de la crisis. Pero, más allá de la formación de cada uno de nosotros —lo que nos predispone mejor hacia el ensayo, la poesía o la estadística— son las urgencias del momento las que sitúan a un saber u otro en primer plano.
Pero también resulta evidente que el interés hacia estos saberes por parte del común de los mortales se ha incrementado notablemente ante la angustia que genera el presente y el futuro inmediato. Acudimos a la ciencia y a la filosofía para que nos ofrezcan respuestas sobre el peligro que corremos y los males que nos deparará el futuro. Y la buena ciencia y la buena filosofía dicen que saben más bien poco y que lo más que pueden ofrecer son respuestas provisionales ante un evento que convoca tal cantidad de variables, que ha convertido en norma la incertidumbre. Pero la demanda existe. Y es aquí donde hace su aparición el género de la opiniología. Todólogos expertos en nada en concreto, más que en responder a esta demanda existencial provocada por la angustia, se apresuran a enunciar proyecciones incontroladas, ambiguas pero muy atentas al clima social y político del momento. No es extraño. El boom del género profético es algo recurrente en la historia de las grandes crisis civilizatorias. Eso sí. A la plaza y al templo, antiguos espacios propios de la arenga profética, los han sustituido platós televisivos, columnas de periódicos y cápsulas de Youtube: lugares saturados con las especulaciones precoces de fast thinkers cuyo olfato para generar bienes de salvación de dudosa calidad les genera, sin embargo, un alto rendimiento simbólico y, no pocas veces, magros ingresos materiales.
No es este el lugar para discutir cómo esas legítimas demandas de salvación, que la ciencia no puede satisfacer, al menos del todo, podrían quizás encontrar salida a través de prácticas sanas —utópicas me atrevería a decir—, que si no curan al menos permiten tomar conciencia de nuestros límites y finitud. De lo que me gustaría hablar hoy, sin embargo, es de un saber específico que aspira a ciertas ambiciones científicas. Hace unos días un compañero de esta revista se preguntaba por el silencio casi generalizado del gremio de historiadores ante la crisis y si en realidad teníamos algo importante que decir. Su inquietud me hizo pensar detenidamente sobre el asunto. Dejando de lado el espinoso asunto de por qué callamos —habría que explorar toda la escala de grises que transita desde la hipótesis de la honestidad intelectual hasta el complejo de inferioridad—, concluí que varios elementos característicos de nuestro oficio podrían ser relevantes. Y serlo, no tanto por una virtud epistemológica intrínseca sino por los efectos políticos que pudieran tener. Porque, efectivamente, estas posibles contribuciones de la historia apuntan hacia una serie de problemas que están ya sobre la mesa del debate público y seguramente, en no pocas ocasiones, estarán implicadas en la toma de decisiones políticas. Me limitaré a mostrarlas muy brevemente para discutir alguna de ellas en entregas posteriores.
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La conciencia histórica. La irrupción del acontecimiento COVID-19 ha alterado completamente nuestro régimen de historicidad. La conexión entre pasado, presente y futuro ha mutado sustancialmente, y con ello los ladrillos con los que elaboramos el relato histórico. La idea clave es que el campo de la experiencia pasada se ha estrechado en relación con el del horizonte de expectativas. Es como si todo lo que ayer resultaba relevante (piensen en los temas top de la agenda política a finales del año pasado) perteneciera hoy a un mundo muy viejo, como si entre 2019 y 2020 hubiera pasado una década. Este extrañamiento del pasado reciente tiene como correlato un vuelco vivencial hacia el horizonte de expectativas, que pasa a ocupar así prácticamente toda nuestra conciencia histórica. Estamos volcados hacia el futuro: la crisis económica y sus efectos, la vacuna por venir, la nueva normalidad, etc. Lo importante es que estas coyunturas de aceleración histórica se caracterizan por la elaboración de nuevos conceptos y discursos políticos que acaban dotando de sentido al proceso y articulando nuevas subjetividades. La tradición de la historia conceptual de Koselleck muestra en gran medida cómo ocurrió esto en los albores de la modernidad.
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La verdad histórica. Tiempo de profecías y tiempos de fake news. Hay que irse preparando: ningún gobierno aceptará la culpa por lo ocurrido, la incertidumbre introducirá el miedo como variable clave de nuestra percepción política, y la demanda de respuestas rápidas, sencillas y polarizadas a nuestra angustia existencial es probable que generen un ambiente más propicio para la profusión de mentiras y difamaciones. Este es un terreno delicado, donde lo histórico, el periodismo y lo legal pueden ir de la mano. Lo que les uniría es lo que el historiador italiano Carlo Ginzburg denominó como el paradigma indiciario. La idea clave es que existen un conjunto de saberes cuyo régimen de verdad no se sitúa en el campo de las ciencias galileanas (las que aspiran a establecer leyes universales a través de experimentos estandarizados), sin que eso suponga que pertenecen al ámbito de la literatura o la ficción. En estos saberes, entre los que por cierto se incluiría la medicina clínica, el objetivo a dilucidar es el caso y para ello con lo que se cuenta es con una serie de indicios que, tratados adecuadamente, constituyen la base de la prueba documental. Sobre esas pruebas, generamos un diagnóstico, un relato o un juicio de lo que probablemente ocurrió. Esto significa que, si podemos descartar escenarios y seleccionar aquellos más probables, nos encontramos ante un régimen de verdad (aunque no legaliforme) y por tanto ante la posibilidad de denunciar la mentira o el error (como, por ejemplo, los juicios basados en pruebas falsas). En tiempos de deep fake, poco se insistirá sobre la necesidad de retomar esta y otras tradiciones historiográficas que han sostenido de forma solvente las credenciales epistemológicas de la prueba.
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La comparación histórica. La analogía y los contrafácticos. Qué duda cabe que la analogía es una de las principales operaciones que se le demanda a un historiador: ¿en qué medida se parece la pandemia del COVID a la gripe española de 1918? ¿hasta qué punto la crisis económica que se avecina es comparable a la Gran Depresión de 1929? ¿Se asemejará más a la de 2008? Lo interesante del trabajo del historiador no está en todo caso en realizar un catálogo de semejanzas y diferencias, sino en intentar explicarlas. Para Durkheim la comparación era la manera que tenían las ciencias sociales de experimentar. Se trata en esencia de identificar las condiciones bajo las que ocurre un fenómeno y comparar con condiciones similares en las que no se presenta con el objetivo de aislar las variables relevantes. Discípulo de la escuela durkheimniana, el historiador Marc Bloch consagró gran parte de su obra a este asunto, ampliando nuestro conocimiento sobre la economía rural o los fundamentos míticos de la realeza. Max Weber, por su parte, defendió que el método del historiador es, explícita o implícitamente, un método comparativo. A la hora de explicar los determinantes de un fenómeno histórico, en realidad lo que hacemos es un experimento mental por el cual eliminamos una de las variables que consideramos relevantes y especulamos, siempre atados a los límites que imponen las fuentes, si ese fenómeno hubiera tenido lugar o no. Si hubiera tenido lugar de todas maneras, esa variable no es determinante. En el caso contrario, sí. Familiarizarse con este ejercicio, que adquiere grado de auténtica sofisticación en Weber y la escuela de sociología histórica, puede ser de gran utilidad para cuando toque hacer balance de las políticas públicas que se implementaron durante pandemia. La depuración de responsabilidades políticas no serán ajenas a este “que hubiera pasado si….”
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El tiempo histórico. Genuina contribución de la historia a las ciencias sociales, la fecunda propuesta de Fernand Braudel y la escuela de los Annales permite pensar los procesos históricos rompiendo con la concepción del sentido que común del tiempo histórico; es decir, concebido como una una magnitud que mide la progresión de los acontecimientos a través de una secuencia homogénea. La clave es el concepto de duración. El tiempo histórico permite medir la duración de determinadas dinámicas, que no siempre es la misma. Por eso, Braudel pensó tres tiempos: el tiempo corto del acontecimiento (que es el terreno en el que se suele mover las decisiones políticas), el tiempo medio de las coyunturas (como, por ejemplo, los ciclos económicos) y el tiempo largo de las estructuras (que remite, por ejemplo, a las largas duraciones de la geografía o de las grandes cosmovisiones). La cuestión es que esta temporalidad múltiple permite diferenciar ritmos diversos o duraciones dentro del mismo proceso histórico y, por tanto, identificar conexiones causales que para el sentido común pasarían desapercibidas. Tener en cuenta esta herramienta puede ser de gran utilidad a la hora de pensar estrategias políticas integrales encaminadas a encarar los efectos de la pandemia. Por otro lado, la duración constituye el elemento esencial a la hora de establecer etapas históricas. Más allá de un asunto específicamente historiográfico, la discusión política sobre la secuencia histórica y sus etapas tiene efectos prácticos, como hemos visto en México en relación con la 4T y la actualización que propone de la historia reciente del país. La pandemia constituirá en este sentido un parteaguas cronológico.
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La historia universal. Como toda ambición universalista, el concepto de historia universal ha sido objeto desde el último tercio del siglo XX de una crítica severa que ha puesto sobre la mesa los sesgos ocultos bajo la narrativa de un sujeto, sólo en apariencia, planetario. Sé que éste puede ser el punto más controvertido. Pero creo que hay motivos para pensar en la reedición de una suerte de biografía colectiva, alejada eso sí de la visión encantada que encarnaba la vieja historia universal. Cabría preguntarse qué acontecimiento de la historia reciente ha tenido un impacto tan relevante sobre tantas comunidades humanas de forma simultánea y ha permitido compartir de forma consciente un mismo foco de atención. En este sentido, se trata de una experiencia colectiva mucho más general que la II Guerra Mundial o la caída de la Unión Soviética. Además habría que añadir el hecho de que, a diferencia de la guerra, la pandemia polariza entre el virus (lo que no termina de estar vivo) y el soporte biológico que todos compartimos. En otras palabras, la lógica amigo-enemigo no funciona. Se trata de una amenaza universal que abre, precisamente por ello, la posibilidad de relatos compartidos a nivel planetario. No se trata con esto de ocultar el hecho de que la experiencia de la pandemia es heterogénea y diferencia entre regiones, generaciones y clases sociales. Se trata más bien de mostrar que la humanidad se enfrenta a un mismo problema, aunque las respuestas no sean las mismas. Y es que hay una traducción de todo esto en términos políticos. Pues esta conciencia de la experiencia compartida constituye un punto de anclaje frente a esas estrategias que, para salir de la crisis apuestan, bien por una huida hacia delante del neoliberalismo salvaje, bien por un soberanismo mal entendido que oculta bajo el brazo el aún más salvaje nacionalismo identitario. En otras palabras, una historia compartida, unas historias colectivas, que redunden en potenciar el internacionalismo y las políticas sociales. Al fin y al cabo, como decía El Roto, famoso caricaturista español: “las razas, las crean las crisis”.