El mundo de los realities de televisión es de extremos: por un lado, escenarios prefabricados, muestras de emoción sobreactuadas, juegos ritualizados y personajes que no se parecen a ti, a mí o a cualquiera que conozcamos; por el otro, el programa noruego que, durante 24 horas, contempla la configuración siempre cambiante de una fogata. En busca de la tercera vía entre lo dañino y lo inofensivo, en 2009 el Canal 4 británico hizo una serie que mostraba cirugías en directo. Al principio fue tachada de maniobra cínica en la guerra de audiencias; le presentaba a los telespectadores un novedoso espectáculo en el cual profesionales entrenados exhibían su destreza en tiempo real. Si las operaciones no hubieran sido de rutina, sin duda habría habido protestas. Sin embargo, todos los pacientes sobrevivirían y el aspecto educativo triunfó sobre el dramático.

El mes pasado, algunos canales de televisión turcos —en particular CNN Türk y atv— ofrecieron una variación de esta temática. Tras los enormes terremotos que sacudieron ese país el 6 de febrero, y mientras prestaban cierta atención al escándalo de corrupción que acompañó a la magnitud de la destrucción, siguieron 24/7 los esfuerzos de los equipos de rescate por sacar a los supervivientes de entre los escombros. En un momento dado, la pantalla se dividía para mostrar dos, tres o cuatro localizaciones —generalmente una de Adiyaman, Gaziantep, Kahramanmaras y Hatay— con reporteros desde el lugar de los hechos que informaban al estudio de los últimos acontecimientos y, cuando se centraban en una en particular, con los nombres y edades de las personas a las que intentaban llegar mostrados en la parte inferior. En algunos casos, el lugar era lo que parecía un montón de escombros, en otros, una estructura casi reconocible como lo que una vez fue un edificio cuyos ocho pisos se habían reducido a dos o tres.

Fue el reality más apasionante, edificante y conmovedor que jamás se haya visto. Pero no por la razón que se piensa. No se trataba simplemente de una cuestión de vida o muerte, ni de si la persona saldría viva en una camilla para que todo el mundo la viera y aplaudiera —aunque, sorprendentemente, en la mayoría de los casos eso es lo que ocurrió— o, si una vez fallecida, se le ocultaría tras pantallas improvisadas hechas de mantas y lonas. No. Fue convincente porque fue como una versión extrema del programa de cirugías en directo, con la diferencia de que aquí las habilidades profesionales que se exhibieron fueron las de conductores de grúas y excavadoras, bomberos, arquitectos, ingenieros, médicos, enfermeras, conductores de ambulancias, cámaras de televisión, rescatistas especializados de todo el mundo, traductores, diseñadores de equipos de detección de calor, perros rastreadores y mineros de carbón; y porque las vidas en juego no eran sólo las de las personas atrapadas, sino las de muchos de los rescatistas que escarbaban, cavaban túneles, pensaban, calculaban el camino a seguir hacia las estructuras, o antiguas estructuras, que podían derrumbarse y matarlos en cualquier momento.

Este peligro era el que hacía que las operaciones de rescate fueran tan minuciosas, hasta el punto de que, cuando se oía la voz de alguien desde el interior apenas unos metros adentro, se podían tardar entre tres y 30 horas en llegar hasta él, o hubo un caso que tomó cuatro operaciones distintas de excavación de túneles a partir de entradas diferentes.

La escena para los espectadores era siempre la misma, pero siempre única. Delante, alrededor o, en muchos casos, encima de una ruina o estructura en ruinas, había 40 o 50 hombres —casi siempre hombres— con cascos, grúas o excavadoras. Estas máquinas, con sus gigantescas cucharas dentadas, se utilizaban para retirar los escombros más blandos, a menudo de forma bastante despreocupada para el ojo inexperto, o cuando una estructura sobresalía del punto de entrada, dos de ellas —era todo lo que tenían— clavaban sus cucharas invertidas en la estructura para evitar que se cayera en las cabezas de los socorristas.

Los distintos equipos se identificaban por uniformes e insignias de diferentes colores, lo que no hacía sino aumentar la sensación de que se trataba a la vez de un ejercicio coordinado e improvisado de resolución de problemas, el problema en cuestión era cómo salvar una vida, la vida de alguien cuyos familiares estaban allí afuera, esperando. Mientras algunos aguardaban su turno para entrar o ayudar de otra forma, otros se reunían en pequeños grupos, discutiendo, debatiendo, informando, traduciendo, gesticulando, poniendo en común sus conocimientos. Dentro ocurría algo que el espectador nunca vería, y que requería el comentario del reportero sobre el terreno, o en el estudio, la explicación de un experto de pie junto a una pantalla blandiendo un gran bastón. Aquí está la entrada, aquí está el plano del edificio, aquí es donde creemos que está la persona o las personas, pero hay que notar que dos de ellas están a un lado de una pared de soporte, mientras que la otra está al otro lado. ¿Un muro de apoyo en un edificio que se ha derrumbado casi por completo? Al parecer sí.

De un modo u otro, todos estos rescates fueron operaciones de excavación de túneles, las ruinas más apretadas —montones de escombros en cuyo interior parecía que no había nadie vivo— fueron las más seguras para excavar. Esto es lo que, de alguna manera y a pesar de la inmensa colaboración, convirtió a los mineros en las estrellas del espectáculo, ya que, en algunos casos, en el exterior, sobre el terreno accidentado, se cortaban todas las longitudes y grosores imaginables de madera para hacer palancas, cuñas y puntales, que se ensamblarían en una obra de arte para salvar vidas de la que el espectador sólo vería el principio. Se registró un caso, en el cual, después de que un equipo surcoreano desistiera por motivos de seguridad, los mineros de la famosa región de Zonguldak, en el norte de Turquía, asumieron la tarea y tras 27 horas llegaron hasta un adolescente.

Un túnel terminado —los canales de televisión lo llamaban “el corredor de la vida”— no era el final de la historia. Una vez que se alcanzaba a una persona y era seguro para ella, el equipo médico entraba y administraba lo necesario para que los rescatados sobrevivieran al choque del movimiento repentino y la exposición a la luz y el frío. Podían pasar horas hasta que finalmente se les sacaba, ya que las personas quedaban atrapadas en espacios tan pequeños que, aunque los equipos médicos podían hacer su trabajo, era necesario hacer más para liberar todo el cuerpo de la persona. Por ello, el espectador pudo ir anticipando el momento de la liberación, a medida que la pantalla de televisión mostraba “otro milagro esperado”.

En primer lugar, una ambulancia con las luces encendidas retrocedía hasta una posición lo más cercana posible al lugar, entonces los trabajadores dejaban de hablar, raspaban el suelo delante de ellos hasta formar algo parecido a un camino y lentamente formaban una guardia de honor que se extendía desde la entrada hasta la ambulancia. Mientras lo hacían, una camilla de plástico naranja pasaba de mano en mano por encima de las cabezas de todos, y sabíamos que se acercaba el momento. Y cuando llegaba, cuando con el acompañamiento de la multitud que animaba, con los socorristas abrazándose unos a otros, un sonriente adolescente de espaldas era llevado en volandas hasta la ambulancia, o una mujer de 83 años tumbada de frente como había estado durante siete días, o un hombre de mediana edad que saludaba a todo el mundo después de sobrevivir recitándose a sí mismo el Corán, la sensación era siempre la misma. Aquí hay gente desconocida, gente que nunca conoceremos, gente como tú, pero no como tú, por la que has estado rezando estas últimas horas, y cuyo rescate, ahora, por fin, te hace llorar a moco tendido.

Turquía, 7 de febrero de 2023. Foto: Cruz Roja Española.

Charles Turner es profesor de Sociología en la Universidad de Warwick, Reino Unido.

Traducción revisada por Ariadna Acevedo-Rodrigo.