A nada teme el viejo Shere Khan, excepto al fuego. El temerario tigre de bengala retrocede ante la flor roja cuando Mowgli blande una rama humeante ante sus ojos, lo mismo hacen los lobos que han desafiado la autoridad de su líder Akela y que en la reunión de la manada claman porque se entregue el niño al felino. Sólo con el fuego que ha robado de la aldea humana, Mowgli logra escapar acompañado por Bagheera y Baloo, cuando su viejo padre adoptivo ha sido incapaz de defenderlo ante la amenaza del grupo. A pesar de la humillación, Shere Khan persigue al cachorro humano que ha crecido en la selva, no sólo por venganza sino porque insiste en que ese niño un día madurará y se convertirá en una amenaza para todos. Para todos esos a los que cierta forma del pensamiento hoy día –con alguna tibieza– llama animales no humanos. Nathoo, que era el nombre de Mowgli entre los humanos, fue robado por el Shere Khan cuando era sólo un bebé, por eso entre los aldeanos se lo conoce como el tigre duende que se lleva a los pequeños por la noche. A pesar de su temeraria fiereza, el cachorro humano finalmente cobrará la vida de Shere Khan, a quien acorrala junto con los lobos que le son fieles. La victoria y la experiencia en la selva, sin embargo, incapacitará a Mowgli para volver a la vida humana: entre los hombres es un apestado pues creen que su capacidad de comunicarse y vivir con los animales lo acerca a la brujería.
No es extraño que Rudyard Kipling, en El libro de las tierras vírgenes, mejor conocido como El libro de la selva, recurriera al viejo símbolo del fuego para representar la superioridad humana: en la flor roja está el poder de los hombres y es más eficaz que la sabiduría de la serpiente pitón Kaa o la valentía de la madre loba Raksha. Los animales intuitivamente saben que el fuego representa la muerte, y el poder y sabiduría humana no consiste sólo producirlo de la nada, sino en mantenerlo bajo control. Por eso Bagheera aconseja a Mowgli que robe de la aldea una de esas macetas donde se mantiene una llama constante, y que la conserve si quiere sobrevivir a la persecución. Kipling, a principios del siglo XX, narra un mundo en el que la relación entre el ser humano y la naturaleza se despliega bajo una dinámica más bien arcaica, pues los seres humanos creen en la magia y en la brujería como fuentes de las que emana un cierto control sobre la amenaza que representa para ellos la vida animal; mientras que los animales saben que los humanos habitan sus delimitados espacios, fuera de los cuales domina la ley de la selva.
No hay, por supuesto, tigres de bengala en la Amazonia ni la relación con la naturaleza del modo vida dominante en el mundo actual se basa en esos principios arcaicos, o, con derecho, se podría decir, en esos fundamentos que caracterizaron el mundo premoderno, lo que por supuesto no significa que hayan desaparecido o que sean primitivos. Pero, no hay duda, estamos muy lejos de ser Mowgli, o Nathoo; habría que pensar qué tanto hemos ganado o perdido en ese camino. Y es por eso que los filósofos alemanes de la llamada Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, pensaron desde los años cuarenta del siglo XX que el fundamento de la relación con la naturaleza de las sociedades contemporáneas es más bien totalitaria, pues a diferencia del pequeño niño de la selva, entre los pueblos que de un modo u otro estamos marcados por el espectro de la historia occidental, se ha abandonado desde tiempos muy remotos la relación mágica con la naturaleza como opción civilizatoria, en pos de una dinámica que busca someter por la fuerza del dominio técnico la totalidad del entorno. La naturaleza es nuestra y está para servirnos, reza el mandato moderno capitalista. Y la fuerza y la amenaza de su interior, que en el pasado nos atemorizaba por su indomesticable imprevisibilidad, fenece ante la capacidad técnica y científica que las fuerzas sociales han desplegado en los últimos siglos.
No es una novedad que los efectos de la vida humana alteran el entorno natural. Ha sido así siempre, nuestra simple existencia en tanto especie ha sumado incontables alteraciones al decurso de nuestros entornos. Ese es el rasgo que nos caracteriza y es el principio desde el cual hemos erigido nuestras distintas manifestaciones de vida cultural. La naturaleza es nuestro cuerpo inorgánico, dice Marx en el célebre apartado sobre el trabajo enajenado de sus Manuscritos económico-filosóficos de 1844. Sin embargo, sólo en el espectro vital del ser humano moderno aparece por vez primera la posibilidad efectiva de modificar hasta un punto de no retorno la totalidad de los equilibrios vitales. Hay, por eso, una reciente tendencia entre la academia anglosajona a hablar del Antropoceno, con la intención de evidenciar la profundidad del cambio, con un término que pretende equiparar las grandes transformaciones geológicas con la que ha producido la actividad humana sobre el mundo y que hoy, con el cambio climático, conduce a una transformación sin vuelta atrás. En este intento, sin embargo, no veo diferencia entre esa caracterización academicista y aquella que proviene del inmediatismo pragmático de cierto ecologismo que busca interpelar al consumo individualista para paliar los efectos del cambio climático o la contaminación de los océanos.
Sin caer en el alarmismo, hay que ser verdaderamente radicales e insistir en que el problema no es la presencia humana en abstracto ni su larga historia, sino la forma capitalista de la vida social. Estamos ante una crisis ecológica de una enorme gravedad que está relacionada con el modo de producción capitalista, es decir, con la manera en la producimos nuestra vida en términos materiales, lo que supone una compleja interrelación entre la forma en la explotamos los recursos naturales, el modo en el que los introducimos en el proceso productivo, el tipo de tecnología y conocimiento científico que utilizamos, los mecanismos de circulación y distribución de lo producido, y las formas de consumo de todo ello. Se trata de un entramado plenamente articulado, aunque muchas veces caótico e irracional, que se mantiene activo si todas sus fases se codeterminan de manera dinámica. El capitalismo es movimiento, es producción incesante para un consumo incesante, que en el medio requiere explotar a la naturaleza no humana y a la naturaleza humana. Pero tener conciencia de ese dinamismo que se autodetermina, es ajeno a la experiencia cotidiana, que en el día a día sólo nos permite vivir en un pequeño engranaje de esa enorme maquinaria.
Por eso no es extraño que, actualizando la célebre frase de Frederic Jameson, para el imaginario progresista actual sea más sencillo vislumbrar que la humanidad en su conjunto puede dejar de comer carne, en lugar de proyectar el capitalismo. Porque al hablar de capitalismo nos referimos a una enorme abstracción que no sabemos bien a bien dónde fijar o cómo enfrentar. Es más asequible reconocer que debemos bajar a nuestro consumo de plásticos o que habría encontrar modos sustentables para satisfacer nuestras necesidades. Ese fenómeno de distanciamiento y de incapacidad inmediata de encontrar las correlaciones entre estos distintos elementos, es lo que Marx comprendería por enajenación social, pues resulta de la fractura que produce el modo de trabajo y de vida capitalistas, que nos arrebatan la capacidad colectiva de orientar nuestra vida política, y que conlleva además la fragmentación del modo en que entendemos el mundo. De ahí que la pregunta complicada no es si somos capaces de consumir popotes o no, sino si somos capaces de dejar de producir a partir de la petroquímica, por ejemplo. Y la respuesta capitalista está a la vista de todos. No. Lo que, es más, el cambio climático no existe, ha dicho Trump.
De modo que salir del inmediatismo individualista, que sólo combate algunos pequeñísimos efectos, o que se inmoviliza, con cierta comodidad moral, ante la imposibilidad de combatir de forma sistémica el problema, implica reconocer las intermediaciones entre la gran abstracción del modo de producción capitalista y la manera concreta en que los sujetos individuales y colectivos podemos hacer frente a la dinámica imperante. Eso supone reconocer que los capitales se concretan en naciones, en grupos financieros y empresariales, en cuerpos políticos específicos, en esquemas productivos nacionales e internacionales, en alianzas económicas con perfiles geopolíticos definidos, en programas y políticas públicas. Dicho de otra manera, en campos de fuerza en los que se aglutinan empresarios, políticos y agentes de la llamada sociedad civil, que son quienes producen perfiles y las situaciones para la toma de decisiones. De ahí que combatir la llegada de Bolsonaro al poder en el Brasil, no era un asunto menor ni su gobierno representaría lo mismo que el de Lula, como no lo será que Trump se reelija o no. El gran incendio de la Amazonia es un incendio político. Es el efecto de la decisión concreta no del gran capital como maquinaria exógena, ni mucho menos de la falta de conciencia ecológica individualista, sino de la política que concreta los proyectos y las tendencias del capital en formas de políticas que conducen nuestro día a día.
Si queremos revertir la tragedia, hay que asumir que dejar de consumir carne u otros productos alimenticios no desaparecerá la agroindustria, como tampoco bajará el consumo de plásticos o polímeros en tanto se sigan utilizando a gran escala para los procesos productivos, porque la respuesta no está en la responsabilidad moral individual sino en la capacidad colectiva que tenemos o no de intervenir en el rumbo actual. Mowgli tuvo que ir a la aldea para conseguir el fuego y gracias a eso supo que también era Nathoo. La flor roja simboliza nuestra restringida, pero imponente capacidad de intervenir en la naturaleza. Y en la aldea de la que proviene Mowgli saben que deben mantenerla bajo control porque eso aleja al tigre duende, pero también porque en torno a ella se hacen la fogata y los rituales. Por eso no es utópico imaginar que, contrario al temor de Shere Khan, el niño lobo vuelve a la aldea siendo un hombre y que su conocimiento y cercanía a la vida animal contribuye a que sus congéneres no se lancen a destruir el entorno, pero eso pasa por la necesidad de hacer política, es decir, de reconocerse parte del grupo. De ahí que apagar el incendio y jugar con nuestras fuerzas sin que ello signifique destrucción, es decir, buscar otra forma de ser modernos, implica volver la mirada a Mowgli y su antigua sabiduría y, sin duda, requiere combatir el capitalismo, que nos ha usurpado la política y la capacidad técnica de relacionarnos con el entorno, como intervención colectiva en nuestras luchas concretas y sus agentes específicos.