La posición del actual gobierno ante la crisis migratoria ha sido ambivalente, si no contradictoria. El discurso fraternal de López Obrador y la respuesta de puertas abiertas que se vieron en las primeras semanas del sexenio presentaban un panorama alentador. No obstante, esta postura pronto se diluyó para dar lugar a una política represiva que terminó por radicalizarse ante las amenazas de Donald Trump. Así, en los últimos días se ha puesto en marcha una estrategia de contención, persecución y deportación de migrantes sin precedentes en nuestro país.
Este doble discurso sigue presente. Igual podemos escuchar por la mañana al presidente comprometerse a proteger los derechos humanos de los migrantes e insistir en la necesidad de resolver las causas estructurales de la migración (incluso echar a andar programas para mitigarlas), que oír a sus subalternos expresar su rechazo a que extranjeros transiten por el territorio nacional o realizar declaraciones xenófobas que los presentan como un potencial riesgo a la seguridad y la economía del país. Peor aún, se han implementado acciones ordenadas por el gobierno federal que vulneran la dignidad y los derechos de los migrantes y ponen en peligro sus vidas: el despliegue de más de 6 mil elementos de la Guardia Nacional en la frontera sur y de más de 15 mil militares en la norte, el incremento en los retenes de control, el hostigamiento a los albergues o la detención de personas puestas en condición de hacinamiento son algunas de ellas.
Tras estas contradicciones yace un antagonismo que trasciende esta crisis coyuntural y que se encuentra no sólo entre quienes componen el gobierno sino también en la sociedad civil. Se trata, en el fondo, de dos maneras de pensar a la soberanía, el territorio y la migración y, por lo tanto, de concebir al migrante como sujeto de derechos: una que reconoce el libre tránsito de las personas como un derecho humano -sobre todo en situaciones de migración forzada- y que antepone, o cuando menos equipara, la fraternidad a los intereses nacionales y particulares; y otra que, apelando al principio de la autodeterminación, entiende que el derecho a la movilidad -incluso en situaciones de necesidad- está determinado por la nacionalidad, la ciudadanía o al estatus migratorio, es decir, que se trata de una prerrogativa que empieza y termina en las fronteras. Esta segunda mirada privilegia los intereses de los connacionales sobre la solidaridad entre los pueblos.
De hecho, ambas posturas encuentran lugar en la misma Constitución mexicana. El artículo 11, que trata sobre la libertad de tránsito, estipula el derecho que “todo hombre” (sin distinción alguna) tiene para “entrar en la República, salir de ella, viajar por su territorio y mudar de residencia, sin necesidad de carta de seguridad, pasaporte, salvoconducto u otros requisitos semejantes”. Asimismo, reconoce el derecho de asilo por motivos políticos y la responsabilidad del Estado de recibir refugiados por causas de carácter humanitario. Con ello, la Constitución otorga a los extranjeros una serie de derechos independientemente de su situación migratoria. No obstante, el mismo artículo da a las autoridades el poder de estipular casos de excepción por motivos judiciales o por limitaciones impuestas por leyes de migración, salubridad o “sobre extranjeros perniciosos residentes en el país”. El artículo 33, por su parte, atribuye al Ejecutivo la facultad de expulsar sin necesidad de juicio a todo extranjero cuya presencia juzgue inconveniente.
Esta tensión entre un impulso fraternal y universalista, que reconoce a la humanidad como una comunidad con derechos compartidos, y el ímpetu soberanista que reivindica el poder de los Estados de controlar sus fronteras y territorio para defenderse de amenazas extranjeras, no es un dilema exclusivo de México ni del tiempo presente. Como problema político se ubica en el origen mismo de la modernidad occidental.
Ahora bien, en la última década, este campo de tensión se ha caracterizado por un viraje hacia la radicalización de los discursos y políticas xenófobas en diversas partes del mundo. Ya sea como consecuencia de crisis económicas, del avance de ideologías neofascistas, de la lucha contra el terrorismo o como respuesta del Estado neoliberal ante el debilitamiento de su soberanía, los inmigrantes, hoy como nunca, son exhibidos como la principal amenaza a la seguridad y bienestar de las naciones, no solo en las potencias mundiales sino también en el llamado Tercer mundo. Por ello, pensar en alternativas solidarias y fraternales para responder al fenómeno migratorio internacional parece cada vez más una utopía frente a lo que suele presentarse como la única salida posible: la segregación y la violencia.
En este sentido, la situación que estamos viviendo en México es muy reveladora. Hasta hace muy poco, la inmigración no ocupaba un lugar central en la discusión pública. El problema de la seguridad nacional y la soberanía no se jugaba en términos de control de fronteras y si se hacía alusión a los migrantes era para exigir el respeto a los mexicanos que cruzaban a Estados Unidos. Esto ha cambiado radicalmente en los últimos meses y todo indica que la gestión de la inmigración será en el futuro uno de los asuntos medulares de la agenda política nacional. Como un síntoma del momento en que vivimos, el tema ha sido impuesto por un gobierno extranjero, racista y xenófobo, que ha ordenado contener a los migrantes a cambio de mantener abiertas las fronteras al flujo de mercancías.
Ante el peligroso crecimiento del nacionalismo xenófobo en el gobierno y en la sociedad mexicana, es urgente mantener vivo y vigoroso el impulso fraternal y defender con él una concepción de las personas que anteponga su humanidad sobre su condición migratoria. Con ello, se podría ejercer una verdadera soberanía que, en este contexto, implicaría detener las políticas de persecución a los extranjeros y recuperar el poder perdido ante el capital para cuidar la vida y los derechos de la población migrante.