Recuperar la izquierda para ganar la ciudad

Es mejor una derrota a tiempo que una victoria engañosa, y aunque es cierto que a nivel nacional los comicios del 6 de junio fueron una victoria para Morena y sus aliados, para la izquierda chilanga (la partidista y la social) fueron un duro golpe que puede tener consecuencias muy graves si no se lo entiende a cabalidad y si no se reacciona con la fuerza, la urgencia y la audacia necesarias para remediarlo. Tomar a la ligera lo que dijeron las urnas implicaría ceder espacio a una derecha que es tan terrible como siempre o más, porque está envalentonada y porque no teme ya mostrar sin tapujos su racismo y su intolerancia, su odio por las libertades y su desprecio por las mayorías. En cambio, actuar ahora con imaginación, honestidad y compromiso puede abrir una nueva época de conquistas sociales y de consolidación de derechos y libertades.

En las elecciones del domingo pasado la alianza derechista se quedó con nueve de dieciséis alcaldías —antes tenían solamente cinco— y la alianza de Morena y el Partido del Trabajo perdió más de la tercera parte de los escaños de mayoría relativa que tenían en el Congreso de la Ciudad de México. Está por verse cómo termina la distribución final de la cámara local, pero será irremediablemente más conservadora de lo que ha sido hasta ahora. Huelga decir que los resultados suponen también un duro golpe —quizá mortal— a las aspiraciones de la jefa de gobierno, Claudia Sheinbaum, a la presidencia de la República. 

Las razones de lo ocurrido hay que buscarlas en muchos sitios. No se trata solamente de la polarización del país ni, como sostuvo la jefa de gobierno en su muy somero análisis de los comicios hecho el lunes 7 de junio, de que la “campaña permanente que hubo en contra del movimiento” por parte de la derecha haya sido muy efectiva. 

Es difícil pensar que la pandemia no afectó negativamente a quienes están en el poder, por bien que se hayan hecho muchas cosas y por eficiente que haya sido la campaña de vacunación en la ciudad. También, como ha dicho en estas mismas páginas Diana Fuentes, afectó la muy mala gestión de las divisiones al interior de Morena, que llevaron a que Ricardo Monreal y otros operaran contra el que se supone que es su partido, y fue evidente que, en realidad, no se hizo un esfuerzo cabal ni para movilizar al voto progresista ni para convencer a los indecisos. Fue notoria la ineptitud del aparato electoral de Morena y PT en la ciudad de México para realizar las tareas más elementales de la campaña y, como afirmó Pablo Gómez al explicar su propio fracaso, es también muy cierto que “[l]os perdió la soberbia”. 

Entre todas esas explicaciones, sin embargo, no se menciona algo que, a la luz de la mucho menor participación de los votantes de izquierdas que de los votantes de derecha en estos comicios, no suena descabellado: los progresistas de la ciudad tienen poco entusiasmo —por decir lo menos— por sus opciones electorales a nivel local. Sin encuestas ni estudios antropológicos que nos iluminen sobre las raíces de este desencanto es difícil ofrecer explicaciones ciertas al respecto, pero entretanto podemos buscar nuevos horizontes a los que apuntar y nuevas razones para movilizarnos y alcanzarlos. 

Un primer paso en ese sentido sería renunciar a lo que Rosa Albina Garavito ha llamado “la vocación priísta de la izquierda mexicana” y volver a diferenciarse de la clase política. En los hechos, justo como en el partido tricolor, en los partidos progresistas han prevalecido el afán de construir clientelas, la renuncia a la ética y el sacrificio de proyectos transformadores en favor de metas de muy corto plazo. 

El uso político de los recursos públicos y la construcción de aparatos corporativos financiados con las arcas de alcaldías y secretarías ha sido el sello de todos los gobiernos de izquierdas en la ciudad —y hasta que Dolores Padierna no perdió en Cuauhtémoc se nos contaba que era también la clave de la permanencia de la izquierda en el poder y, por tanto, una especie de mal necesario—. Esto ha implicado que la transformación de la ciudad ha pasado a segundo plano y se ha dado mucha importancia al círculo vicioso de malgastar recursos para comprar clientelas y comprar clientelas para mantener el acceso a esos recursos.  

Por otra parte, muchas de las alianzas de Morena delatan a un partido muy dispuesto a sumarse a la reproducción de la clase política, a pesar de que en el discurso asegura oponérsele. Las alianzas de Morena con el Partido Verde Ecologista de México —por cierto, uno de los peores enemigos de la defensa de la naturaleza en el país— son muestra de ello. Que Morena busque con una mano desaforar a un mafioso como Mauricio Toledo al mismo tiempo que con la otra le regala la clave para mantener el fuero (Toledo fue electo diputado por el distrito V de Puebla bajo la bandera de Morena y el PT) ilustra bien hasta qué punto la lucha contra “la mafia en el poder” es muy hipócrita, al menos a nivel local. 

Lo que se gane en ese sentido, de compromiso ético y en la lucha contra la clase política que tanto daño le ha hecho al país, será muy importante. Con todo, difícilmente bastará. Para ganar y avanzar hacia una ciudad que se parezca a nuestras aspiraciones hará falta también presentar un proyecto político que vaya más allá de decir “los otros son peores”, porque eso ya vimos que no funciona —el mismo argumentó usó la derecha el 6 de junio, y con él ganó— y porque no sirve para transformar la sociedad ni para hacer una ciudad más justa y más libre. 

Hay tres elementos fundamentales que deben estar en el corazón de ese proyecto político y que suponen un cambio de fondo en la propuesta de la izquierda para la Ciudad de México, aunque los tres ya estuvieron en la agenda con anterioridad. El primero es terminar con el austericidio prevalente y más bien proponer el fortalecimiento del Estado en tanto proveedor de servicios mínimos y mediador de las relaciones sociales. El segundo es retomar la lucha por la autonomía de la Ciudad de México, sobre todo en materia educativa y de margen fiscal. El tercero y el más importante es poner el derecho a la ciudad (en su sentido más progresista) en el centro de toda campaña y esfuerzo de gobierno.

Hoy prima en la ciudad una concepción del Estado y del gobierno “postneoliberal” en el mejor de los casos, si no es que abiertamente alimentada por las ideas de Milton Friedman y sus huestes. Para no tener, en palabras de López Obrador y Claudia Sheinbaum, “gobierno rico y pueblo pobre” se han hecho recortes muy importantes a la capacidad del Estado para mediar en la sociedad y se ha apostado por el reparto de dinero en forma de subsidios que no tienen el impacto que se había prometido (ahí está el caso de Sembrando Vida). 

Más bien, hay que fortalecer la capacidad del Estado para invertir en bienes y servicios públicos, para formar capacidades entre la población y para garantizar que, efectivamente, ésta sea una ciudad de derechos y libertades. La misión no debe ser sustituir al Estado obeso que nos dejaron los gobiernos de la transición por el Estado anémico que nos dejan los recortes morenistas. Se trata más bien de tener un Estado ágil, fuerte y capaz. 

Por otra parte, lo ocurrido durante la pandemia ha puesto de manifiesto la urgencia de que la Ciudad de México gane lo que le falta por adquirir en autonomía respecto del gobierno federal. Un caso particularmente grave es el educativo. Según ha confesado el propio titular de la Autoridad Federal Educativa de la Ciudad de México, Luis Humberto Fernández Fuentes, él no es sino un “administrador de escuelas” y no hay quién plantee una política educativa para la ciudad. Además, probablemente hubiera sido útil que la Ciudad pudiera decidir con mayor libertad su política fiscal y de deuda, sin tener que someterse a la tutela federal. Ganar autonomía será tanto más importante a futuro, para plantear e impulsar un proyecto más progresista independientemente de las preferencias del inquilino de Palacio Nacional, que no siempre será del mismo signo que el elegido por los chilangos. 

Por último, como explica el urbanista marxista David Harvey en Ciudades rebeldes, la cuestión de qué tipo de ciudad queremos no se puede separar de qué tipo de sociedad buscamos construir, y “el derecho a la ciudad es por tanto un derecho a cambiar y reinventar la ciudad de acuerdo con nuestros deseos”. La lucha por el derecho a la ciudad implica en este sentido poner sobre la mesa y cuestionar todos los aspectos de la vida urbana, desde la política de vivienda hasta la economía que rige las vidas de sus habitantes.

Esto es algo que se dice con frecuencia que se hace, aunque no se lo haga de verdad. Muchas de las críticas más agudas al gobierno de Claudia Sheinbaum van justo a eso, a que no hay intervenciones de fondo en la forma que tiene la ciudad, sino apenas parches y compensaciones a dinámicas que no se combaten ni se gestionan verdaderamente.

Por ejemplo, esta administración ha sido la que más ha invertido en mucho tiempo en transporte colectivo y eso es de aplaudirse, pero esas inversiones no serán más que parches temporales si no se las acompaña con una política de desarrollo urbano y vivienda realmente incluyente, que vaya acompañada por una enorme inversión en capital social y en la construcción de bienes, entornos y servicios comunes, como los entiende, por ejemplo, Antonio Negri: eso que inventamos, construimos, adaptamos, gestionamos y reimaginamos juntos. Es hacia allá a donde tendría que apuntar todo gobierno que de verdad quisiera dejar como legado una transformación o un cambio verdadero. 

Con la vocación democrática y progresista de la Ciudad de México, esta doble tarea de apostar por la ética y de ofrecer un proyecto político incluyente y orientado a democratizar las decisiones y garantizar el derecho a la ciudad, ayudarían a impedir que la derecha se apropie de la capital del país. Estamos a tiempo de emprender este esfuerzo. Hagámoslo, todas, con urgencia. 

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