Como sucede en cualquier ciudad, la toponimia de Hermosillo obedece a una memoria selectiva y excluyente. Para la mayoría de los mexicanos, además, resulta extraña. Los nombres archiconocidos de la historia oficial casi no están presentes: Benito Juárez no recibió más que una calle secundaria, Lázaro Cárdenas da nombre a un boulevard periférico y desangelado, y el cura Hidalgo, que corrió con mejor suerte, ocupa los letreros de un bonito, aunque cortísimo, paseo de apenas cuatro cuadras. En su lugar, el fuereño se topa con una batería de nombres desconocidos. La mayoría pertenecen a militares. Algunos tienen una sonoridad florida y elegante: el aeropuerto se llama General Ignacio Pesqueira, y la avenida que conduce al puerto de Guaymas lleva el nombre de Agustín de Vildósola. Otros suenan más comunes y corrientes. Tal es el caso de Jesús García Morales, también general y recordado en el largo boulevard que atraviesa de este a oeste la ciudad, cruzando por calles como la Guillermo Carbó, la Bernardo Reyes y la General Piña. 

Se ha escrito mucho sobre el poderoso papel que la toponimia urbana juega en la naturalización de versiones parciales del pasado. A fuerza de formar parte de nuestras vidas, los nombres que nos rodean nos llevan a celebrar determinados aspectos de nuestra historia comunitaria, y a silenciar otros. Personas, momentos o colectividades se fosilizan, haciéndose simples, planas y comprensibles. La elección de los nombres que definen los espacios que habitamos nunca es inocente. Se lleva a cabo siguiendo una lógica clara de poder y exclusión. Los nombres de nuestras ciudades, quizá más que ninguna otra cosa, ilustra la idea de que la historia, en efecto, la escriben los vencedores. 

El siguiente relato tiene la intención de conocer un poco más sobre la historia de estos nombres sonorenses. A través del breve recuento de algunos hechos históricos, busca los ecos que las violencias del pasado imponen a las texturas del presente en esta ciudad tan particular. 

La historia del contacto entre los yo’eme y las poblaciones hispanohablantes de esto que hoy llamamos México se remonta al año de 1707, cuando un puñado de curas jesuitas se establecieron en el valle del río Yaqui, fundando las primeras misiones del noroeste de la Nueva España. Los fértiles suelos del valle y el trabajo de sus pobladores permitieron el florecimiento de las misiones y, a través del envío del excedente generado por el trabajo yo’eme, el financiamiento de la expansión jesuita hacia las tierras inhóspitas de la Baja y la Alta California. 

Asombrados por la bonanza agrícola de las misiones, los colonos españoles asentados en la villa de Álamos dirigieron su mirada codiciosa a las tierras del valle. Bajo la influencia de los jesuitas, las poblaciones yo’eme se habían mantenido relativamente al margen de la dinámica de rapiña encabezada por el Estado colonial novohispano a lo largo de su expansión hacia el norte durante los siglos XVI y XVII. Sin embargo, el asentamiento gradual de colonos yori —blancos— despertó el rechazo entre la población de la región. En 1740, una primera ola de violencia sacudió el valle del Yaqui. Preocupados por la creciente presencia de fuereños, las poblaciones indígenas organizaron ataques en contra de ranchos y propiedades de españoles, causando gran alarma entre las autoridades coloniales. Tras llamar a una mesa de negociaciones en la Ciudad de México, las autoridades coloniales, encabezadas por el sargento Agustín Vildósola, traicionaron al líder yo’eme Juan Ignacio Usacamea, el Muni, apresándolo y ejecutándolo después de un juicio sumario. Esta primera rebelión, y la traición que la clausuró, inauguran una larga tradición de resistencia en contra del colonialismo que marcaría la vida de numerosas generaciones de habitantes del valle durante los siguientes dos siglos y medio. 

A principios del siglo XIX, a medida que el régimen novohispano se resquebrajaba, los yo’eme se negaron desde un inicio a ser absorbidos en el seno de eso que comenzaba a llamarse México. A lo largo de aquel siglo, su autonomía fue conservada gracias a la debilidad del nuevo Estado nacional, las pugnas entre distintas facciones regionales y la constante amenaza de las invasiones extranjeras. Desde el inicio, los yo’eme se alzaron en contra de la imposición mexicana, causando el miedo y el repudio de las nuevas élites nacionales que vinieron a reemplazar a las antiguas autoridades españolas.

La confrontación con el Estado mexicano se dio desde muy pronto. En 1826, la nación yo’eme se unió bajo el mando de Juan de la Cruz Banderas para resistir los crecientes intentos de colonización del valle y los excesos de las poblaciones blancas de la región. El miedo de los mexicanos fue atizado por el potente liderazgo de Banderas, quien proclamaba ser un enviado de la Virgen con la misión de restablecer el poder del Emperador Moctezuma y formar una alianza con otros grupos indígenas de Sonora como los tohono o’odham, tehuimas y los comca’ac.  A pesar de que esta unión plurinacional nunca se concretó, Banderas logró amasar apoyo en distintos puntos de Sonora y evadir a las autoridades, las cuales se volvieron cada vez más violentas y despiadadas en su tratamiento de prisioneros yo’eme. Tras más de un año de persecución constante, la rebelión se extinguió en abril de 1827. Poco después, las autoridades regionales promulgaron una serie de decretos en los que se estipulaba la sujeción de los ocho pueblos yo’eme a la cabecera municipal localizada en Buenavista, prohibiendo de facto la autonomía y el autogobierno ejercitado hasta entonces en el territorio del valle. Al mismo tiempo, a través de incentivos fiscales y la promesa de tierras se abrió la puerta a la migración de colonos blancos a las tierras del valle, hasta entonces ocupadas casi en su totalidad por la comunidad yo’eme.

La rebelión de Banderas marcó el inicio de una larga confrontación, que la historiadora Raquel Padilla ha llamado la “guerra secular”, entre yo’eme y autoridades mexicanas y élites sonorenses. A lo largo de las siguientes décadas, los yo’eme se organizaron para mantener un esfuerzo sostenido de resistencia, muchas veces en forma de una guerra de guerrillas, y oposición a la explotación de los recursos naturales del valle por parte de agentes fuereños. La inestabilidad política experimentada en Sonora durante las primeras décadas de vida independiente les permitió continuar en control de sus tierras durante gran parte del siglo XIX. Durante aquellos años, se sirvieron de distintas alianzas celebradas con centralistas, conservadores e incluso los invasores franceses para defender su autonomía y control territorial. 

El sueño de colonización y explotación del valle recibió un fuerte empuje durante el gobierno de Ignacio Pesqueira (1857-1876), liberal convencido y defensor del proyecto juarista. Para Pesquiera la colonización del valle ofrecía la solución a la inestabilidad crónica de la región y abría las puertas para la prosperidad económica de Sonora. Debido a su fijación liberal con la privatización de la tierra, Pesqueira se convirtió en la mayor amenaza para los yo’eme. En respuesta, las fuerzas del gobierno de Pesqueira, encabezadas por el general Jesús García Morales, incursionaron en el valle del Yaqui, sofocando alzamientos y forzando el sometimiento de la región a través de la violencia, la amenaza y el despojo. Durante los últimos meses de 1859, el general peinó pueblos, campos y sierras de la región buscando la “pacificación” de una población entera que había sido convertida en “rebeldes” por la autoridad nacional. Debido a su frialdad a la hora de apresar y ejecutar a miembros de las comunidades rebeldes, García Morales ganó fama como el más efectivo y frío enemigo de los yo’eme en aquellos años.

Desde un inicio, las operaciones militares de García Morales fueron complementadas con distintos proyectos de colonización. El gobernador Pesqueira promovió planes —que incluían traer colonos estadounidenses de California y crear colonias agrícolas a través de atractivos incentivos fiscales y el reparto de tierras— que tenían la intención de abrir las tierras del Yaqui al progreso material y subordinar a sus habitantes indígenas al imperio de la civilización. En su violenta visión utópica, el Yaqui aparecía como el equivalente del “Nilo de Sonora”, y su colonización como la llave para la prosperidad regional y el enriquecimiento de las élites sonorenses. 

El punto álgido de la brutal represión encabezada por Pesqueira y García Morales llegó en 1868 con la infame masacre de Bácum. En febrero de aquel año, tropas bajo la dirección del Comandante Próspero S. Bustamante abrieron fuego en contra de un grupo de prisioneros yo’eme concentrados al interior de la iglesia de aquel poblado, dejando un saldo de al menos 120 muertos. Este terrible acto de violencia, que sofocó la rebeldía del pueblo yo’eme durante varios años, pasaría a la historia como uno de los crímenes más atroces cometidos por autoridades mexicanas en contra de una comunidad indígena.

La tensa calma que siguió a la masacre de Bácum se rompió en 1875, cuando la población del valle del Yaqui otra vez se alzó bajo el mando de José María Leyva, mejor conocido como Cajeme. Hartas del expansionismo yori y mejor organizadas, las poblaciones yo’eme montaron una red administrativa y de gobierno en sus territorios que incluía la recaudación tributaria independiente, y sistemas locales de producción agrícola y bienes de consumo. Este renovado impulso autonomista coincidió con un giro importante en la política nacional. Durante los próximos años, bajo el mando de Porfirio Díaz, el desarrollo económico y la estabilidad social se convirtieron en las prioridades del gobierno mexicano, que no dudó en imponerlas por la fuerza en numerosas regiones. En Sonora, la revitalización económica soñada desde inicios del siglo XIX implicaba la creación de una moderna red de transporte, el despertar de la minería y, por supuesto, la ansiada explotación a gran escala de las riberas de los ríos Mayo y Yaqui. La posibilidad de explotar los vastos recursos agrícolas del sur de Sonora despertó el interés de nuevos grupos en ambos lados de la frontera. 

Un grupo de más de 30 mujeres y niños yaquis, aprisionados y bajo custodia. Guaymas, México, ca. 1910, California Historical Society Collection.Tomado de Wikimedia.

Una vez más, el prospecto de la colonización avanzó en paralelo a la violencia. A principio de 1885, el gobierno federal autorizó el inicio de una campaña militar para reprimir a los rebeldes yo’eme comandada por el General José Guillermo Carbó. Tras derrotar a las fuerzas de Cajeme, mexicanos de distintas procedencias fluyeron hacia el valle del Yaqui para nutrir una nueva oleada de colonización. Estos recién llegados se sentían promotores de la civilización y rápidamente se arrogaron el derecho de “instruir” a las poblaciones yo’eme e “inculcar en ellos el amor al trabajo y el respeto por las autoridades” mexicanas (General Julio M. Cervantes al Secretario de Guerra, en Hu-Dehart, 1984, p. 121). 

A partir de 1890, se sumó un nuevo actor a las campañas de colonización: la iniciativa privada. En agosto de aquel año, las autoridades emitieron un contrato al empresario Carlos Maldonado Conant, vecino de Álamos, dotándolo de las facultades para amortizar tierras del valle y desarrollar una incipiente infraestructura hídrica. En busca de fondos, Conant pronto se asoció con inversionistas afincados en Nueva York, quienes encabezaron la creación de la Sonora y Sinaloa Irrigation Company, conformada por un 75% de intereses estadounidenses. A los pocos años, esta iniciativa fue retomada por la famosa Compañía Constructora Richardson que, con el beneplácito del gobierno porfirista, deslindó grandes extensiones del valle del Yaqui, facilitando la acumulación de propiedades por agentes privados y expulsando a los yo’eme de gran parte de su territorio. En décadas siguientes, este violento impulso desarrollista y privatizador fue retomado con ánimo por los triunfadores de la revolución mexicana, los sonorenses Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. A través del decidido impulso a la agricultura capitalista, el nuevo régimen revolucionario cimentó la creación de una de las regiones agroindustriales más productivas de Latinoamérica y uno de los focos de acumulación más importantes de México. 

Esto fue posible gracias a una brutal ofensiva final contra las poblaciones yo’eme por parte del gobierno mexicano. En los últimos años del siglo XIX se hizo uso de una práctica criminal que buscaba su doblegamiento incondicional: la deportación forzada. Tras iniciarse de manera tentativa en 1896, las deportaciones masivas comenzaron en 1900, bajo el mando de los generales Luis Torres y Bernardo Reyes. Apresados en Sonora, los yo’eme eran enviados como mano de obra esclava a las plantaciones henequeneras de la península de Yucatán, propiedad de empresarios como Olegario y Audomaro Molina, y Augusto L. Peón. En 1908, el gobierno de Sonora dio la orden de capturar a todos los yo’eme del estado, conduciendo a una cacería brutal que acabó con más de 6,000 personas apresadas y transportadas a Yucatán (Padilla, 2018, pág. 146). Orquestada de manera burocrática, desapasionada y eficiente —adelantándose a las campañas de exterminio masivo del siglo XX—, la campaña de deportación de los yo’eme es la contraparte de la historia de éxito agroindustrial del sur de Sonora durante el siglo XX. Una historia no se puede entender sin la otra, y ambas deben ser recordadas en conjunto para entender el presente de la región del noroeste. 

Hoy en día, la traza urbana de la capital del estado de Sonora está marcada por la memoria de la violencia organizada en contra de los yo’eme. En Hermosillo, calles, plazas, bibliotecas y avenidas llevan el nombre de los impulsores de la guerra declarada por el Estado mexicano en contra de los habitantes originarios del valle del Yaqui. El presente de la memoria de esta capital mexicana está definido por la prominente presencia de algunos hombres yori —Pesqueira, Vildósola, García Morales, Carbó— y el silenciamiento de la presencia y pasado de la comunidad yo’eme. Esto es el reflejo de la actitud que durante siglos han tenido los colonizadores de distintos orígenes y convicciones respecto a las poblaciones de valle del río Yaqui y su lugar en la sociedad del noroeste de México. Habitantes de una región bendecida en riquezas naturales, los yo’eme han sido el blanco de una guerra prolongada por la ocupación y explotación de su territorio. Sobrevivientes a distintas formas de invasión extranjera, los yo’eme se han negado siempre a formar parte de la nación y por eso han sido castigados con la violencia, la usurpación y la cancelación de sus historias y relatos al interior de la narrativa oficial mexicana. Indómitos rebeldes contra la colonización y explotación de sus tierras, los yo’eme —llamados “yaquis” por la historiografía colonial— han sido tratados durante siglos como enemigos y son hoy excluidos de la memoria de la capital del estado que habitan. 

Sin embargo, en tiempos recientes Hermosillo está cambiando. Nuevas generaciones han puesto en tela de juicio ritmos y horizontes heredados durante décadas al tiempo que la capital se transforma gracias al influjo de personas de distintos orígenes. Estas dinámicas de cambio social se vuelven notorias en la transformación del espacio urbano. Ahora que se derrumban estatuas de esclavistas, invasores y colonizadores en distintas partes del mundo, es el propicio para repensar la toponimia de esta ciudad, anclada en una memoria violenta y colonial. Como en otros sitios —en donde se ha quitado el nombre del represor Gustavo Díaz Ordaz o el militar franquista José Millán Astray de los espacios urbanos—, la batalla por la memoria implicará la desnaturalización de los nombres que nos rodean y el pasado que conmemoran. Liberar nuestros espacios comunes del legado de esta memoria es parte fundamental de lo que podría ser una nueva forma de habitar el presente. En Hermosillo, y muchos otros sitios de México, esta es una labor que aún queda por hacer si queremos crear una sociedad de la que todas y todos podamos comenzar a sentirnos orgullosos.

Villa de Seris, marzo 2022

Referencias

Julio M. Cervantes al Secretario de Guerra (abril 1889), Archivo de la Defensa Nacional, Expediente 15658, p. 126, en Evelyn Hu-DeHart. (1984). Yaqui Resistance and Survival. The struggle for land and autonomy. 1821-1910. Madison: The University of Wisconsin Press.

Raquel Padilla. (2018). Los partes fragmentados. Narrativa de la guerra y la deportación yaquis. Ciudad de México: Secretaría de Cultura/INAH.