Un fantasma rondaba América Latina. Y no, no se trataba de “aquel” fantasma. De hecho, en los años recientes, con contadas excepciones, lo que se vio fue un giro conservador importante que ahuyentó por una temporada al famoso espectro de la región. En realidad, el fantasma que nos ha venido asombrando es el del estancamiento económico. Tras un periodo de expansión del comercio mundial con la globalización en los años noventa del siglo pasado, sumados al alza del precio de las materias primas y de mayor crecimiento económico catapultado por el aumento de las exportaciones, las economías latinoamericanas ya venían enfrentándose, desde el 2014, a la multiplicación de los problemas ocasionados por las nuevas limitantes del modelo de inserción internacional subordinada y la extrema dependencia a los vaivenes de una economía global inmersa en una incalculable incertidumbre. Con todo, como no hay nada en la vida que no se pueda empeorar, además del fantasma del estancamiento que nos estaba rondando, marzo de 2020 trajo compañía sorpresa que llegó sin invitación: la pandemia del nuevo coronavirus y la enfermedad del COVID-19. Si las economías latinoamericanas ya estaban sufriendo ante la economía global en franca desaceleración, ahora el dolor es punzante con la producción y comercio mundial en casi-parálisis.

En resumen, en menos de dos meses pasamos de la genuina preocupación por los efectos negativos de la tendencia al estancamiento a la expectativa de cuán profundo será el agujero económico como escenario dejado por la emergencia sanitaria que hoy vivimos. Y, más importante, cómo haremos para darle cauce a una urgente inquietud, de qué forma se van a restablecer las condiciones para que las economías latinoamericanas se recuperen de este shock adverso.

Como se ha mencionado, y de acuerdo al informe de enero 2020 del Banco Mundial (2020), para inicios de 2020 no se esperaba un incremento significativo de la tasa de crecimiento en la economía mundial en este año, el pronóstico en enero era de 2.5%, siguiendo el resultado decepcionante de crecimiento mundial de 2.4% en 2019. Si la economía global ya venía dando claras señales de desaceleración, la misma tendencia también era esperada para las llamadas “economías emergentes”, sobre todo las latinoamericanas. En diciembre de 2019, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2019) pronosticaba que el crecimiento económico de la región sería de módicos 1.3% en 2020. Para marzo de 2020, contemplando los efectos de la pandemia, su pronóstico ha cambiado radicalmente, previendo que este año el Producto Interno Bruto (PIB) de la región crecerá -1.8% (CEPAL, 2020a) y sin descartar que, conforme la emergencia sanitaria siga desarrollándose, el crecimiento negativo regional pueda ser de 3% o 4% (CEPAL, 2020b). Sin embargo, aún es muy temprano para dar un número preciso de la retracción económica de América Latina gracias a la epidemia, lo que no implica abdicarse de vislumbrar el tamaño ingente del problema.

A pesar de que América Latina no puede considerarse todavía el epicentro de la pandemia, todos los países de la región ya presentan casos de contagio comunitario y las curvas de infectados con el virus va en aumento exponencial. A esto se le agrega una más que justificada aprehensión en la región por las expectativas que se tienen de que los impactos negativos de la pandemia sean similares, o incluso más graves y algo desfasado en el tiempo, a los vistos en China o en Europa. Este temor tiene muchas justificativas, una de ellas es expresada por el jefe de la Organización Mundial de la Salud (OMS), Tedros Adhanom Ghebreyesus: “nuestra mayor preocupación sigue siendo la posibilidad de que COVID-19 se propague en países con sistemas de salud más débiles” (Vidal, 2020). Vale mencionar que, gracias al anacrónico fantasma de la austeridad que aún asombra a la gestión de las finanzas públicas, los países latinoamericanos no cuentan con sistemas de salud y de seguridad social robustos y plenamente capaces para combatir los perturbadores resultados de una pandemia que se irradia en nuestras latitudes.

Para entender la gravedad del problema, basta con reproducir lo que dijo la directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), luego de revisar las previsiones para 2020 y 2021: “hoy está claro que el mundo ha entrado en una recesión que creemos será tan mala como la de 2009 o peor” (Guimón, 2020). Si antes el escenario preocupante para las economías latinoamericanas era la desaceleración de los ritmos de crecimiento da la economía global, ahora, a la sombra del COVID-19, se asoma en el horizonte la real posibilidad de una nueva gran depresión mundial, lo cual es un contexto aún más desafiante. Además, los gobiernos de la región han actuado de diferentes formas y en múltiples velocidades para mitigar los efectos de la inevitable pandemia. El difícil reto es no llegar a escenarios de colapso agudo del sistema de salud como se vivió en Italia y España, de ahí el apelo a que la población reduzca drásticamente sus salidas del hogar. A pesar de que el nivel de medidas de mitigación social van dependiendo de cada país –por ejemplo, México y Brasil han tenido medidas más “paulatinas” y “laxas” de convocatoria a quedarse en casa, mientras otros países han sido mucho más incisivos, como Argentina con una cuarentena total o Chile con la implementación de un toque de queda y cuarentenas totales obligatorias en los sectores donde se han presentado más casos–, el impacto económico de corto plazo ya se está sintiendo dada la necesaria paralización de las actividades económicas no esenciales.

En la misma línea de razonamiento, en su informe más reciente sobre los posibles efectos negativos del COVID-19 en las economías emergentes, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, 2020a) advierte que el desempeño económico de estos países en el primer trimestre de 2020 no sólo fue decepcionante debido a la desaceleración en las economías avanzadas afectadas por la pandemia, sino que también hubo señales de que la retracción económica que han demostrado fue más severa que la observada en el período post-crisis financiera internacional de 2007-2008. Además, muchos de los factores que se presentaron para sacar a flote a las economías emergentes aquella vez no están vigentes hoy. Quizás el ejemplo más significativo de ello es el gran crecimiento de la economía china que arrastró la demanda de materias primas en aquel entonces, mientras que, en la actualidad, pocas esperanzas se pueden depositar en que la economía asiática se recupere con la vigorosidad y velocidad suficiente para redinamizar a las exportaciones de las materias primas latinoamericanas. Eso porque China misma pasa por una marcada desaceleración tras la pandemia, que se manifiesta en el pronóstico de crecimiento del PIB de nada más 2.3% para 2020, en comparación con el crecimiento de 6.1% experimentado en 2019 (Shalal, 2020).

Además de los altos costos de medidas de contención de la pandemia, las economías latinoamericanas se enfrentan a varios canales de transmisión macroeconómica por los cuales nos llega la nueva recesión mundial, por lo que deberemos de estar atentos a la forma que asume cada uno de los mecanismos de transmisión de este shock en los países de la región. En este sentido, la CEPAL (2020b) indica cinco canales externos de transmisión: 1) la disminución de la actividad económica de sus principales socios comerciales que afecta a la demanda por las exportaciones de los países latinoamericanos, por ejemplo con China; 2) la caída de los precios de los productos primarios, que impacta negativamente el valor del ingreso obtenido por las exportaciones; 3) la interrupción de los circuitos y de las cadenas globales de valor en que participaba la región; 4) la menor demanda de servicios de turismo, y consecuente disminución de los ingresos por ese rubro; y 5) la intensificación de la aversión al riesgo y el empeoramiento de las condiciones financieras mundiales, lo que llevó, por ejemplo, a la gran depreciación experimentada en febrero-abril de 2020 por las monedas de los países de la región, principalmente el real brasileño y el peso mexicano, y al instantáneo encarecimiento de las deudas/obligaciones adquiridas en dólares por los actores públicos y privados de esos países. En suma, identificar cómo esos canales de transmisión aterrizan y se articulan con las condiciones económico-político-sociales en cada uno de los países de América Latina nos ayudará a entender la dimensión real del impacto de esta situación extraordinaria.

Uno de los indicadores que pueden auxiliarnos en el mejor entendimiento de cómo opera el canal de transmisión 2 es el índice de los precios de las materias primas de libre mercado elaborado por la UNCTAD y que hemos sistematizado en la gráfica 1. Ahí podemos observar la evolución del índice promedio, en la línea puntillada, así como los niveles desglosados para los alimentos, la minería, la agricultura y los combustibles. Entre otros elementos, llama la atención que: a) al segundo semestre de 2018, los precios de los productos básicos sufrieron una caída importante, que mejoró tímidamente para diciembre de 2019; y b) a partir de este último mes, y ya en el marco de la pandemia, se observa una baja mucho más acentuada en este indicador que se extiende hasta febrero de 2020, que es el dato oficial más actualizado del que disponemos.

Gráfica 1. Índice de precios de productos básicos de libre mercado (2018-2020). Fuente: Elaboración propia con datos de la UNCTAD.

 

La caída de los precios de los productos básicos conduce a un efecto depresivo importante para las economías latinoamericanas, una vez que sus exportaciones están concentradas en productos de una o más ramas de los bienes señalados, y, por tanto, la entrada de divisas por esos rubros tiene una función macroeconómica fundamental que es generar el poder de compra necesario para la importación de otros tipos de bienes que no producimos de forma suficiente internamente. Otro aspecto importante relacionado a la baja de los precios de los productos primarios, y que nos señala el citado informe de la UNCTAD (2020a), es que esta caída actual ha sido aún más pronunciada que la experimentada en la crisis de 2007-2008. Si a esto le sumamos que la desaceleración de las economías avanzadas y de China presionarán más a la baja los precios de los bienes primarios y energéticos, acompañado de una disminución en el volumen de sus transacciones comerciales, se podría estimar una pérdida de $800 mil millones de ingresos por divisas en los mercados emergentes. 

A su vez, en la gráfica 2, hemos seguido la trayectoria de un indicador que nos ayuda a entender mejor el canal de transmisión número 5 señalado por la CEPAL (2020b), evidenciando la marcada depreciación de las monedas de las principales economías latinoamericanas –exceptuando Argentina– en el periodo que se extiende de febrero a abril de 2020, dada la ingente fuga de capitales que acometió la región cuando fue desatada por la pandemia. Si tomamos el caso del real brasileño, de enero del 2018 a abril de 2020, esta moneda tuvo una depreciación acumulada de cerca de 63%. Para evaluar más concretamente el efecto de la pandemia sobre la fuga de capitales y el tipo de cambio, es ilustrativo lo que ha pasado con la moneda de México: una depreciación de alrededor del 30% apenas de febrero a abril de 2020, llegando recientemente a su mínimo histórico de 25 pesos mexicanos por dólar.

Gráfica 2. América Latina (5 países): índice de depreciación cambiaria, 2018-2020 (enero 2018=100).
 

En un contexto normal, podríamos discutir con más detalle cómo es problemático crecer bajo la égida de las exportaciones primarias por el cuello de botella en las cuentas externas que eso implica en un contexto de baja del precio de las commodities; sin embargo, en la situación de emergencia en la que estamos, el bajo poder de compra de nuestras exportaciones significa insuficiencia crónica para garantizar los pagos internacionales en moneda fuerte –que ahora está más encarecida por el efecto cambiario– y dificultando las importaciones de ítems esenciales como aparatos de protección a los equipos de salud, químicos para los testes de diagnóstico, mascarillas y ventiladores.

En pocas palabras, América Latina entra a la lucha de vida o muerte contra la pandemia con mayor fragilidad macroeconómica, lo que reposiciona la preocupación por el menor flujo de capitales hacia la región; porque ahora no se trata solamente de una crisis generada por las distorsiones típicas de un modelo de desarrollo extrovertido, capitaneado por exportaciones de bajo valor agregado y con tendencia a ser sistemáticamente interrumpido por la restricción externa, cuyo impacto pueda ser diferido en el tiempo. Ahora no es retórica la pregunta de ¿cómo se podrá hacer frente a esta pandemia si contamos con menos divisas para importar? Pasando la emergencia de cortísimo plazo que nos atañe, la cuestión de la caída de los precios de bienes básicos y la vulnerabilidad externa detonan, nuevamente, un sinfín de reflexiones para el mediano y largo plazos, por ejemplo, cuestionamientos sobre qué tipo de estructura productiva, económica, política y social aspiramos tener para que la marca de la región sea el desarrollo sostenible y equitativo.

Más allá del miedo legítimo que brota de un cuadro tan hostil como lo que aquí se dibujó, no podemos inmovilizarnos en lamentaciones. Ante las adversidades expuestas, las preguntas que recobran valor son la relacionadas al qué se debe hacer y cuáles serán los mecanismos que se utilizarán para amortiguar los efectos negativos de esta crisis económico-sanitaria y promover la reactivación económica. En este sentido, importantes instituciones internacionales, como la Organización para Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2020), han afirmado que se deben fortalecer las acciones coordinadas de la comunidad internacional. De hecho, Ángel Gurría (2020), secretario general de la OCDE, calificó que las medidas deberían ser de gran escala: “acciones conjuntas para ganar la guerra”.

Así, a partir de estas valoraciones, se ha llamado a varias medidas económicas para enfrentar las condiciones desfavorables en América Latina, como lo son: a) el incremento del gasto público en aras de salvar la salud, los empleos y las finanzas de las personas, en específico a las más socialmente vulnerables; y b) también garantizar la disponibilidad de recursos financieros para apoyar a las empresas, pequeñas y medianas, las principales empleadoras en nuestros países, sobre todo, en los sectores productivos más afectados. No es casual que estas medidas hayan sido catalogadas por la propia OCDE como una especie de “Plan Marshall” en pleno siglo XXI con una visión de “New Deal” a escala planetaria. Justamente al entender que hay regiones más vulnerables, como la latinoamericana, los organismos internacionales destacan la inminente necesidad de apoyar a los países de bajos ingresos, por ejemplo, la UNACTAD (2020b) ha pedido que se genere un paquete anticrisis de $2.5 billones para países en desarrollo.

Además, analizando las propuestas de la agenda internacional, podríamos preguntarnos: ¿habrá suficiente voluntad política y capacidad de coordinación para realizar tal “rescate” de las economías emergentes? Martin Wolf (2020) reflexiona justamente sobre la necesidad que este tipo de decisiones sean tomadas teniendo como base su carácter ético; y aquí rescatamos la pregunta hecha por el autor “¿elegimos la solidaridad sobre la hostilidad y la responsabilidad global sobre el nacionalismo interno?” Sin embargo, sabemos cómo es lento el tránsito entre las buenas intenciones de la “comunidad internacional” a las vías concretas de apoyo. Evidentemente, habrá que apostar por la solidaridad entre países para sortear de forma común tales dificultades, pero sin descuidar los instrumentos nacionales que de los que se pueden lanzar mano inmediatamente.

Finalmente, comparados con el volumen de recursos financieros necesarios para salir del agujero económico que el COVID-19 excavó, los créditos del Plan Marshall son migajas, los de la Alianza para el Progreso son de escala molecular, y sub-atómicos todos los derechos especiales de Giro que el FMI haya liberado a los países latinoamericanos hasta este momento. En definitiva, toda la ayuda es bienvenida, pero no basta con pensar en quién nos va a rescatar una vez más. Por más difícil que sea predecir quién se portará como verdadero “héroe” en esta novela –y ojalá le alcance los yenes para donarnos– no hay salida real posible si dependemos exclusivamente de la buena voluntad de otro, hasta porque la “buena voluntad” en el juego geopolítico mundial siempre viene acompañada de una subrepticia factura alta a pagar.


Referencias

Banco Mundial (2020). Global Economic Prospects, January 2020: Slow Growth, Policy Challenges, Washington D.C.

CEPAL (2019). “América Latina y el Caribe: proyecciones de crecimiento, 2019-2020”, CEPAL.

CEPAL (2020a). “COVID-19 tendrá graves efectos sobre la economía mundial e impactará a los países de América Latina y el Caribe”, Comunicado de prensa, CEPAL, 19 marzo de 2020.

CEPAL (2020b). “América Latina y el Caribe ante la pandemia del COVID-19: Efectos económicos y sociales”, CEPAL, 3 abril de 2020.

Guimón, P. (2020). “Kristalina Georgieva (FMI): ‘Está claro que hemos entrado en una recesión tan mala o peor que la de 2009’”, El País, 27 marzo de 2020.

Gurría, A. (2020). “Coronavirus (COVID-19): Acciones conjuntas para ganar la guerra”, OCDE.

OCDE (2020). “Afrontar el coronavirus: un esfuerzo global”, OCDE,  26 de marzo de 2020.

Shalal, A. (2020). “Pandemic to hit growth in Asia, China: World Bank”, Reuters, 30 de marzo de 2020.

UNCTAD (2020a). “The Covid-19 Shock to Developing Contries: Towards a ‘whatever it takes’ programme for the two-thirds of the world’s population being left behind”, Trade and development report update, march 2020.

UNCTAD (2020b). “UN calls for $2.5 trillion coronavirus crisis package for developing countries”, All News, 30 March 2020.

Vidal, M. (2020). “La dispersión de los focos de contagios abre un escenario inédito en la lucha contra el coronavirus”, El País, 23 febrero de 2020.

Wolf, M. (2020). “This pandemic is an ethical challenge”, Financial Times, 27 de marzo de 2020.