Los debates presidenciales, y los electorales, suelen asociarse con el voto informado. Se supone que, viendo el debate, los ciudadanos tendríamos la oportunidad de contrastar las propuestas de los candidatos, sus argumentos y visiones de país, con el fin de tomar una decisión informada para nuestro voto. Al fin y al cabo, en una democracia es necesario debatir y discutir nuestras ideas. Esta narrativa es, sin embargo, falsa. Los debates electorales no pretenden informar a la ciudadanía sobre la mejor propuesta; son actos de campaña, y es necesario entenderlos en esa dimensión, de lo contrario, los juzgaremos de forma incorrecta.

Primero, el “debate presidencial” no necesariamente es un “debate”. Solemos entender por “debate” la situación comunicativa donde las personas intercambian razones para lograr acuerdos, resolver disputas o evaluar argumentos para lograr la mejor comprensión de algo. Como evento de campaña, en cambio, su fin no es lograr acuerdos; es conseguir tu voto. Y más exactamente, la esperanza de alterar la tendencia electoral del momento. El debate que dio lugar a este mito fundacional de alterar las preferencias electorales fue el de Kennedy vs. Nixon.

En las preferencias electorales, el joven Kennedy estaba como segundo favorito, muy cercano a Nixon. Durante el debate, era notorio que Nixon sobresalía por encima de su contrincante por su experiencia en política internacional, pero cometió algunos errores básicos de imagen: se vistió de gris en una época donde la televisión era en escala de grises; no aceptó maquillarse ni rasurarse debidamente, así que su cara se llenaba de sombras durante la transmisión. Los televidentes vieron a un borroso personaje gris discutiendo contra un bien identificable Kennedy, quien no sólo se preparó para tal evento, sino para verse bien en él. Con su participación, Kennedy logró atraer al público necesario para revertir la tendencia electoral a su favor, ganando no sólo el debate, sino la elección presidencial. Si bien su imagen no fue la única razón para esta victoria, es evidente que contribuyó a ella. En este contexto, saber hablar en la pantalla es tan importante como saber argumentar.

En la actualidad, los debates presidenciales son vistos a dos pantallas: en la televisión y en las redes sociales. El alcance de estos medios de comunicación supera cualquier evento de campaña que las candidaturas puedan hacer de manera presencial, como mítines o actos locales, así que el debate televisado, y su réplica en redes sociales, es una importante oportunidad para los candidatos para alcanzar un público masivo. En ese contexto, una candidatura bien preparada no dejará nada al azar. Sabiendo que sus mensajes serán vistos por el gran público, las candidaturas preparan diálogos enteros por adelantado (como los mensajes de inicio y cierre), así como ataques a candidaturas rivales y defensas de posibles ataques. Si los mensajes salen conforme lo planeado, el contenido en televisión puede migrar a las redes, y así continuar la campaña. En contraste, en un debate que intercambia razones para lograr acuerdos, se supone que iniciamos con una posición para, muy probablemente, tener otra, quizá mejor y más argumentada. Pero esto no ocurre en los debates presidenciales porque son actos de campaña (buscan tu voto) dirigidos a un público masivo.

Los debates presidenciales como actos masivos de campaña frustran las esperanzas de quienes ven en ellos la oportunidad para que la ciudadanía se nutra de la discusión de las ideas, tanto por los intereses que las candidaturas persiguen en el debate (alterar la preferencia electoral), como por la audiencia a la que está destinada. Por un lado, los mensajes de campaña son mensajes que pretenden hablarles a todos los ciudadanos, independientemente de su nivel educativo, condición social, económica, etc. Si bien una buena campaña electoral estratifica a sus audiencias (es decir, qué población será el objetivo de su mensaje), un evento masivo como el debate transmitido a toda la nación, y replicado en redes, no puede evitar dirigirse a una audiencia muy amplia y diversa. Por eso, los mensajes de campaña, antes que ser argumentos precisos y profundos, apelan a nuestras sensibilidades, intereses y valores. Su carácter general permite alcanzar a una población más vasta. Además, los candidatos no son especialistas en las materias que discuten. Si bien tienen una sensibilidad general para la toma de decisiones, y tienen (o deberían de tener) un conocimiento amplio de los temas, no por eso son ellos quienes redactan todas las propuestas.

No quiero decir que los candidatos sean cabezas vacías y las audiencias escuchas pasivas, sino que las propuestas en actos masivos de campaña no pueden ser ni detalladas, ni bien argumentadas, porque el objetivo no es lograr acuerdos, sino alterar las preferencias del voto. Quienes esperan un debate informativo tienen en mente otro formato, más cercano a los eventos académicos o las investigaciones colectivas donde hay una oportunidad para criticar propuestas y lograr acuerdos. Los debates presidenciales, hasta ahora, no funcionan así. ¿Qué podemos ver en ellos, si, en realidad, son otro acto de campaña? Una perspectiva optimista asegura que es el momento para observar las aptitudes de liderazgo de los candidatos, su respuesta ante el estrés y la manera de comportarse ante los rivales. Sin embargo, evaluar el comportamiento de un candidato queda muy por debajo de los objetivos democráticos con los que se pretende organizar un debate. ¿No sería momento de preguntar por la viabilidad de estos debates, o del formato que tienen?