Nota bene: Este artículo fue redactado previamente a que se produjera el exilio del actual monarca español—algo que el texto anuncia— el pasado lunes 3 de agosto.
Son las 18:30 hora del Valle de México y ya se han hecho públicos los resultados de las elecciones autonómicas del País Vasco y Galicia. La nota dominante: el ascenso de los nacionalismos periféricos, tanto de izquierdas como de derechas. Las razones varias, las causas complejas. Pero seguro que un hecho ha estado presente en la cabeza de mis queridos conciudadanos a la hora de depositar su papeleta en la urna: el escándalo que se cierne sobre la figura del rey emérito, Juan Carlos de Borbón, padre del actual monarca.
Para el español de a pie todo esto tiene un aire conocido que espanta. Ya en 1869 Gustavo Adolfo Béquer y su hermano publicaron un libro satírico con el jugoso título de Los Borbones en pelota, donde se criticaba con ilustraciones abiertamente pornográficas y un tono más que corrosivo la corrupción de la corte de Isabel II, tatarabuela del susodicho Juan Carlos. Hoy día, en plena ola de puritanismo no habría manera de publicar esas viñetas, ni siquiera con seudónimo, como hicieron los Béquer. Pero no es necesario cambiar de siglo para reconocer que nos las veíamos venir. Vayamos primero a los hechos que se imputan.
En el verano de 2008, la fiscalía suiza llevó a cabo una investigación sobre los fondos de una gestora dirigida por un oscuro personaje (Arturo Fasana), vinculado a una de las tramas de corrupción del Partido Popular y a la de la familia de Jordi Pujol (antiguo líder del nacionalismo catalán). Casualmente, se descubrieron unos fondos opacos de dos fundaciones en las que Fasana aparecía como testaferro: Liechtenstein Zagatka, de Álvaro de Orleans, primo lejano del rey emérito; y la fundación panameña Lucum, cuyo primer beneficiario era Juan Carlos I y el segundo, Felipe VI. Al investigar estas fundaciones se descubrió que en el año 2008 habían sido beneficiadas con 100 millones dólares provenientes del gobierno Saudí. En la contabilidad, la millonada aparecía en calidad de “regalo”. El dinero habría sido posteriormente transferido a una cuenta de un banco en las Bahamas cuya titular era Corinna Larsen, quien mantenía desde hacía años un affaire con el emérito. Según Larsen, también se trató de un “regalo”. La sospecha es que esos 100 millones corresponden a una comisión por las gestiones que el rey realizó para que un consorcio formado por empresas españolas rebajara sustancialmente el costo del tren de alta velocidad que uniría Medina con La Meca. En 2011, el consorcio cerró finalmente un acuerdo con el gobierno saudí por un valor de 7 800 millones de dólares.
Si el lector todavía tiene aguante, debe saber que el asunto se complica cuando la fiscalía española encuentra indicios que apoyan las sospechas suizas. En 2015, el antiguo comisario de policía José Manuel Villarejo se reunía en Londres con Corinna Larsen. En las conversaciones, que fueron grabadas por el ex comisario, la antigua amante del rey no sólo confirmaba el asunto de las comisiones saudíes sino otras prácticas ilegales protagonizadas por el monarca. Las cintas salieron a la luz en el marco del caso Villarejo, por el cual el comisario se encuentra actualmente en prisión acusado de espionaje, chantaje y otros delitos, entre los que aparecen los servicios contratados por el antiguo director del BBVA, Francisco González. La fiscalía española continúa actualmente la investigación en colaboración con la suiza, si bien se enfrenta a ciertos obstáculos. Uno de ellos es lograr que Corinna Larsen consienta que la justicia suiza comparta sus declaraciones con la española, cosa que está por verse después de que la empresaria, aristócrata y ex amante denunciara haber sido acosada durante años por el CNI, el servicio de inteligencia español. La segunda dificultad tiene que ver con la inviolabilidad del rey y la prescripción de delitos. El lector mexicano debe saber que la Constitución española reconoce a la persona del rey inviolabilidad absoluta y proscribe toda responsabilidad por su parte, sea política o jurídica. El problema radica en que el rey abdicó en 2014 y existe un debate sobre si la inviolabilidad acompaña a la figura del emérito o no. La mayoría de los juristas están de acuerdo en que la abdicación supone la pérdida de esta condición, pero no la de aforado, lo que impide que el emérito sea juzgado por un tribunal ordinario siguiendo los plazos ordinarios: la jurisdicción corresponde al Tribunal Supremo. “Un caso especial entre los casos especiales”, así es como uno de los magistrados del alto tribunal ha definido la que se les viene encima de nuevo, tras haber tenido que lidiar hace poco con el juicio contra los protagonistas de la fallida independencia de Cataluña. El caso, por otra parte, se complica con la prescripción de los delitos, por lo que ni las acusaciones más graves relativas al fraude fiscal o al blanqueo de capitales de antes de 2014 podrán salir adelante. Lo que se podrá investigar en todo caso es lo que ocurrió después.
Todo esto resulta muy poco edificante y debería recogerse en un libro de anti-formación ciudadana. Desde una visión institucional, nada anima al optimismo. Es probable que la investigación finalmente no prospere, sea por la prescripción del delito o por la inviolabilidad durante el ejercicio del cargo. Pero el daño está hecho. Puede, sin embargo, que la investigación finalmente se lleve a cabo. Y si bien el prestigio del antiguo monarca ya está por los suelos, imagínenselo sólo por un momento entrando en un juzgado. El veredicto, casi me atrevería a decir, sería lo de menos. En todo caso, si no se le juzga, mal. Y si sí, peor. No resulta extraño que el actual rey, Felipe VI, esté poniendo tierra de por medio entre él y su padre, renunciando públicamente a esa oscura herencia y retirándole la asignación anual que recibía a cargo de las arcas del Estado. A medida que las cosas se pongan más feas, quitarle el título de rey emérito y señalarle la puerta del exilio serán probablemente los siguientes pasos. La prensa monárquica que ha levantado la voz contra el padre -con razón-, ensalza la figura del hijo y recuerda que los pecados de nuestros mayores no se heredan. ¿Acaso -dicen afilando el cuchillo mientras miran de reojo a Pablo Iglesias- no tenemos un vicepresidente del gobierno que es hijo de un terrorista? Loable argumento de talante liberal que aspira a salvar el honor del individuo y que, no obstante, se vuelve problemático cuando recordamos que el cargo de vicepresidente no se hereda y el de rey sí.
Es entendible el malestar de los antiguos juancarlistas. Atisban a ver parte de lo que está en juego. Cabría recordar al nutrido y competente lector mexicano en estos asuntos de corruptelas, que Juan Carlos I llegó al trono por designación de Francisco Franco, quien había gobernado el país tras el fatal desenlace de la Guerra Civil en 1939. En 1975, con la muerte del dictador, Juan Carlos I se puso a la cabeza de un proceso de transición que muchos historiadores consideran culminó en 1982, cuando el Partido Socialista —uno de los derrotados en la contienda— gana las elecciones generales por mayoría absoluta. La Transición, en su versión oficial e idílica, desempeñó el papel de mito fundacional de nuestro régimen democrático. Si bien hay autores como Eduardo Maura que defienden que en los noventa surgió otro mito alternativo que hizo que la democracia española se definiera, no ya en oposición a la dictadura sino al terrorismo de ETA, lo cierto es que los efectos de la crisis de 2008 rasgaron la visión idílica de la Transición. Y me refiero, no sólo a los efectos económicos, sino a todos los escándalos de corrupción que afectaron a la clase política española. La indignación moral y el sentido del escándalo salpicaron también a la institución monárquica. Al rey lo pillaron en plena crisis cazando elefantes con Corinna Larsen en Botswana, mientras que, al poco tiempo, se destapaba la implicación de uno de sus yernos —el guapo y deportista— en un caso de corrupción que implicaba a varios gobiernos autonómicos. El rey pidió perdón por el asunto del paquidermo y su yerno purgó unos años en prisión después de escuchar por activa y por pasiva que la justicia era igual para todos. El mismo año que esa justicia imputó a la infanta por firmar sin saber —pero por amor, según declaró— papeles del marido que no debería haber firmado, Juan Carlos I abdicó.
Contra todo este carnaval financiero y político se levantó parte de la ciudadanía española aquel 15 de mayo de 2011, soliviantada por una crisis cuya factura debía pagar mientras que las instituciones de esa Transición modélica hedían los efluvios de la corrupción. Al menos eso creímos muchos entonces. Como también en la necesidad de crear un partido que diera forma institucional a ese descontento. En 2015, Podemos hizo temblar todo este entramado que había acertado a denominar como “la casta”. Aún se discute en España si estuvimos al borde de un momento populista o no. Luego vino lo de Cataluña, las miserables peleas internas y el desfonde del proyecto de cambio, amarguras con las que no aburriré al sufrido lector mexicano.
Pero ¿qué pone en juego todo este escándalo de la corona, máxime en un contexto de crisis como el que estamos viviendo? Yo creo que se trata de algo más profundo que la propia institución monárquica e incluso que la legitimidad del sistema político (sea éste monárquico o republicano); algo más profundo porque es uno de los basamentos sobre el que se sostiene la legitimidad de la monarquía y la del sistema político en su conjunto: el relato que da sentido a la historia reciente de los españoles. En la constitución de este relato hay dos variables claves: la conformada por el binomio continuidad-ruptura y la constituida por el de unidad-diferencia. Para una pequeña parte del Partido Socialista, la izquierda podemita y el nacionalismo periférico, existe una continuidad esencial entre el franquismo y la monarquía desde el momento en que el dictador nombró al rey y se mantuvieron ciertas estructuras del Estado y del poder económico. Entre la derecha, los liberales y la mayor parte del PSOE, predomina la idea de ruptura: de una monarquía absoluta se pasó a una monarquía constitucional aprobada en referéndum que garantizaba las libertades y nos equiparaba al resto de Europa.
Los recientes acontecimientos parecen dar la razón a los primeros: los escándalos de la monarquía ponen sobre la mesa la impunidad de un Jefe del Estado, protegido y confabulado con unos poderes económicos incapaces de desarrollarse al margen del paraguas del poder político. Un “capitalismo de amiguetes” como se le denomina comúnmente y que refleja el diagnóstico de Wallerstein de esos países de la semiperiferia que no han logrado un desarrollo institucional adecuado y cuyas élites convierten al Estado en principal fuente de enriquecimiento. Pero se trata también de todo un entramado cultural. La élite española supo desde siempre de los desmanes del rey y, sin embargo, la prensa convertía un día sí y otro también a la familia real en personajes de ensueño, comprometidos, guapos, felices e impolutos. Nadie se atrevía a romper este consenso cultural y quienes se atrevían a hacerlo perdían acreditaciones de prensa o eran silenciados. Todo esto se ha venido abajo. Y con el mito, la legitimidad que lo acompaña.
Los defensores de la ruptura pueden jugar sin embargo una baza poderosa, pero sumamente peligrosa. Ya lo hicieron al encarcelar al yerno del rey. ¿No es precisamente el hecho de que se haya hecho público todo este asunto y de que incluso una figura fundacional como el antiguo jefe del Estado se encuentre en esta situación de paria y amenazado por la justicia lo que demuestra la ruptura con la dictadura? ¿Habría sido posible hacer esto con Franco? Y, es más, si se llegara aún más lejos: ¿no se trata de una democracia plenamente desarrollada aquella que procede a juzgar incluso al jefe del Estado?
Esto constituiría sin embargo una operación de riesgo. No hay que olvidar el otro vector que articula el relato de la historia reciente de España y que juega con la oposición unidad-diferencia. La diferencia, como “hecho oprimido” por el Estado franquista y que continúa hoy operando en el Estado español (porque no hubo ruptura), constituye el eje de los reclamos del nacionalismo periférico, aplaudido con mayor o menor entusiasmo por la casi totalidad de la izquierda española. En el otro lado, la Constitución española reconoce que el rey representa la unidad del Estado y su permanencia. Es este símbolo el que está en cuestión y con él lo que nos une a los españoles: la comunidad política. Y esa comunidad es el objetivo final del nacionalismo —o, lo que es lo mismo, que las diferencias se tornen desigualdades—; objetivo al que, a mi juicio de forma contradictoria, se ha sumado la izquierda española.
Está claro que dado el equilibrio de fuerzas y los mecanismos que establece la Constitución, una reforma que sustituya de forma pacífica la monarquía por la república es hoy imposible. Por eso sostengo que hoy el conflicto principal no está en este ámbito sino en el del relato y en la posibilidad de generalizar un sentido alternativo al sentido común de la Transición, con la vista puesta en futuros conflictos de mayores dimensiones. Porque si bien la inclusión de España en las instituciones europeas supone una garantía de estabilidad institucional, una crisis de la Unión vendría de la mano de un conflicto interno en el solar hispano, donde el problema nacionalista estaría en primer plano, por delante de cualquier agenda de izquierdas.
Y en medio de esta situación, pienso en ese español de buena fe, que todas las navidades sintonizaba el mensaje del rey y estaba convencido, tras criarse en esa mezcla entre cuartel y convento que fue el franquismo, de que había dado a sus hijos un régimen – Juan Carlos I mediante- equiparable al resto de Europa. ¿Qué cara se le habrá quedado a este buen hombre? Y lo más importante ¿no existe un peligro real a que todo esto desemboque en un hartazgo moral y una actitud antipolítica profundamente negativa? ¿Quizás sea esta nuestra condición existencial? De los seis borbones que hemos tenido en nuestra historia reciente, los españoles habremos mandado en breve al exilio a cuatro. Uno se pregunta si no tendremos un problema estructural y recurrente con esta familia. Pero he ahí a José Bonaparte y Amadeo de Saboya, a los que el pueblo de Madrid, filoso y chulesco, bautizó como Pepe Botella y Macarroni I. Dinastías de talante liberal que, no obstante, también pusieron tierra de por medio ante el laberinto español. ¿Será entonces que el problema es con la monarquía y no con una familia en concreto? Y me acuerdo de las dos Repúblicas y de su triste colofón, entre comedia y tragedia. Y luego, ¿qué decir de las dos dictaduras? En fin, que acabo echándome a temblar pensando si ese buen español, y los jóvenes de las siguientes generaciones, no estarán a punto de hacer suyas las terribles pero oportunas palabras que el presidente de la Primera República, Estanislao Figueras, vociferó durante un Consejo de Ministros, allá por 1873: «Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros». Esa misma noche partió al exilio hacia Francia.