Por su misma naturaleza, las crisis son una válvula de descarga de tensiones. Los cuerpos involucrados en ese estado crítico fallan a tal grado en su funcionamiento que buscan transformarse para abastecer sus propias necesidades, muchas veces en detrimento del otro cuerpo con el que habían establecido un pacto de estabilización. Si bien el diagnóstico de la crisis es importante para intentar solucionarla, creo que lo más fundamental es ver las herramientas con las que se llega al diagnóstico. Con ellas, la imagen de la crisis es aún más completa en la medida en que se conocen las posibles curas a la enfermedad, pero también de dónde surgió esa enfermedad y cómo se esparció. Lo que busco hacer aquí es una crítica a cierto tipo de diagnóstico sobre la crisis que sonó en todos nuestros buzones: la invasión de Ucrania por las tropas rusas.

La crisis que estalló ayer es síntoma de que las relaciones entre algunos de los órganos más importantes del orden internacional están, al menos, en un punto de fragilidad —si no es que han sido completamente anuladas las condiciones de su existencia—. Las tensiones crecientes de las últimas semanas y la explosión del conflicto entre Estados Unidos y Rusia han comprobado que las relaciones que habían construido en realidad estaban cimentadas en presupuestos que se quiebran cuando las condiciones del pacto se tensionan desde dentro. El pacto geopolítico al que supuestamente habían llegado —con el fin de la Guerra Fría— Estados Unidos, la OTAN, Rusia y los Estados que lidian como membrana fronteriza entre esos cuerpos parece haberse hecho añicos. Digo supuestamente porque el avance de la OTAN hacia los países limítrofes con Rusia en los últimos años se vio directamente correspondido por la ambición de Putin por recobrar territorio “perdido”, primero con Crimea y ahora con Donetsk y Luhansk. 

Ante la multiplicación de muestras de apoyo al pueblo ucraniano en las primeras horas del conflicto armado, no pude evitar notar cierta contradicción en el discurso de paz que se promulgaba. Porque en muchos casos, la búsqueda de paz para el pueblo ucraniano no condena el conflicto, sino sólo a una de las partes que lo causó: Rusia. Es cierto, fue Putin quien ordenó la invasión de Ucrania. Y no queda más que condenar esta guerra. Pero, ¿en verdad deberíamos quedarnos con una denuncia del desenlace de la crisis, antes que con su evolución hasta su estallido? El New York Times sacó hace unas horas una nota en la que defendía la “inteligencia” de Joe Biden y sus aliados de la OTAN ante la intervención armada rusa. No la frenó, pero al menos la entendió. En efecto, desde hace semanas veíamos nuestros noticieros y redes sociales plagadas con avisos y alertas del presidente estadounidense sobre las intenciones de Putin. Las conocían perfectamente, al parecer. ¿Pero esto quiere decir que estamos dispuestos a hablar de inteligencia política, o táctica, cuando se está anunciando un conflicto armado? ¿No será más bien muestra de un cinismo sin escrúpulo, delatado por la mueca feliz de Biden en su anuncio de las sanciones económicas a Rusia,  por la “inteligencia” del Pentágono y la Casa Blanca, que había vuelto a negociar la incorporación de Ucrania a la OTAN con más vehemencia desde la crisis de Crimea en 2014, en clara violación de los pactos posteriores al fin de la Guerra Fría?

Se podría argumentar, con razón, que Ucrania es un Estado soberano que tiene derecho a defender su territorio ante las amenazas e invasiones rusas, montadas en la pretensión de superioridad geopolítica y económica para intimidar a su vecino. De nuevo, no pongo en duda la condena categórica al conflicto. Antes de reproducir esa condena con palabras vacías, creo que más bien habría que balancearla teniendo en mente las decisiones políticas y militares emprendidas por Biden y Volodimir Zelenski, actual presidente de Ucrania. Si no queremos denostar la cínica provocación a un líder como Putin que, ante una insistencia de esta magnitud, se quiebra y contraataca sin importar las consecuencias, al menos deberíamos condenar la ingenuidad con la que Zelenski busca borrar una historia plagada de conflictos entre transferencias de territorio y movimientos de pueblos enteros. La crítica de Putin a Lenin, por su parte, refleja la inestabilidad sobre la cual están montadas sus aspiraciones anexionistas. Con ese argumento, recurre a tradiciones imperialistas que son reflejo de sus intenciones de grandilocuencia. Parece entonces que tenemos, por un lado, un cinismo diplomático y táctico estadounidense que se respalda en aspiraciones ucranianas políticamente ingenuas, sobre la base de un régimen que busca convalidarse con un pasado zarista. Con esta crisis, los tratados de paz y diálogo entre la OTAN y Rusia se han vuelto más transparentes que nunca: han dejado ver que, en realidad, han sido conversaciones entre sordos que no están dispuestos a dejar atrás la necesidad de legitimar sus excesivos gastos para mantener vivo su presupuesto de guerra.

Lo que ha mostrado esta crisis es la artificialidad sobre la que están basadas las relaciones internacionales hoy en día. Pues en realidad no hay relación, interacción, entre dos naciones en el momento en que la negociación del conflicto se vuelve un pretexto para que uno de los dos desate una guerra sobre un tercer partido. No hay relación donde no hay un sacrificio de intereses por los bandos en cuestión. A despecho de las esperanzas de muchos, las relaciones internacionales no existen porque las partes que forman el pacto no han estado dispuestas a dejar de lado su egoísmo interesado en la construcción de pactos políticos. Lo que estamos viviendo es un reflejo de que no han sido las naciones, en sentido estricto, las que han emprendido esfuerzos de relación política. Han sido, por el contrario, las lógicas y aspiraciones de soberanía universal las que han prevalecido. En vez de una política tejida entre-sociedades, verdaderamente internacional, hay una política de guerra entre soberanías a costo de esas naciones. El precio más alto, desafortunadamente, lo está pagando la sociedad ucraniana que se ha visto orillada entre la espada y la pared. La nación ucraniana, se podría decir recuperando el vocabulario de Marcel Mauss, fue sacrificada a la hoguera creada por el nacionalismo ruso y el cosmopolitismo estadounidense.