El republicanismo es una filosofía política que gira en torno a dos ejes. Desarrolla —primer eje— una concepción de la libertad como no dominación, esto es, que el ciudadano no pueda ser interferido arbitrariamente por otro. Esta definición de libertad se opone a la libertad como mera no interferencia del liberalismo. Para eso, y éste es el segundo eje, esta libertad se articula con una reflexión sobre el poder político que trata de discriminar qué interferencias son legítimas y, por tanto, no arbitrarias. En cuanto se ocupa por la libertad individual, es extraño a cualquier forma de comunitarismo. Hablaré, a partir de ahora, de republicanismos porque en él caben posiciones políticas dispares según consideren ciudadano sólo a aquél que ya previamente ostenta las condiciones de la libertad (republicanismo conservador u oligárquico) o exige la universalización de las condiciones materiales de esta libertad (republicanismo radical o plebeyo); e, incluso, ambiguos: el republicanismo cívico de Hannah Arendt, por ejemplo, condena a jacobinos y bolcheviques por su insistencia en la cuestión social, mientras ensalza la radicalidad de Rosa Luxemburg. 

Marx, desde luego, no sería ambiguo en su republicanismo, a pesar de que no siempre se haya interpretado en esta clave. En 1989, Toni Domènech (De la ética a la política), con bastante anterioridad a que el republicanismo estuviera en boga, distinguió entre un Marx liberal y un Marx republicano. El primero confió ciegamente en que las leyes de la historia y el cambio tecnológico agotaran el capitalismo y proporcionaran las condiciones para el socialismo. Su fuerza reside en la fe depositada en un supuesto conocimiento científico de la dirección inevitable de la dinámica social a partir de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción. Frente a él, hay otro Marx ético-político que denuncia al capitalismo porque impide la autorrealización de los individuos. Este último condena al capitalismo porque esclaviza a quien posee sólo su fuerza de trabajo dado que depende de otro, del trabajo asalariado, para garantizar su existencia.

Las páginas que siguen introducirán brevemente este Marx republicano en los dos aspectos comunes a todos los republicanismos —la libertad ciudadana, el Estado— y el específico del republicanismo plebeyo —la universalización material de esa libertad—.

Ciudadanos o esclavos (la propiedad republicana)

Los republicanismos diferencian dos situaciones sociales: la autonomía y la heteronomía (el ciudadano y el esclavo). El esclavo es aquél que está sujeto al dominio de otro individuo. A su vez, el dominio se define como el estado en el que un individuo puede ser interferido arbitrariamente por —o depende de— otro. ¿Quién es este otro? Bajo el capitalismo, obviamente, es irreductible a los sujetos singulares de la relación amo/esclavo de la Antigüedad, sino que adquiere una dimensión de dominación impersonal. Precisamente por su impersonalidad, presenta la particularidad de que, al tiempo que esclaviza, permite a los agentes heterónomos pensarse como libres.

Esta distinción de la dominación personal precapitalista a la dominación impersonal se comprende en la distinción entre esclavo como medio de producción, dice Marx en El capital, y la fuerza de trabajo asalariada, cuya esclavitud es sólo parcial. Escribe Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845): “La sola diferencia, frente a la antigua y franca esclavitud, consiste en que el moderno trabajador parece libre porque no es vendido como antes, sino pedazo a pedazo, diariamente, semanalmente, por año, y porque un propietario no lo puede vender a otro, pero el obrero se debe vender igualmente de aquel modo, porque no es un esclavo de un individuo aislado, sino de toda la clase propietaria”. Marx reformula la tesis de Engels en El capital mediante la metáfora de los hilos invisibles que ocultan la dominación debido a que “el cambio constante de patrón individual y la fictio iuris del contrato mantienen en pie la apariencia de que el asalariado es independiente”.

 No obstante, incurriría en imprecisión histórica si hablase de conversión de esclavo a obrero como si fuera un mero cambio de estatus jurídico dentro un continuum. Al contrario, la dominación capitalista se traba con la acumulación originaria que hunde las raíces del capitalismo en la expropiación a sangre y fuego de la pequeña propiedad y las tierras comunales. Es ésta la otra cara de la “libertad” proletaria. Si, por un lado, se piensa libre porque se vende sólo por unas horas; por otro, es “liberado” de cualquier atadura previa, como la que lo ligaba a los medios de subsistencia que lo protegían de ser arrojado al mercado. Es decir, el obrero es libre para venderse porque, entre otras causas, es despojado de las condiciones materiales de su existencia. Esta constatación conduce al republicanismo radical a ahondar la definición de libertad republicana en torno a qué asegura la autonomía: la propiedad concebida fiduciariamente. Libre es, en palabras de María Julia Bertomeu y Toni Domènech (“El republicanismo y la crisis del rawlsismo metodológico”, 2005), quien “no depende de otro particular para vivir, es decir, si tiene una existencia social autónoma garantizada, si tiene algún tipo de propiedad que le permite subsistir bien, sin tener que pedir cotidianamente permiso a otros”.

La forma de la república: dictadura del proletariado y Comuna de París

¿Cómo se organiza un Estado de individuos libres, cuya existencia social autónoma está asegurada? Debemos analizar la organización del Estado en dos sentidos. En primer lugar, cuáles son sus potestades de interferencia legítima —no arbitraria—. El Estado republicano ha de intervenir en cinco aspectos: la seguridad exterior e interior, la prosperidad económica, la vida pública y, por último, la preservación de la independencia personal. El Estado la preserva de dos modos: 1) protege que cada ciudadano disponga de la propiedad suficiente que le permita vivir bien; y 2) impide la concentración de la propiedad hasta niveles que amenacen la independencia individual. Esta segunda interferencia del Estado implica que toda propiedad está sometida a su uso social y, por ende, las formas de propiedad republicanas no son absolutas, sino fideicomisas de la república como cuerpo político. Así queda recogido, por ejemplo, en el artículo 27 de la Constitución de México de 1917.

En segundo lugar, hay que aclarar qué formas de control tiene el pueblo sobre sus representantes políticos. El comisario republicano es un fideicomisario que recibe un encargo del pueblo fideicomitente. El representante se somete, además, a una estricta supervisión de quienes encomiendan la tarea. Domènech en El eclipse de la fraternidad, obra cumbre del republicanismo plebeyo en lengua hispana, equipara esta relación con la del agente y el principal de la teoría económica. Si bien en ésta la desigualdad informativa entre el agente y el principal se compensa, tentativamente, con incentivos compatibles (cuando el principal delega una tarea en un agente, asume que el agente posee más información que él; en consecuencia, debe asegurarse de que el agente no actúe en beneficio propio. Los incentivos compatibles tratan de encontrar la remuneración o ventaja que asegure que el agente no traicione al principal); en la teoría republicana, la responsabilidad política se asume como una “carga onerosa”, en términos de Rousseau, y el comisario en cumplimiento de su función es considerado como un minister o siervo público.

Estas premisas problematizan algunos lugares comunes sobre la dictadura del proletariado y su concreción soviética. Sin ir más lejos, Rosa Luxemburg, en La Revolución rusa (escrita en 1918, pero publicada en 1922), al tiempo que denuncia la disolución del parlamento pluripartidista en enero de 1918 de la Rusia soviética, traza la genealogía republicana de los bolcheviques que “son los herederos históricos de los levellers ingleses y los jacobinos franceses”. El republicanismo plebeyo afronta esta paradoja a partir de la distinción entre dictadura comisaria y dictadura soberana. La primera, que se decreta por el propio pueblo, suspende temporalmente las garantías democráticas ante una agudización de la lucha de clases, por un periodo de tiempo previamente fijado tras el cual se retorna a la república. La Revolución soviética fue una dictadura comisaria bajo la dirección de Lenin y Trotsky. Por un lado, los comunistas rusos aguardaban que se desencadenase una revolución en Europa con un patrón semejante al que pensaron Marx y Engels en las revoluciones de 1848. Por otro, ejecutaron políticas de promoción de la pequeña propiedad agraria y el cooperativismo; mientras que el socialismo en un solo país y la estatalización de la economía del estalinismo borró lo primero y aniquiló las segundas. 

Ilustración: Jessa.

No obstante, Engels escribe en el prólogo de 1891 a La guerra civil en Francia: “Pues bien, caballeros, ¿queréis saber qué faz presenta esta dictadura? Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!”. Y es que la misma dictadura comisaria ya se rige por las exigencias del gobierno republicano. La Comuna parisina, como Moreno Pestaña ha destacado (“Los enigmas de la esfinge: qué podemos aprender hoy de la lectura de Marx/Engels sobre la Comuna de París”, 2023), permite a Marx y Engels vincular la institucionalidad del poder obrero a la democracia ática —primer gobierno de los pobres libres—. De hecho, en la Comuna parisina, leída por Marx en La guerra civil en Francia, aparecen los mecanismos institucionales centrales del control fiduciario del poder político: sufragio universal, disolución de los cuerpos burocráticos diferenciados del pueblo —empezando por el ejército regular y la equiparación de la retribución de los trabajadores públicos al salario medio del obrero—, el mandato imperativo y la revocación inmediata, la prevalencia del legislativo sobre el ejecutivo y la crítica a la separación de poderes. Y así lo sentencia Marx en el Manifiesto de 1871 de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT):

La antítesis directa del Imperio era la Comuna. El grito de “república social”, con que la revolución de febrero fue anunciada por el proletariado de París, no expresaba más que el vago anhelo de una república que no acabase sólo con la forma monárquica de la dominación de clase, sino con la propia dominación de clase. La Comuna era la forma positiva de esa república.

Universalización de la libertad (economía política popular)

Finalmente, la especificidad plebeya de la universalización de la libertad no es otra que la extensión de las condiciones materiales de su ejercicio: la universalización de la propiedad republicana. El marxismo liberal abraza la promesa del estallido final de las contradicciones entre relaciones de producción y fuerzas productivas, asume como propia una premisa específica del capitalismo, la división entre economía y política. Esta concepción escatológica opta, como el capitalismo, por una comprensión de la economía que sacrifica lo político: si el capitalismo se escuda en la catalaxia —praxeología acerca del equilibrio entre oferta y demanda—, el marxismo liberal delega la organización económica en una planificación “científica” que solventaría todos los conflictos sociales. El marxismo republicano analiza, por el contrario, las relaciones económicas como relaciones, a su vez, políticas que dependen de su institucionalización: el derecho a la existencia, límites a los derechos de propiedad, organización reglada de los intercambios, limitación política a la acumulación y concentración económica, etc.

De todos modos, el socialismo marxista se ajusta a las transformaciones económicas del capitalismo. El republicanismo moderno fundamentaba su organización económica en la pequeña propiedad agraria o artesana con aquello que Robespierre llamaba “economía política popular” o reconstruyó el historiador E. P. Thompson bajo la denominación de “economía moral popular”, que incluyen desde la propiedad comunal a las formas de intercambio mediadas por una institucionalidad solidaria precapitalista. El socialismo, por su parte, responde a las condiciones que el capital impone desde la revolución industrial. Si el capitalismo, al tiempo que deshace las formas tradicionales de economía, socializa la producción en grandes espacios con concentración de trabajadores, la sociedad de pequeños propietarios independientes de Jefferson o Robespierre es históricamente irrealizable. En consecuencia, Marx se decanta por formas de propiedad autogestionarias y cooperativistas que instituyan una organización económica que articule, según cada coyuntura histórica, mecanismos de mercado, de propiedad estatal (monopolios naturales, educación, sanidad…) e instituciones de trabajo colaborativo voluntario. Las últimas equivaldrían a una reconstrucción consciente de la “economía moral” que fueron arrasadas.

Algunas aporías del marxismo republicano

La teoría normativa republicana es hoy la única salida capaz de romper la nostalgia de un marxismo liberal que aplaude cada triunfo del capital como si fuera un clavo más de su tumba. Pero también contiene algunas aporías. En La igualibertad, Étienne Balibar distingue entre una ciudadanía basada en exclusiones antropológicas (amo/esclavo, hombre/mujer, adulto/niño) y la ciudadanía universal moderna. La ciudadanía universal también se subdivide: la “universalidad intensiva” que asienta la igualdad efectiva de los ciudadanos —el derecho al voto o la seguridad social—; y la “universalidad extensiva” que afronta el problema del particularismo de la ciudadanía circunscrita al marco del Estado nación.

En las sociedades contemporáneas perviven diferencias antropológicas que funcionan como exclusiones internas a la ciudadanía: el sexismo, las clases sociales y la división del trabajo. Este texto se ha acercado especialmente a las diferencias de clase, pero no me he referido a las otras dos. La lucha por la universalización de la ciudadanía dentro del movimiento feminista vive hoy en un equilibrio inestable entre la denegación o la universalización de la diferencia sexual, como se puede comprobar en conflictos al interior del feminismo. Por otro lado, también es irreductible, contra los textos más utópicos de Marx, la oposición entre trabajo manual e intelectual. Esta división no es sólo técnica, sino de reconocimiento social de los agentes que la desempeñan —la diferencia entre quien limpia el aula y quien imparte clase, sin ir más lejos—. Este conflicto se rastrea en el desprecio o la pretensión de eliminar el trabajo manual que emerge tras la oposición entre trabajo y actividad de Aristóteles a Hannah Arendt o en el debate entre Ingreso Básico Universal o reducción de la jornada. Dicho de otro modo, hay que pensar si ciertos trabajos son despreciables en sí o si depende de las condiciones en las que se desempeñan.

El universalismo intensivo y extensivo, o lo que es lo mismo, los límites del Estado nación, genera también puntos de debate enconado en el pensamiento republicano. En primer lugar, aparece el problema del derecho de autodeterminación y el debate sobre qué genera la condición ciudadana. Un ejemplo paradigmático de ello es el debate entre Lenin y Rosa Luxemburg en el que no podemos acusar a ninguno de los dos de ser ajenos a la tradición marxista y republicana. El segundo problema del universalismo republicano es el límite interno a la ciudadanía que sufre la población migrante desprovista de los mínimos derechos constitutivos. En tercer lugar, la articulación de una política internacionalista en una situación de conflagraciones interimperialistas, de las relaciones centro/periferia y, por supuesto, el desarrollo desigual.

Sin aventurar más repuestas que las que se puedan intuir por la misma exposición, creo que la reconstrucción del socialismo pasa inevitablemente por el republicanismo radical de Marx y por un debate sincero y fraternal sobre estas aporías.