Estamos cansados. En mi pequeño mundo, mis redes humanas comienzan a mostrar mucho agotamiento. Pareja, hermana, papás, mejores amigos, admirados colegas. Profesores y académicos de los más diversos niveles educativos. Todos dedicados a la educación y todos ellos muy cansados. Son mis interlocutores, aliados y compañeros de trabajo. Me circundan porque he atravesado muchas aulas, ya sea como maestra de jóvenes de secundaria y preparatoria, o en cursos a estudiantes de primer año de licenciatura tanto como a aquellos de semestres terminales y estudiantes de posgrado. Nunca me he parado en un salón de primaria o preescolar. No creo atreverme jamás: ya no estoy en edad para aprender lo necesario. Y quiero declarar que nada me gusta más que la docencia, ni siquiera la investigación, siempre más prestigiosa y mejor remunerada. Incluso a pesar de ser ella también una innegable compensación y un remanso para la inteligencia. La cosa es que, en mi caso, la magia se juega en un aula. Por eso sé bien que la buena docencia requiere mucha preparación.

Mis primeros años como maestra de educación media me confrontaron con miedos básicos: ser observada de pies a cabeza, escribir con claridad ante todos, ser capaz de responder a una duda sin sentirme atacada o vulnerada. A lo que se sumarían aprendizajes vitales: no silenciar, no competir, jamás humillar. Avanzar siempre al ritmo de los más lentos y no al de los más aventajados. No siempre lo logro, pues, como todos, camino con mis puntos ciegos y padezco de la condición humana. A veces, por ejemplo, no logro contener mi propio afán por poner el último punto de la discusión: ser la mujer de la última palabra. Ahora recuerdo, cómo hace diez años, con un puñado de experiencia detrás, no logré dar una sola clase de pie durante mi primer curso de licenciatura. Cual barricada, escudo e impermeable, el escritorio me defendió durante todas esas sesiones de las preguntas y las miradas incómodas. Tuve que tomar mucho valor para separarme de la silla, con los músculos tensos y la mirada en el libro, hasta el segundo semestre en que fui contratada. Ahora no logro mantenerme quieta. O eso creía. Durante los últimos cinco meses he estado al frente de cinco cursos. Y al frente ya no indica delante: no hay escenificación. No me arreglo, no tomo aire antes de abrir la puerta, no llevo mi café a la mesa, no porto un plumón después olvidado en algún recoveco de mis muchas bolsas, expuestas a media clase para hallar al fugitivo. No leo en voz alta. No cuento chistes malos que nunca repetiría a mis amigos. No veo caras de asombro o desconcierto, de las que a veces no sé si indican que me detenga en seco o que avance más por el mismo camino. Para mí este es el síntoma de nuestra crisis social. En mi experiencia vital, que es toda la que tengo, extrañar las aulas es añorar el mundo que repentinamente se ha confinado al estrecho espacio de una pantalla.

Foto de Oscar Keys en Unsplash.

Con todo, soy una persona pragmática. Defendí y seguiré defendiendo la necesidad de que los docentes respondiéramos con nuestras habilidades al reto de la enseñanza en línea. No había opción; aún no la hay. Eso o el aislamiento y el abandono total: miles de estudiantes sin certezas ni contacto con sus instituciones. Así que me senté. De nuevo. Consciente de que mis estudiantes enfrentarían muchas dificultades, que después descubrí también serían las mías. Mala conexión de internet. Fantásticas plataformas educativas de empresas privadas. Una gran brecha digital en sociedades para las que la propiedad privada del servicio de internet es un dogma incuestionable. Dispositivos digitales de escasa capacidad para soportar todo el trabajo necesario para la educación a distancia. Opté por mutar. Como a todos en mi entorno: nos vi recrearnos. Apoyada en decenas de tutoriales, me volví youtuber. Aprendí a grabar vídeos explicativos y grabaciones de audio. Dejé de despreciar los PowerPoint. Leí sobre TICs (Tecnologías de la Información y la Comunicación). Tomé dos cursos en línea para manipular a medias las plataformas educativas. Y me enfrenté a los silencios incómodos en medio de la clase por Zoom; incluso logré concentrarme para responder a un chat mientras intentaba exponer una idea compleja. Me mantuve sentada.

Al finalizar tres de mis cursos, como parte de la evaluación, pedí a mis estudiantes que me narraran cómo viven la pandemia y el confinamiento. Tantos, deprimidos; otros, aburridos y con problemas económicos. Una de ellas, joven mamá, trabaja nueve horas al día desde casa para un call center. Otro, sin familia en la ciudad, dejó de comer cuatro días cuando se quedó sin trabajo y se conectaba en los parques para que una de sus profesoras hablara sin parar durante tres horas, en una réplica exacta del autismo docente de tantos colegas. Muchos narraron sus miedos y cuánto extrañan la vida universitaria. Al cierre de caja de esta primera experiencia, me he preguntado por qué las universidades no estaban preparadas con sus propias plataformas si la educación a distancia es ya tan añeja; por qué los servicios de internet no se han puesto a disposición para la docencia ante la crisis sanitaria, obligando a los profesores a pagar sus costos con sus salarios. No sé ustedes, pero desde hace meses también me preguntaba dónde estaban las televisoras, cuyo alcance es infinitamente superior al de los servicios de la red digital. Me pregunté y me pregunto, consciente siempre de ser una profesora universitaria con un salario digno garantizado. 

Entre tanto, me he enterado de lo que pasa en la educación básica. Sé de muchos casos –creo no excepción sino norma– en que las escuelas públicas de educación básica dejaron de comunicarse con sus estudiantes desde marzo. No videollamadas, no comunicación en línea, no contacto telefónico. Nada. Sólo una notificación al final del ciclo sobre la nota obtenida. Aprobad@ / Reprobad@. Miles de niñas y niños –y sus respectivos padres– están casi sin contacto con sus escuelas desde hace cinco meses. Y la pandemia sigue. No hay certezas ni aquí ni en ninguna parte del mundo sobre los ritmos de su paso por nuestros cuerpos. Mi pragmatismo me indica que no hay opción más que rendirse a la efectividad y al alcance de las pantallas. Sólo la televisión podrá mandar un mensaje educativo a los millones de niños que se han quedado sin escuelas, a las que además nadie sabe cuándo podrán volver. La caja idiota y su prima la pantalla de la computadora, con todos sus vástagos, están al mando. Seamos pragmáticos, pues, pero nunca cínicos ni ingenuos. Si esto supone que al confinamiento lo paliamos con nuestras capacidades sociales realmente existentes (servicios privados, sistema educativo empobrecido y abandonado, profesores con escasa preparación, grandes monopolios en telecomunicaciones y un gobierno que hasta el momento no ha hecho lo necesario ni lo esperado para dar un giro radical al camino neoliberal de la educación pública), entonces no queda más que esperar que los contenidos estén a la altura de las circunstancias. Televisión y educación no pueden más que sonar mal en un país como éste. Pero, seamos pragmáticos, entonces. Sólo me pregunto ahora: ¿cómo haremos después la transición de la pantalla a las aulas?, ¿cuál será el plan que contemple subsanar el rezago que todo esto ocasionará en millones de niños y jóvenes?, ¿y una verdadera reforma que mejore sustancialmente el nivel educativo en México, para cuándo? Cuando en las aulas regresemos a la “nueva normalidad”, ¿ésta será igual de mala que la vieja normalidad educativa? ¿No sería éste el momento más adecuado para someter a una verdadera revisión el proyecto nacional en esta materia? En eso no podemos ser pragmáticos sin ser al mismo tiempo indolentes, porque lo que se agota en ese caso es el tiempo y la paciencia.

Vuelvo al agotamiento. En mi entorno, los maestros estamos muy cansados. Hemos tratado de resolver con nuestro esfuerzo cotidiano las carencias de una sociedad que nunca se ha atrevido a socializar los recursos culturales y educativos en bien de todos. La propiedad privada es dogma de fe y principio incuestionable. No importa si se trata de recursos para la educación o para la salud. Todo se cobrará: las televisoras, como los prestadores de servicios en línea, no cederán un ápice. Y en unos meses, los niños –y sus respectivos padres– también estarán aburridos y agotados. Lo que me recuerda un cuento de Isaac Asimov que conocí gracias a una lectora genial e intuitiva, donde se narra una breve conversación de dos niños de un futuro distante que no conocen más escuela que la pantalla de televisión.  Lo parafraseo aquí: Ella no entiende el interés de él por leer un libro –libro de verdad, de papel– que habla sobre la escuela. ¿Quién querría escribir sobre la escuela? Es que no es una escuela como la nuestra: ¡en esa tenían un maestro que era un hombre de verdad! ¡Bah! Pero un hombre de verdad no es lo bastante listo como para enseñarnos. Yo no querría que un hombre viniera a mi casa a enseñarme. No seas ignorante: los maestros tenían un edificio especial y los chicos iban allí. ¡Asistían todos juntos! ¡Y todos aprendían lo mismo siempre y cuando tuvieran la misma edad! Después, ella, ya frente a sus maestros-pantallas, piensa: ¡cuánto se habrán divertido! (Asimov, Cuánto se divertían).