El 06 de noviembre de 2025, en el corazón del Centro histórico de San Salvador, hoy protegido por la Fuerza Armada, la Policía Nacional Civil y el Cuerpo de Agentes Metropolitanos, Yésica Solís, una mujer de 42 años, fue asesinada por un francotirador del Ejército en la acera del Palacio Nacional, al parecer por accidente. Inmediatamente, y sin importarles si con ello obstruían la investigación del delito, acudió un equipo de limpieza a lavar y desinfectar la acera, y a pintar la pared del palacio. La sangre pobre de esa mujer ensuciaba el aura impoluta del nuevo centro turístico, y con ello la marca del país como el “más seguro del mundo”. El incidente resume la nueva realidad salvadoreña: Antes eran las pandillas las que ejercían la violencia contra la población, ahora son las fuerzas de “seguridad”.

La marca que construye Nayib Bukele, presidente de facto desde su reelección inconstitucional en 2024, descansa en dos pilares: por un lado, las cárceles y, por el otro, el aburguesamiento y turistificación de la costa (“Surf City”) y del centro de la capital. “Revitalización” es el eufemismo con el que se ha dado nombre a la agresiva campaña por transformar al Centro. Aunque muchas denuncias le llamen gentrificación, es más preciso hablar, como he hecho aquí, de dos procesos: en primer lugar, el aburguesamiento; es decir, la expulsión de los pobres que por décadas han habitado el centro capitalino para favorecer el goce y el consumo exclusivo de la clases media y alta salvadoreñas; y en segundo lugar, la turistificación; esto es, la transformación de ese mismo espacio en un enclave, donde las actividades, comercios y servicios se condicionan primordialmente a las necesidades de los turistas, la mayoría extranjeros y compatriotas de la diáspora en Estados Unidos. Estos procesos sólo pueden sostenerse a punta de armas y de la suspensión de garantías bajo un régimen de excepción perpetuo. Eso es lo que permite contener el comercio informal y despejar la pobreza estructural que empaña y ensucia el paisaje burgués que Bukele quiere construir.

Comercio en la 4a calle Poniente antes del desalojo de marzo 2025
Foto: Menly González

El periódico nacional El Diario de Hoy usa la palabra “renacer”, como si la ciudad capitalina fuera un cuerpo muerto. En redes sociales, las clases medias expresan que antes no se podía “bajar” al centro ni caminar por sus calles. El centro, ciertamente, no era un paraíso; había edificios abandonados, comercio informal, delincuencia y pandillas. Pero no estaba muerto, convaleciente, ni era intransitable. Afirmar eso sería negar la existencia de la gente que lo habitaba: las personas que vivían en sus mesones, los vendedores ambulantes, los lustradores de zapatos, los transeúntes, las prostitutas, los músicos, los obreros que acudían a sus bares de bajo presupuesto y a sus salones de baile, los vendedores de libros usados, las barberías baratas, los viejitos que se sentaban en los parques a platicar.

Foto: Menly González

No romantizo la informalidad del comercio ni la pobreza que aún caracteriza a las poblaciones que insisten en habitar y buscar la vida en el corazón de la ciudad. No hay nada bonito en no tener seguridad social ni en un centro capitalino cooptado por el crimen organizado. Pero tampoco creo romántico o bonito expulsar a todas esas personas, y despojarlos de sus medios de vida como una masa de seres desechables. Esa informalidad tendrá que brotar en otros lugares, porque no elimina la causa estructural que los manda a vender a la calle.

Cualquiera que se oponga a este proceso de despojo y reorganización urbana, individual o colectivamente, conoce las consecuencias: régimen de excepción. Desde su implementación en 2022, éste ha servido para el combate de las pandillas, el encarcelamiento de opositores políticos y también como herramienta de acumulación de capital de la familia Bukele y de sus amigos empresarios. Posibilita la criminalización y expulsión efectiva de la pobreza y la informalidad de los lugares donde ellos desean invertir. Sobre las bases del despojo, ellos pueden montar nuevos negocios, comprar inmuebles o revalorizar los que ya tenían. Es un negocio redondo, además, porque el régimen de excepción se financia con fondos públicos. A esto se le suma la mano de obra esclava: la de los presos en fase de confianza que son sacados de las cárceles para trabajar en la construcción de obras públicas, según lo estipulado en el llamado plan Cero Ocio. Un gran porcentaje de las 100,000 personas encarceladas bajo este régimen laboran sin salario y sin derechos en la actual “revitalización” del centro.

Edificios sobre la 1a calle Oriente que antes eran tiendas de joyería o zapatos usados, y otros negocios por el estilo, ahora son sorbeterías y cafés.
Foto: Menly Gonzálezz

La apropiación del centro por parte del “proyecto Bukele” tiene otros impactos en el terreno simbólico: produce la racionalidad y estética neoliberales encarnadas en el centro comercial. Todos los centros comerciales en el mundo, como todos los aeropuertos, tienden a la uniformización. La estética de centro comercial se caracteriza por ser pulcra, homogénea y atemporal; tiende a anular la diferencia cultural para reemplazarla por el consenso visual del mármol, el cristal, la luz controlada, las fuentes simétricas y las palmeras en maceta. Su objetivo es orientar a las personas al consumo, borrando todo rastro de conflicto, historia o identidad local. Es la arquitectura de un orden social que glorifica la mercancía como único valor universal y convierte al ciudadano en un cliente perpetuo.

 Las cuatro o cinco cuadras que el gobierno salvadoreño protege con un cordón sanitario militar se parecen cada vez más a ese modelo. La Biblioteca Nacional, construida con la cooperación de China, ha sido devorada por esa lógica y esa estética. La destrucción del patrimonio histórico, la instalación de un Starbucks al interior del Teatro Nacional, el cierre de antiguos negocios formales para instalar cadenas gringas de comida chatarra y la remodelación del mercado municipal San Miguelito responde también a eso. Es evidente que Bukele y sus hermanos sueñan el paraíso supraterrenal como un centro comercial, y a ellos entrando en él con sus mocasines y sus camisetas polo Ralph Lauren pisando los suelos de mármol que espejean sus siluetas.

Cualquier espacio alternativo a esa lógica y esa estética no tiene posibilidad en la nueva traza de la ciudad bukeleana, así se trate de sitios con valor histórico y cultural. Encaja, pues, en lo que Henry Lefebvre llamó “ciudad producto”, dominada por el valor de cambio, o lo que Jamie Peck y Neil Brenner han llamado “ciudad neoliberal”. En ella predominan la privatización, la mercantilización del espacio público, la segregación socioespacial y la subordinación de los intereses sociales a los económicos, y con ello permite que el mercado dicte las formas de organización del espacio y discipline nuestras prácticas humanas.

Foto: Menly González

A principios de los 90, la primera ola de neoliberalización, impulsada por la Alianza Republicana Nacionalista (Arena) —el partido de derecha que fue sustituido por Nuevas Ideas (NI), el partido de Bukele—, abandonó el Centro histórico. La lógica privatizadora se enfocó hacia otras zonas de la ciudad. Esto permitió que los expulsados del mercado y la economía formal encontraran en las calles del centro de San Salvador un lugar para participar de la actividad económica desde los márgenes, en lo que Verónica Gago llama “neoliberalismo desde abajo” y que deviene en estrategia de resistencia. Así, Bukele y su aburguesamiento autoritario representan una nueva arremetida del capital en contra de estos sectores populares sobrevivientes.

Ahora, los expulsados tendrán que encontrar desesperadamente otros lugares donde vender; algunos migrarán a Estados Unidos, otros quizás acabarán robando. Los expulsados del sistema de mercado, como bien señaló David Harvey, poco pueden esperar de este tipo de desarrollo y progreso, excepto pobreza, hambre, enfermedad y desesperación. Su única salida es trepar de cualquier manera al barco que los excluyó: sea como vendedores informales, como pequeños productores de mercancías, o como depredadores marginales que roban, piden limosna o recurren a la violencia para arrancar unas migajas a otros pobres. En El Salvador de Nayib Bukele, muchos de estos rostros anónimos previsiblemente terminarán en sus cárceles masivas.

Los edificios de apartamentos de lujo crecen hacia el cielo bajo Bukele, igual que los centros comerciales. Esto da la impresión de que el éxito del capital inmobiliario privado conduce a El Salvador hacia el progreso. La triste realidad dice lo contrario: con los salarios de hambre de los salvadoreños, sólo los extranjeros, la diáspora y el narco podrán comprarse alguno de esos apartamentos.

En los 50 y 60, el proceso de modernización autoritaria, según lo llamó el historiador salvadoreño Roberto Turcios, conducido por los mismos militares que reprimían al pueblo, dejó una infraestructura de vivienda urbana digna para la clase trabajadora: los edificios multifamiliares de la Colonia IVU, de Atlácatl, de Montserrat, de Candelaria. El Estado abandonó ese rol de arquitecto del desarrollo con los ajustes estructurales neoliberales a partir de los 90. En 20 años (1989-2009), Arena instaló un aparato estatal cuya misión primordial fue facilitar las condiciones para una ventajosa acumulación del gran capital, nacional y transnacional, en detrimento de la clase trabajadora. Los diez años de gobierno (2009-2019) del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), lamentablemente, no lograron revertir dicho proceso. El desarrollo de Bukele en el centro histórico y en la costa es una profundización y radicalización de esa reestructuración productiva iniciada por Arena, pero con más lucecitas de colores, botas militares y armas en la calle.

Foto: Menly González

Estudié mi bachillerato en un instituto en el centro a principios de los 2000, a dos cuadras del Parque Libertad, sobre la 6ª avenida sur. Buena parte de mis compañeros eran hijos de vendedores de los alrededores. Pasé mucho tiempo con ellos en el centro. Recuerdo el billar la Dalia, con su pasillo de entrada antes de subir las gradas de caracol, siempre oloroso a orina, y adentro puros viejitos parroquianos. Recuerdo la cerveza de barril que vendían en la Mia Pizza mientras uno veía una pecera, el tiempo suspendido por su estética sesentera; las tortas que vendían en los puestos del parque San José donde comíamos siempre con música de los Temerarios de fondo; los músicos que se ponían a tocar en la Plaza Libertad por las tardes; los pantalones Levis y Silver Hawk contrabandeados que vendían en la coyoteada frente al mercado Sagrado Corazón y la Iglesia el Calvario. Era un centro decadente, caótico y hermoso, de muy bajo presupuesto.

En ese tiempo, mi utopía era un centro que fuera bohemio, con cafés literarios y bares con agenda cultural alternativa. Hoy, el centro se está convirtiendo en un paisaje distópico neoliberal. La pregunta sobre qué tipo de ciudad queremos construir está intrínsecamente ligada a cuestiones más trascendentales: el tipo de sociedades que aspiramos tejer, las relaciones sociales que buscamos fomentar, nuestra conexión con la naturaleza, el estilo de vida que anhelamos y los valores que respetamos. La pregunta para mis compatriotas es ¿queremos ser eso, un centro comercial de la familia Bukele?