El primero de octubre del 2024, en su toma de protesta, Claudia Sheinbaum hizo una elocuente relación de eso que, en el contexto de la Cuarta Transformación, se conoce como “humanismo mexicano”. El concepto fue acuñado por Andrés Manuel López Obrador a finales de 2022 para nombrar los principios de su movimiento y de su nuevo modelo de gobierno que, a su juicio, constituye la mejor alternativa al neoliberalismo.
Sheinbaum sintetizó el humanismo mexicano en diez principios (véase más abajo la infografía) y destacó con especial atención su dimensión social, para lo cual remitió a la célebre frase obradorista: “por el bien de todos, primero los pobres”. Se trata, parafraseando a la presidenta, de un modelo de desarrollo con miras universalistas, que enfatiza la rectoría del Estado en materia económica y de bienestar, la igualdad sustantiva, el respeto a los derechos humanos, al medio ambiente y a la diversidad. El discurso de Sheinbaum, con un cariz nacionalista, situó al humanismo mexicano dentro de una tradición de movilizaciones sociales y de pensadores que en la historia de este país han defendido la democracia, la libertad y la justicia social, desde la Independencia hasta los estudiantes del 68. Esta narrativa sobre la historia de México, en contraste con otras posturas de la izquierda contemporánea, no renuncia a ver en la nación un proyecto potencialmente progresista y emancipador.

Como todo lo que tiene que ver con la Cuarta Transformación, el humanismo mexicano ha sido controversial y sujeto a diversas críticas. Frente a quienes lo consideran hipócrita, limitado o peligroso, quisiera argumentar en las siguientes líneas por qué no sólo comparto sus principios, sino que encuentro en él una ruta y un instrumento valiosos para remontar las corrientes antiprogresistas que dominan la política internacional y que buscan articular la oposición en México, así como para revertir los impulsos reaccionarios dentro de Morena. Empiezo con esto último.
Morena y el humanismo mexicano
Desde que López Obrador asumió la presidencia y hasta el día de hoy, los escándalos en Morena y en los gobiernos que encabeza no han sido escasos: varios casos de corrupción, una política migratoria que reproduce la lógica persecutoria de Estados Unidos, alianzas y defensas de personajes y partidos ignominiosos, el tibio posicionamiento frente al genocidio en Gaza… ¿Son estas señales suficientes para preguntarnos si el llamado “humanismo mexicano” es letra muerta o si entre sus defensores existe una gran hipocresía?
Se podrá contestar, con cierta razón, que la construcción de gobernabilidad exige pragmatismo y que revertir la degradación social y política heredada es una tarea titánica, sobre todo ante los poderosos grupos que buscan impedir cualquier transformación y ante el acoso constante del gobierno de Donald Trump. Se podría brindar también una serie de contraejemplos para mostrar los avances conseguidos en estos temas frente a los tiempos del PRIAN. Pero estos argumentos tienen un límite. No es lo mismo justificar la compra de un voto opositor en el Congreso para asegurar mayorías, que mantener impune una política migratoria responsable, entre otras tantas tragedias, de la muerte de cuarenta personas en un centro de detención.
La tensión entre ética y pragmatismo es, entonces, ineludible. Pero justamente allí el humanismo mexicano toma sentido. Su valor radica en ofrecer un modelo claro y sencillo para orientar la acción del partido y del gobierno hacia los principios rectores del movimiento. Se trata de un marco prescriptivo y no descriptivo. Y aquí resulta relevante recordar una máxima del idealismo que suele desecharse en tiempos cínicos o de zozobra: los proyectos, los principios y los ideales no deben evaluarse por cuánto se ajustan a la realidad, sino que la realidad debe juzgarse por cuánto responde a ellos.
Así pues, el humanismo mexicano representa un punto de partida para exigir —a contracorriente de ciertas inercias del partido y del propio gobierno— que se cumpla el programa prometido y que se traduzca en acciones, políticas y leyes concretas. Un poderoso ejemplo en este sentido lo podemos encontrar en el texto que Silvana Rabinovich publicó hace unos días sobre la postura del gobierno federal ante el genocidio en Gaza.
El humanismo mexicano y la ultraderecha
Día tras día, las noticias confirman lo que desde hace tiempo se vislumbraba: la ultraderecha avanza a gran velocidad en Occidente, cosechando victorias electorales y normalizando valores, políticas y narrativas que hace apenas unos años hubieran resultado impensables. Como explicó Alejandro Estrella en un análisis publicado en esta revista, este movimiento neorreaccionario encuentra en el trumpismo su expresión más potente y peligrosa.
En ese contexto, escuchar a Claudia Sheinbaum reivindicar en sus discursos y conferencias los principios del humanismo mexicano adquiere una relevancia inesperada. Frente al ruido reaccionario, vale la pena detenerse en tres rasgos de este enfoque que resultan claves para contrarrestar el ascenso de la ultraderecha.
Primero: el humanismo mexicano es esperanzador. Parte de la convicción de que podemos vivir mejor y de que el futuro puede construirse en positivo, no en el miedo ni en la nostalgia de un pasado glorioso. No apela a la culpa ni al victimismo, sino a la posibilidad de abrir horizontes desde nuestra experiencia histórica.
Segundo: se funda en principios universalistas. Defiende una idea de bienestar horizontal y compartido, distinta del sentido común neoliberal que la ultraderecha radicaliza hoy hasta el extremo. Bajo este paradigma, los derechos —especialmente los sociales— no se conciben como un juego de suma cero en el que unos pierden para que otros ganen.
Tercero: afirma la centralidad de lo público y la rectoría del Estado en el desarrollo económico y en la promoción del bienestar, en abierta oposición al dogma privatizador que las derechas defienden con fervor casi religioso.
Se trata, es cierto, de un modelo limitado. La elección del término “humanismo” no es inocente: marca distancia con el vocabulario clásico de las izquierdas y evita confrontar de manera directa al capitalismo. Anoto, por poner un ejemplo, una consecuencia práctica y palpable de esas limitaciones: no se ha implementado una política fiscal realmente redistributiva que contemple gravar las herencias o a los patrimonios de los ricos. En este sentido, el humanismo mexicano no es más que una reinterpretación de la socialdemocracia de la posguerra.
Sin embargo, la política es siempre relacional. Cuando observamos el abismo que representan las agendas de Trump, Milei, Bukele, Le Pen, Meloni, Orbán, Abascal o Bolsonaro, las cuales tienen en México promotores poderosos —por ejemplo, Salinas Pliego—, el humanismo mexicano se despliega como un dique de contención a las corrientes neofascistas, tecno-feudalistas o anarcocapitalistas que amenazan las endebles democracias y estados de bienestar contemporáneos.
“La profundización de las desigualdades llevará siempre a la injusticia. La fraternidad significa vernos a los ojos como iguales”, dice Sheinbaum. “El progreso sin justicia no es sostenible, ni social, ni económica, ni políticamente, y está destinado al fracaso”, apunta en otro lugar. “La salud y la educación son derechos del pueblo de México, no son privilegios ni mercancías” defiende, mientras sostiene que “la política se hace con amor, no con odio. La felicidad y la esperanza se fundan en el amor al prójimo, a la familia, a la naturaleza y a la patria”.
El hecho de que cerca del 80% de la población mexicana apruebe hoy a un gobierno que postula estos principios constituye un punto de partida nada despreciable. Hay que empujar más, exigir más y no conformarse. Pero para quienes nos situamos a la izquierda, el desafío no es renunciar a esta base, sino profundizarla. No se trata de volver al punto cero: la lucha está en avanzar, no en recomenzar desde las ruinas.
Más allá de una declaración de principios
Hace unos días nos enteramos de una noticia esperanzadora: en el último sexenio, 13.4 millones de mexicanos y mexicanas salieron de la pobreza. En este periodo, el ingreso promedio de los hogares del decil más rico aumentó 4.16% mientras que el decil de las familias más pobres lo hizo en un 35.89%. Con ello, se alcanzó el nivel más bajo de desigualdad en la historia de nuestro país y nos ubicamos como el segundo país menos desigual del continente americano. No cabe duda: el modelo está dando resultados.
