Una serie de fotografías de niños de entre seis y quince años de edad, armados con rifles, paliacates en el rostro y vestidos con una playera que indica su filiación a la policía comunitaria, ha sacudido los medios de comunicación y las redes sociales. Evidentemente, presentar la incorporación de los niños a la Policía Comunitaria de la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Pueblos Fundadores (CRAC-PF) en Chilapa, Guerrero, ante los medios de comunicación, es un acto que tenía como objetivo lanzar un poderoso mensaje al Estado mexicano y a la sociedad civil. 

Sacude el hecho de que se trate niños y de que se corriera el dato de que se trataba de los hijos huérfanos de los diez músicos brutalmente asesinados en el mismo municipio el día 17 de enero –información que parece ser incorrecta–, pero estremece aún más porque la información que la CRAC-PF ha dado sobre la violencia que ejerce el crimen organizado en la región, muestra la probabilidad efectiva de que alguno de estos niños realmente requiera de este entrenamiento para salvaguardar su vida, la de sus familias y su comunidad. Como es bien sabido, la Policía Comunitaria surgió en Guerrero ante la necesidad de protección de las comunidades frente al crecimiento de los grupos articulados al narcotráfico y a la extorsión, que han tomado a muchos pueblos como rehenes efectivos. Su capacidad organizativa ha contribuido a poner límites al acoso y la inmersión obligada de los pobladores de sus territorios, en la producción y el trasiego de mariguana y amapola, o en tantas otras formas de delincuencia que los aqueja. Las Policías Comunitarias se distinguen de las llamadas Autodefensas por dos elementos fundamentales: Ellas emanan de las comunidades y sus articulación con las mismas depende de las decisiones que se toman en asambleas, y porque en su actuar se contemplan funciones de procuración y administración de justicia. Esta distinción es básica porque en el estado de Guerrero desde 2011 se reconoce esta posibilidad de jurisdicción comunitaria por la Ley número 701, que en un apartado del artículo 2 señala que se deben “Garantizar y promover el ejercicio de sus derechos civiles, económicos, sociales, culturales, ambientales y político-electorales, salvaguardando sus formas específicas de organización comunitaria, el respeto, uso y desarrollo de sus culturas, cosmovisión, conocimientos, lenguas, usos, tradiciones, costumbres, medicina tradicional y recursos”. Sin embargo, tal como lo declaró Abel Barrera, defensor de derechos humanos, para Aristegui Noticias, las restricciones y la connivencia de las organizaciones delictivas con las estructuras gubernamentales y policiales no sólo han impedido que la lógica comunitaria resguarde efectivamente a sus pueblos sino que ha utilizado esta ley en su propio beneficio. Tal es el caso del grupo “Los Ardillos”, a quienes los miembros de la CRAC-PF identifican como los agresores de los músicos y como el grupo que pretende someter a la población de sus territorios.

Esta imagen de niños que toman las armas para hacer frente no sólo a los grupos violentos sino de alguna forma al Estado, que es partícipe activo de la violencia de su entorno social, debería propiciar una profunda crítica sobre los limitados pasos que ha dado la izquierda en México para poner en el centro de sus debates la especificidad de la violencia nacional.

Si bien frente al caso de la desaparición de los 43 normalistas la emergencia social alzó la voz con la potente consigna “Fue el Estado”, es notoria la ausencia de la reflexión crítica sobre cuáles son los alcances de la correlación entre la violencia y el despliegue específico de las cuantiosas ganancias que produce el narcotráfico y sus correlativas formas de explotación social. Así, por ejemplo, hoy sabemos que en el caso de los normalistas de Iguala, el gobierno municipal, estatal y federal estuvieron implicados de distintas formas, pero sabemos también que el crimen organizado estuvo en el centro de las operaciones a través de las cuales actuaron la policía local y el ejército. De modo que fue el Estado, pero no bajo la lógica represiva de la insurgencia social que marcó el periodo de la guerra sucia en nuestro país, sino una que no pone en el centro la eliminación de la disidencia y la organización política para mantener una poderosa centralidad estatal, puesto que obedece más bien a la dinámica de las necesidades de producción, distribución y consumo de estupefacientes. 

Así, a la desigualdad social que produce la dinámica de relaciones sociales capitalistas y que genera distinciones de clase -mismas que separan la vida urbana de la rural y que permiten una enorme concentración de la riqueza social en un pequeño sector de la misma-, se suma la enorme capacidad de infiltración del narcotráfico y de los fenómenos asociados a él como la trata, el tráfico de personas, la desaparición forzada y el feminicidio. De algún modo tienen razón las tesis que insisten en que el capitalismo contemporáneo atenta contra el registro más básico de la vida, sin embargo, hace falta decir también que estos atentados se producen bajo mecanismos diferenciados, que en nuestra nación están atravesados cada vez de modo más profundo por la infiltración social del narcotráfico, cuyas exorbitantes ganancias son muy atractivas para una sociedad plagada de inequidad.

La enorme contradicción de la organización de la Policía Comunitaria es que emerge de una serie de prácticas que manifiestan la persistencia de la capacidad de acción colectiva de los pueblos que las han forjado, sin embargo, esa fuerza política podría ser su última expresión, ante la incapacidad de resistir a una dinámica que se nutre de un enorme flujo de capital que es capaz de volver venable toda relación social. Este es el enorme vacío del pensamiento crítico en México, que en no pocas ocasiones sigue mirando hacia el sur zapatista como la única vía de salida, a pesar de ser plenamente consciente de que esa experiencia no es replicable a buena parte del país, o que ha olvidado la realidad de millones de trabajadores que día a día enfrentan formas de enorme explotación laboral, o que defienden el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia, pero que en ninguno de estos casos repara en la compleja realidad sociopolítica a la que nos ha llevado el crimen organizado con sus enormes costos humanos. Nos hace falta volver a replantearnos la función del Estado en los términos en los que Antonio Gramsci lo conceptualizó, es decir, no sólo como sociedad política sino también como sociedad civil, esto es, a través de las determinaciones y especificidades de una serie de agentes sociales que si bien no hacen parte del gobierno establecido ni de sus instituciones de administración de la violencia, sí participan de la consolidación de un modo hegemónico de construcción del cuerpo social que atenta contra todas las otras formas de ejercicio de la colectividad.