Las primeras 72 horas
México era un país rigurosamente controlado. Quienes deseábamos participar en la vida pública teníamos que hacerlo en alguna institución controlada por el gobierno, sumarnos a los escasos partidos y movimientos independientes o atrincherarnos en la autonomía de grupos marginales. El régimen estaba decidido a controlar al México organizado o insumiso; hacía lo posible por cooptar y, cuando eso fallaba, venían las intimidaciones y las golpizas, la cárcel o el camposanto. Había corporaciones o grupos paramilitares especializados en la represión. En la capital, el más famoso y temido era el Cuerpo de Granaderos, que dependía de la regencia capitalina.
El Movimiento empezó porque los granaderos se excedieron en el uso de la fuerza. El 23 de julio del 68 se pelearon los preparatorianos de dos escuelas, intervinieron los granaderos y, en palabras del espía de la Secretaría de Gobernación que reportó los hechos, los estudiantes “fueron perseguidos por los granaderos hasta la Vocacional [número] 5, penetrando en el local, en donde golpearon a varios estudiantes y a dos alumnas”.[i] La indignación fue generalizada y el rechazo a la violencia excesiva desembocó en dos marchas; una, convocada por una agrupación filogobiernista; la otra, cercana al Partido Comunista.
El 26 de julio, la oficialista Federación Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET) inició su marcha con una gran manta que decía: “Granaderos: vergüenza de México”.[ii] A la misma hora, unos 700 estudiantes de la Confederación Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED) se reunían en el Hemiciclo a Juárez de la Alameda Central para festejar, como cada año, el aniversario del asalto al Cuartel Moncada en Cuba. Además de alabar la gesta revolucionaria, en las mantas se exigía la “Supresión del fascista Cuerpo de Granaderos”. El hartazgo con la violencia estatal unificaba a los ideológica y políticamente diversos.
Los procubanos se instalaron en el Hemiciclo y ofrecieron el micrófono a cualquier “compañero” deseoso de manifestarse sobre la “trayectoria del pueblo cubano”. Mientras la gesta castrista era rodeada por el incienso juvenil, llegó un grupo de politécnicos que venían del acto oficialista organizado por la FNET y gritaban “Zócalo, Zócalo”.[iii] Era una tentadora invitación a comer del fruto prohibido. El Zócalo, o Plaza de la Constitución, es el corazón de México y por aquellos años era un manjar inalcanzable para los inconformes. Estaba reservado para venerar al presidente y conmemorar las efemérides patrióticas más significativas.
Ser joven en los sesenta suponía romper convencionalismos y cumplirse antojos. Animándose mutuamente, los dos contingentes se unieron y enfilaron hacia el espacio más sagrado de la República. Un espía gubernamental reportó a Bucareli (sede de la temida Secretaría de Gobernación) que a las 20:15 “llegaron los granaderos”. Cuando eso sucedía, lo más común era la desbandada. Aquella tarde, en lugar de dispersarse, los jóvenes les aventaron pedradas y otros objetos, iniciándose los enfrentamientos por las callejuelas del Centro Histórico.[iv]
Los estudiantes rompían cristales; los granaderos, cabezas. Los jóvenes se atrincheraron en el edificio universitario de San Ildefonso (por aquellos años sede de las preparatorias número 1 y 3); la policía atacaba y retrocedía ante una lluvia de bombas molotov y ladrillos lanzados desde las azoteas. Las batallas continuaron los días siguientes, ninguna de las partes estaba dispuesta a ceder. Había odio y rencor entre los adversarios. Un agente de Gobernación informó el 29 de julio que en la calle de Correo Mayor la “Cruz Roja recogió a los granaderos Jorge Torres y otro no identificado que fueron bañados de ácido, principalmente en la cara, por los estudiantes”.[v]
Algunos funcionarios los tachaban de “vagos”, “pandilleros” y “drogadictos” tal vez porque los estudiantes estaban siendo apoyados por pandillas de barrios y por golpeadores de las vocacionales y las preparatorias. Estos contingentes estaban “curtidos en las peleas callejeras” y se convirtieron en los “núcleos alrededor de los cuales se vertebró la resistencia exitosa que venció al hasta entonces temido Cuerpo de Granaderos y a la policía”.[vi]
Al tercer día, la noche del 29 de julio, hubo una reunión de alto nivel gubernamental. Estuvieron el regente capitalino, el procurador general de la República y el titular de la poderosa Secretaría de Gobernación. El secretario de la Defensa, Marcelino García Barragán, contaría años después que a las 0:30 horas del 30 de julio, el secretario de Gobernación, Luis Echeverría, le habló para solicitar la “intervención del Ejército […] argumentando, sumamente alarmado, que la Policía Preventiva del Departamento del Distrito Federal era impotente para someter a los estudiantes” y que los jóvenes podían “asaltar las armerías del primer cuadro” (por aquellos años era relativamente fácil comprar armas cortas de bajo calibre y rifles de caza en comercios del centro capitalino).[vii]
Era común la llegada de los militares a controlar inconformes. Daba miedo verlos avanzar con las bayonetas caladas y el pesado máuser listo para soltar culatazos o balazos. El grado de violencia dependía del humor del oficial a cargo y de la resistencia que pusieran los inconformes. Estaban preparados para meter miedo y predispuestos a eliminar a quienes se resistieran. Sabían, sabíamos, que estábamos indefensos y prevalecería la impunidad.
Cuando los soldados llegaron a San Ildefonso fueron recibidos a pedradas y con bombas incendiarias lanzadas desde las azoteas. Respondieron con más violencia; uno de ellos agarró una bazuca y obedeció la orden de derrumbar un portón de madera tallada del siglo XVIII. Ingresaron al edificio colonial deteniendo y desalojando a estudiantes. Parecía que el brote de inconformidad había sido dominado.[viii] Si los militares no hubieran destrozado una reliquia histórica y hubieran ocupado San Ildefonso sin abusar de la fuerza, tal vez esa noche hubiera terminado la revuelta. La destrucción fue vista por un gran número de universitarios como un acto irracional de barbarie inaceptable. El bazucazo era una ofensa para la autonomía universitaria.
Dos mensajes pacifistas
Después del bazucazo vinieron los pronunciamientos. Los discursos más importantes fueron del presidente Gustavo Díaz Ordaz y del rector de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Javier Barros Sierra. Se caracterizaron por la mesura.
El 30 de julio, el rector de la UNAM, Barros Sierra, ordenó que en las instalaciones universitarias se pusiera la bandera nacional a media asta y aseguró que era un día de “luto para la Universidad”. Pidió que las protestas se realizaran dentro de los recintos universitarios y convocó a una marcha que iniciaría a las 16:30 horas del 1º de agosto.[ix] Participarían unas 100,000 personas, entre ellas contingentes del Instituto Politécnico Nacional, la Universidad Autónoma de Chapingo, la Escuela Normal Superior y ciudadanos indignados.[x]
El 1ro de agosto, el presidente Gustavo Díaz Ordaz pronunció un discurso en Guadalajara. Empezó a hablar a las 16:40 horas, cuando la marcha encabezada por el rector ya avanzaba por la avenida Insurgentes. Primero aclaró, sin responsabilizar a nadie, que le habían “dolido en lo más intenso del alma” los “deplorables y bochornosos acontecimientos”. Después llamó a la unidad para luego pronunciar una frase histórica: “Una mano está tendida”, dijo, y corresponde a los “mexicanos [decidir] si esa mano se queda tendida en el aire” o, por el contrario, se unen quienes “quieren restablecer la paz y la tranquilidad de las conciencias”. [xi]
Yo seguía en la capital. El Movimiento me tenía embelesado. El contraste con lo vivido en Guadalajara era tan grande como las actitudes que observé en mis breves encuentros con Gustavo Díaz Ordaz y Javier Barros Sierra. En 1967 el presidente fue al Paraninfo de la Universidad de Guadalajara y la FEG le organizó la protocolaria valla. Como había una tregua con los Vikingos [de San Andrés, pandilleros y estudiantes de un barrio popular de Guadalajara], pagamos el debido tributo enviando un contingente. Yo estaba en la primera fila (de la valla de la banqueta por supuesto) y vi pasar frente a mí a Gustavo Díaz Ordaz. Era bajo, delgado y adusto y en ningún momento volteó a ver a la multitud. Si ya me incomodaba ser acarreado, la conducta del presidente me hizo sentir pañuelo desechable. Me sentí humillado.
El 1ro de agosto de 1968 también estaba en la valla que se formó en la banqueta y vi pasar frente a mí a Barros Sierra. Caminaba con solemnidad pero sin soberbia, transmitía dignidad mientras volteaba sonriente hacia los lados. De repente, uno de los manifestantes me invitó a sumarme. Lo hice y me sentí parte de algo que trascendía mi limitada comprensión de lo que estaba en juego. Por primera vez, dejé de sentirme inquieto por participar en una protesta pública. Me sentía un ciudadano con plenos derechos. Con el tiempo entendí que ese día opté por la vía pacífica, una decisión que se pondría a prueba cuando, dos años después, una parte importante de los Vikingos decidieron unirse a la guerrilla urbana.
En sus discursos, Barros Sierra bosquejó un pliego petitorio transformador y pacifista: 1) Reivindicó la legitimidad universitaria al proclamar que “somos una comunidad responsable”, merecedora de “la autonomía”, que debía actuar “con energía, pero sólo dentro del marco de la ley, tantas veces violada, pero no por nosotros”; 2) ligó la postura universitaria con el acontecer nacional al añadir que “contribuiremos fundamentalmente a las causas libertarias de México” lo cual requería, para empezar, la “libertad de nuestros compañeros presos” y el cese de “las represiones”; y 3) pronosticó que sería una larga jornada porque “nuestra lucha no termina con esta demostración”, y puso la protesta en un plano éticamente superior al afirmar que se trataba de la “defensa moral de la Universidad”.[xii]
Ambos mensajes fueron decisivos para la transformación de la protesta. Al encabezar una manifestación plural, el rector sacó la inconformidad del gueto del radicalismo y abrió los portones a la incorporación masiva de profesores y estudiantes de la UNAM y otras instituciones; se creó una masa crítica a la cual se sumarían todos los inconformes.[xiii] Como Díaz Ordaz también lanzó un mensaje conciliador, los moderados se sintieron alentados para exigir satisfacción a las demandas. Para comportarse como ciudadanos.
Se desencadenó una movilización cívico-juvenil sin precedentes. El Movimiento se transformaría en abanico de los diversos que se unieron en el rechazo a la “represión” y la exigencia de una reducción de las reglas autoritarias. Estas aspiraciones las compartía una parte de la clase gobernante, que consideraba indispensable flexibilizar un régimen excesivamente rígido.
La moderación inicial del presidente era auténtica pero limitada porque no estaba dispuesto a ser interpelado y exigido. A los pocos días, los encargados de la maquinaria de la represión estatal —y sus aliados en otros países— empezaron a ver con suspicacia al rector y a unas movilizaciones demasiado independientes y exigenes. Ellos estaban satisfechos con el orden establecido; impedirían hacer concesiones a los revoltosos que exigían respeto. Los vasallos carecen de derechos. Si les das la mano, te agarran el brazo.
Notas
[i] Archivo General de la Nación (AGN), Fondo Gobernación, Sección Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (en adelante DGIPS), caja 531.
[ii] Ibid.
[iii] “Manifestación estudiantil”, 26 de julio de 1968. AGN, Fondo Gobernación, Sección DGIPS, caja 531.
[iv] “Manifestación organizada por la CNED”, 26 de julio de 1968. AGN, Fondo Gobernación, Sección DGIPS, caja 531.
[v] Agente de Gobernación informando sobre la batalla en el centro de la ciudad. AGN, Fondo Gobernación, Sección DGIPS, caja 531.
[vi] Raúl Jardón, 68: el fuego de la esperanza, México, Siglo XXI, 1998, p., 20, subrayado en el original.
[vii] Julio Scherer García y Carlos Monsiváis, Parte de Guerra. Tlatelolco 1968. Documentos del general Marcelino García Barragán: los hechos y la historia, México, Aguilar, 1999, p. 40.
[viii] Manuel Urrutia Castro, Trampa en Tlatelolco. Síntesis de una felonía contra México, México, edición del autor, [1969].
[ix] “Palabras del rector Javier Barros Sierra, pronunciadas al ser izada la bandera nacional a media asta en la explanada de Rectoría”, 30 de julio de 1968. AGN, DGIPS, caja 3053, expediente 13.
[x] Ramón Ramírez, El movimiento estudiantil de México, julio/diciembre de 1968, México, Era, 1969, p. 179.
[xi] El Informador y El Occidental, Guadalajara, Jalisco, 2 de agosto de 1968.
[xii] Tomado de Alberto Pulido A., “Javier Barros Sierra. Un rector a la altura de los tiempos”, Cuadernos de Educación Sindical, núm. 44, México, Sindicato de Trabajadores de la Universidad Nacional Autónoma de México. Disponible en: http://www.stunam.org.mx/8prensa/cuadernillos/cuaderno44.htm.
[xiii] Soledad Loaeza, “México 1968: Los orígenes de la transición”. Foro Internacional, vol. 30, núm. 1 (117), (julio-septiembre de 1989), p. 86.
*Tomado de Sergio Aguayo, El 68. Los estudiantes, el presidente y la CIA, Ediciones Proceso / Ideas y Palabras, Ciudad de México, 2018, pp. 24-30. Se reproduce con autorización del autor.