Durkheim y el Covid-19

En 1897, Emile Durkheim publicaba la que sería una de sus obras más conocidas: El suicidio. Frente a las interpretaciones psicológicas que situaban la causa del suicidio en estados patológicos del individuo, Durkheim demostraba cómo este fenómeno respondía a una serie de patrones sociales. A partir de un estudio estadístico comparado, Durkheim identificó cuatro tipos de suicidios y concluyó que el aumento en las tasas de suicidios en las sociedades modernas se debía a un hecho fundamental: la ruptura del vínculo social que debería haber mantenido unido al suicida con la comunidad fuera, bien porque el individualismo había debilitado esos vínculos, bien porque circunstancias políticas y económicas coyunturales producían un efecto desintegrador.

            Estas conclusiones se adecuaban a los resultados de su primer trabajo importante, publicado seis años antes bajo el título: La división del trabajo social. Efectivamente, el suicidio característico de las sociedades modernas era algo improbable en sociedades arcaicas y tradicionales. El motivo era que en estas comunidades, el espacio que ocupaba la conciencia colectiva en la constitución de los individuos era mucho mayor. Las sociedades arcaicas y menos diferenciadas imprimen a sus miembros un conjunto de creencias y sentimientos colectivos, haciéndolos por tanto más semejantes entre ellos y supeditando su acción y sus deseos egoístas a esa entidad que los trasciende. Esa fuerza externa, coercitiva y moral, hacen del individuo una parte de la sociedad hasta, en los casos más extremos, confundirlo con ella.

            En cambio, las sociedades más diferenciadas, en las que las funciones sociales se especializan, se caracterizan por dotar de una mayor libertad a la conciencia individual. La división del trabajo demanda la presencia de individuos autónomos que no son sino el producto de un retraimiento de la conciencia colectiva en beneficio de la conciencia personal. El individuo, de esta forma, es una conquista del proceso social. La sociedad industrial moderna  y el liberalismo como ideológica política representaban en tiempos de Durkheim el máximo exponente de este tipo de sociedad.

            Lo que preocupaba a Durkheim en su debate con el liberalismo era que, si bien el progreso social había conquistado cotas de libertad inapreciables y había situado al individuo como lo más sagrado, esto se había logrado en detrimento de una moral colectiva que frenaba los impulsos egoístas, nunca satisfechos, que podían derivar en anomias como el suicidio. ¿Cómo lograr reinstaurar un espacio adecuado de conciencia colectiva en la conciencia individual cuando la religión, que había cumplido tradicionalmente ese papel, estaba en crisis tras el proceso de secularización?

            La catástrofe provocada por la pandemia del Covid-19 constituye un hecho de proporciones incalculables. Es evidente que las interpretaciones de este acontecimiento universal serán inagotables y cada rama del saber contribuirá a intentar dotar de cierto sentido a algo que por el momento se nos escapa. Yo quisiera ir de la mano de ese sociólogo que consagró su trabajo a pensar qué es lo que une al individuo con lo colectivo. El motivo es que creo que esta crisis ha logrado algo que nadie sabíamos cómo hacer:  ha removido los pilares de la ideología neoliberal que desde los años 80 había arraigado y dado forma a nuestro sentido común. Cuando Thatcher, auténtica revolucionaria, dijo aquello de que “no existe la sociedad, sólo individuos”, resumía el meollo del asunto. El origen y fundamento se situaba en las decisiones individuales, tomadas bajo la lógica empresarial de coste-beneficio: lo colectivo no era sino la agregación de estas decisiones y el individuo, principio de acción y responsable último de su éxito o fracaso.

            Esta representación del mundo es la que ha borrado de un plumazo el Covid-19. ¿Qué hemos descubierto entonces? Primero, que la sociedad tiene fines propios que trasciende los fines individuales. La distancia social, las cuarentenas, las restricciones de movilidad no toman como objeto al individuo, sino a la sociedad. No se trata de que no nos contagiemos cada uno de nosotros, sino que lo hagamos de forma gradual para no colapsar un órgano colectivo esencial, como es la sanidad pública. Son esas funciones colectivas las que deben salvaguardarse. Lo mismo ocurre con las estratosféricas inyecciones de dinero al sistema económico con el fin de resguardar el circuito económico.

            Es más, no se trata sólo de redescubrir que la sociedad tiene fines propios sino de que estos fines requieren el sacrificio de los fines individuales. La irrupción de esa entidad colectiva en nuestras vidas no se ha hecho a través de un gratificante ritual colectivo, como puede ser abrazar de alegría a tu semejante en las gradas del estadio por ganar a tu eterno enemigo en el último minuto de penalti injusto. Esta irrupción se ha hecho mostrando precisamente que nuestros fines individuales no coinciden con los colectivos. Y que, para lograr estos, hay que sacrificar aquellos. Esto se logra de dos maneras: por coerción o por la libre aceptación del individuo. Para explicar el primer caso no es necesario acudir a Durkheim. Marcus Olson, un individualista metodológico que intentaba demostrar por qué un individuo racional que busca su beneficio pagaría impuestos o contribuiría a los bienes colectivos, llegó a la conclusión de que sin el papel coercitivo de las instituciones poco había que hacer al respecto. Pero el segundo caso es distinto. Las obligaciones que me autoimpongo en la coyuntura de crisis son de tipo moral y provienen de que creo que hay algo que me trasciende, a lo cual rindo tributo sacrificando mi interés personal. Esa fuerza moral que me condiciona, externa pero que hago mía, es la conciencia colectiva. Es la parte social del yo. No creo que valga de mucho aquí seguir la psicología racionalista que considera que el acto altruista se explica por un beneficio a largo plazo. Ese calculo, de darse, sería algo a posteriori. Lo primero que siento es la obligación de poner por delante el fin colectivo y supeditar el fin individual. Es el control del impulso, no su adecuación con la realidad. Un republicano lo llamaría el deber cívico ante el bien común.

             Pero además, hay que tener cuidado con pensar que lo que estamos experimentando es una vuelta a algún tipo de sociedad arcaica. Una especie de contrarrevolución de la revolución simbólica neoliberal. Lo que ha pasado más bien es que la excepcionalidad del momento ha hecho que emerja lo que estaba oculto bajo la apariencia de normalidad, lo que sostenía nuestra cotidianidad, construida sobre la creencia en el principio del individuo fundador del orden social. La excepcionalidad del momento nos obliga a reencontrarnos con aquello que ninguna comunidad puede eliminar sin desaparecer como tal: la conciencia colectiva y su fuerza moral. De hecho, ¿cómo explicar si no su irrupción después de 40 años formados en la ideología thatcheriana de la fragmentación individual?  No se trata –decía– de una vuelta atrás, un signo de arcaísmo en tiempos de crisis, sino de todo lo contrario. Emile Durkheim escribió en la ultima década del siglo XIX unos textos muy sugerentes sobre las formas de cooperación social en las sociedades modernas diferenciadas. Y se centró en dos asuntos claves: el Estado y el socialismo. En la visión organicista de Durkheim, la coordinación del cuerpo social la realiza el órgano que puede trascender los puntos de vista y los intereses fragmentarios: el Estado. Es algo que estamos viendo sin duda. Los Estados son el agente clave en esta crisis, tanto en las decisiones internas como en la cooperación internacional. Son, por el momento, los garantes de la defensa del bien común. Por otro lado, para Durkheim, lo que comparten todas teorías socialistas es que aspiran a hacer pasar el estado difuso e inarticulado de la economía a un estado organizado y supeditado a los fines propios de la colectividad. La expresión “economía de guerra” –tan repetida incluso por los hasta ayer cruzados thatcherianos–, ¿no quiere decir algo así?

Creo que estos son esbozos de un programa republicano y socialista que debería revelarse, no sólo como la estrategia para salir de la crisis, sino para inspirar la política del día después. Porque uno de los cambios fundamentales que estamos viviendo y viviremos con posterioridad será de orden simbólico y moral: estamos redescubriendo que la cooperación es necesaria para salvar las funciones colectivas de la sociedad y cómo esto sólo puede lograrse si la conciencia común ocupa un mayor espacio en nuestra conciencia individual. En sociedades diferenciadas y complejas como las nuestras, al menos eso creo que nos diría Durkheim, esto implica potenciar lo que de republicanismo y socialismo exista ya en nuestro entorno y en nuestras instituciones.

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