Lo que vivimos el 8M: una crónica

Marcha del 8M, Ciudad de México, 2020. Foto: Lizeth Mora

Nuestro punto de encuentro fue un lugar en el que se podía entrar a un baño, así podríamos entre muchas otras actividades, cambiarle el pañal a los bebés que nos acompañaban, vaciar la copa menstrual y limpiarla, retocar las pintas en nuestras caras, acomodarnos los paliacates frente a un espejo o lavarnos las manos ya curtidas por el gel antibacterial. Otras 500 mujeres tuvieron la idea de reunirse en ese mismo punto. Esto hizo que fuera muy difícil localizar a las demás integrantes de nuestro contingente entre cientos de cabezas cubiertas con paliacates verdes o morados que parecían campos floridos mecidos por el viento. Cuando por fin logramos estar todas juntas, después de una hora y media de intentar llamarnos o enviarnos mensajes y gritar nuestros nombres, rodeamos por la calle Tomás Alva Edison para salir directamente al flujo grueso de la marcha e integrarnos.

Extrañas y conocidas nos reíamos nerviosas mientras nos repartíamos pancartas o dibujábamos rayas verdes en nuestras mejillas, había una sensación compartida de inminencia, como la de los instantes previos a una gran tormenta que huelen a lluvia. Una de las integrantes de la comisión de seguridad del contingente se acercó y nos dijo que eligiéramos un “horizonte”: que nos dividiéramos en grupos de cuatro, para que si a lo largo de la marcha llegábamos a separarnos ninguna acabara sola. Decidimos cuidarnos entre seis, convertirnos, una a la otra, en ese “horizonte”. Avanzamos lentamente hasta el cruce de la calle que une Reforma con el Monumento a la Revolución. La indicación era seguir al contingente de Músicas, marchar detrás de ellas, pero en la curva se metió entre nosotras un grupo de unas cien mujeres, todas vestidas de blanco y unidas por una cuerda que las ceñía. Así que en pocos minutos ya no formábamos parte de nuestro contingente original, ahora éramos un grupo de seis que marchaba detrás de las Playeras Blancas.

Apenas nos estábamos haciendo a la idea de haber perdido al resto, cuando vimos que salía fuego de una de las puertas laterales del hotel Mariat: unas empezaron a gritar “¡No vio-len-cia! ¡No vio-len-cia!” y otras “Fui-mos to-das, fui-mos to-das”. Nosotras sólo tratábamos de mantenernos del lado izquierdo de la calle para no acabar cerca del incendio provocado. En esos momentos, empezó a caer una lluvia ligera, casi un rocío matutino… Y la garganta y los ojos empezaron a picarnos. “Es gas lacrimógeno”, alguien gritó y todas cubrimos nuestra cara con los paliacates y nuestras cabezas con las pancartas. Pronto dejó de sentirse esa llovizna y llegamos al cruce de Reforma, a la altura del Caballito amarillo. En nuestras caras había una sonrisa de triunfo cuando nos vimos lejos del fuego y del gas, sobre nosotras había un solazo de esos que plancha la ropa y provoca una sed insaciable. De la fuente que está al lado del Caballito brotaba agua roja y eso encendió aún más nuestros ánimos: “¡El que no brin-que es ma-cho! ¡El que no brin-que es ma-cho!”, coreaban y nosotras empezamos a doblar y enderezar las rodillas tiesas de haber estado más de una hora paradas en un sólo lugar. Entonces sentimos que el suelo vibraba: —Es el primer temblor que disfruto, dijo una.

Marcha del 8M, Ciudad de México, 2020. Foto: Lizeth Mora

El sentimiento que más vimos expresado en carteles y consignas era de una rabia que ya no puede contenerse por más tiempo. Nos quedó grabado en la memoria un cartel que decía “La que quiera romper que rompa y la que no que no nos estorbe”, haciendo eco a las palabras de la señora Yesenia, mamá de María de Jesús Jaime Zamudio, que fue arrojada de un quinto piso el 16 de enero de 2016. Aunque en un primer momento su muerte se clasificó como suicidio (la misma explicación indolente que se le dio en un principio al feminicidio de Lesvy Berlín Osorio), la PGJ de la Ciudad de México reclasificó su asesinato como un feminicidio, tras tres años de una intensa lucha encabezada por la señora Yesenia. La noche en que María de Jesús fue asesinada se encontraba acompañada de cuatro hombres (tres compañeros y un profesor del IPN, donde estudiaba), momentos antes de morir, su ropa estaba rasgada y en sus uñas había pedazos de piel de sus agresores. Sin embargo, el feminicidio de “Marichuy”, como cariñosamente se refiere su mamá a ella, sigue impune y los culpables en libertad. Pensar en esto, repetir las palabras de la señora Yesenia y ver a tantas mujeres embozadas rompiendo vidrios y pintando paredes nos parecía una expresión mínima de la profunda tristeza y la rabia.

Había tanta gente y nos movíamos tan lentamente, que el cansancio nos venció a la altura del Palacio de Bellas Artes y rompimos filas para tomarnos una pausa e ir a comer. Las calles aledañas a la marcha tenían su propio flujo de transeúntes capitalinos, en su mayoría varones. Uno de ellos, en evidente situación de calle y bajo el influjo de algún enervante, se dirigió a una de nosotras y gritó “Te van a matar, te vas a morir. Te odio” y se rió a carcajadas. Otra de nosotras la abrazó y la alejó del señor. Las agresiones verbales y físicas aumentaron en la marcha de este año. “Por eso las matan”, se escuchó decir. Pensamos que es posible, sí, que nos maten, y probable también. Esta cultura y este sistema los ha educado para cimentar miedo en nosotras, amenazarnos y matarnos.

Un par de horas después regresamos a la marcha (¡habían pasado dos horas y el flujo de mujeres seguía!) y nos encontramos con uno de los últimos bloques rumbo al Zócalo capitalino. Las paredes y el piso de 5 de mayo estaban pintados; los vidrios, rotos. Hileras de mujeres policías bloqueaban las calles para que los civiles no se involucraran en nuestro paso. Era imposible leerles las miradas, adivinarles el pensamiento uno por uno. Nunca en nuestra vida nos había tocado ser parte de un movimiento social tan múltiple y complejo, con diferentes demandas y acciones, con distintos feminismos coexistiendo.

Al llegar a la plancha vimos letras grandes sobre su suelo, eran los nombres de algunas mujeres asesinadas, de las que se tiene el registro, de las que se conoce la historia, pintadas en blanco por un colectivo. Sobre una parte de la plancha había una llamarada, encendida con las bardas de madera que el gobierno de la ciudad había colocado para proteger ciertas casas bancarias y monumentos. Alrededor de esa pira las mujeres danzaban en círculo. Somos brujas, nos dijimos, las brujas estamos aquí reunidas. Mujeres en el suelo descansaban sus cuerpos y sus pancartas, compartían unas papas con chile o gajos de mandarina. Sobre la misma plancha, pero cerca de 20 de noviembre, las hermanas zapatistas colocaron sus hermosas mantas con colores vivos para hacer un gran memorial y ofrenda con centenares de velas a nuestras muertas y a las mujeres en lucha. Empezaba a oscurecer y el viento soplaba fuerte, nos turnamos para encender más de quince veces la misma vela y todas mantuvieron su flama. Al final, cada una se llevó una veladora a casa, como símbolo del fuego de rebeldía que nos regalaron esa noche las zapatistas.

El asta bandera se llenó de carteles, cruces y velas. Siempre hubo mujeres en torno al poste, cubriendo su metal gris con tonos rosa, morado, verde y negro. En el atardecer, varias compañeras amarraron un trapo negro en la cuerda del asta bandera y después intentaron derribar la caja de los controles para izarlo, al grito de “Dale, dale, dale. No pierdas el tino […] Ya le diste una, ya le diste dos, ya le diste tres y tu tiempo se acabó”. Durante horas presenciamos el gran esfuerzo para descubrir cómo elevarlo hasta lo más alto.

Cuando ya íbamos de regreso a casa, luego de una jornada agotadora, tres de nosotras escuchamos aullidos de júbilo y nos miramos con emoción: lo habían logrado, las mujeres estaban izando su bandera negra. Corrimos en sentido contrario por 20 de noviembre, para llegar al Zócalo. Corrimos con todas nuestras fuerzas para llegar a celebrar a gritos con el grupo de 50 mujeres que veían fascinadas el pequeño trapo negro ascender hasta la punta, que parecía que iba a tocar el cielo. El cielo se pobló de nubes que nos permitieron tomar fotos. La bandera era diminuta desde donde estábamos y se perdía en la oscuridad de la noche, parecía casi invisible. Las manos nos temblaban de cansancio y de alegría, así que nadie logró hacer una documentación perfecta pero eso era lo de menos.

Izaron, por primera vez en la historia de este país, una bandera negra, para manifestar que este país misógino, de esclavitud sexual, pederastia y feminicidios no nos representa. La última vez que algo parecido ocurrió fue cuando el 8 de noviembre de 1930, un joven comunista llamado José Revueltas izó una bandera roja y negra en la Catedral metropolitana y, en reprimenda, lo enviaron a las Islas Marías. Esta civilización todo nos lo debe. Sus valores y su moral nos han pedido permanecer calladas y fuera de la versión oficial de la Historia. Este modelo patriarcal y capitalista es un sistema que genera con éxito ecocidios, guerras, explotación de la tierra, desigualdad económica e injusticia social. Un sistema que ha dependido de mantener invisible y silenciado nuestro trabajo reproductivo: sin labores que sostengan la vida no hay acumulación de capital ni formación del Estado. Nunca ha existido un México sin nosotras y exigimos ser escuchadas.

Luego de celebrar la bandera negra, nos acompañamos al metro, vigilamos nuestros caminos porque el miedo vuelve. “A mí me cuidan mis amigas, no la policía”, decimos y decimos bien. Por que ya nos han perseguido en la calle, nos han acosado física y verbalmente en la vía pública y en los lugares donde crecimos.

El trabajo de nuestras compañeras feministas visibiliza que la violencia se ha recrudecido con nuestras protestas y cuando alzamos la voz, que las acciones del gobierno avanzan lento en un panorama donde es urgente un cambio de políticas públicas. Frente a la necropolítica: la desarticulación, la autogestión y la sororidad.

Suscribirnos al paro del 9M fue una acción política para darnos cuenta de qué manera colaboramos activamente con el sistema. No es lo mismo saber o leer de qué se trata un paro cuando colocas tu cuerpo en la inacción social: tu energía, consumo y talento deja de colaborar con el capital, lo atrofia. Si bien fue un día “para desaparecer”, las apropiaciones fueron distintas y únicas. Para muchas fue un día de autocuidados y reflexión, un paro para dar inicio a la imaginación política en las futuras acciones colectivas. Este paro nos permitió, por ejemplo, iniciar este texto, relatarnos qué fue aquello que vivimos el 8M. Tener en mente el privilegio que significa abandonar la oficina un día para escribir sobre nosotras.

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