Un fascinante proceso desencadenado por el triunfo de AMLO y el desarrollo de la llamada 4T ha sido la recomposición de la comentocracia en México. La confrontación del presidente y el régimen con la vieja élite de opinión ha sido notoria y constante. Gran parte de los medios de comunicación y conglomerados periodísticos y televisivos tradicionales del país han mostrado abiertamente su desprecio por López Obrador, su partido y sus seguidores. Para esto no han dudado en recurrir a la mentira y han mostrado una consistente falta de ética que ha causado el rechazo de amplios y crecientes sectores del público lector. Por su parte, el mandatario no ha perdido oportunidad de confrontarse con consolidados líderes de opinión desde las mañaneras, contribuyendo al descrédito de influyentes medios y consorcios informativos. Mientras que al presidente esta confrontación le ha servido para empujar una agenda de debate afín a su proyecto y evidenciar las inconsistencias de sus adversarios, para gran parte de los analistas y opinólogos opuestos a él este proceso ha derivado en una progresiva “chumelización” que ha impactado de manera decisiva en su prestigio y reputación.

La recomposición de la escena comentocrática ha avanzado en dos direcciones distintas. Por un lado, viejas y conocidas figuras —como Aguilar Camín, Jorge Castañeda, Enrique Krauze y Denise Dresser— han peleado por conservar su protagonismo dentro de espacios tradicionales, como los foros del programa La hora de opinar o la revista Letras Libres, al tiempo que se suman a iniciativas recientes como Latinus nutriendo nuevos espacios de debate y discusión anti-4T. Por otro, hemos presenciado el surgimiento de nuevas figuras que se insertan en los espacios masivos y tradicionales de debate —como la irrupción de analistas como Renata Turrent, Viridiana Ríos, Gibrán Ramírez o Violeta Vázquez en programas de Foro TV o medios como El País—y la consolidación de proyectos informativos que defienden una variedad de posturas respecto a la 4T, pero que coinciden en su rechazo de las viejas élites informativas de México. Pienso en grupos como los de Pie de Página, Rompeviento TV, Julio Astillero o SinEmbargo Al Aire.

Uno de los resultados más interesantes de todo esto es el surgimiento de nuevas voces y perspectivas en el panorama del debate público. Especialmente refrescante resulta la presencia de voces jóvenes y hasta hace poco desconocidas que ponen sobre la mesa posturas y provocaciones que dirigen la discusión hacia nuevos derroteros.

Sin embargo, la renovación de la comentocracia también nos ha dado algunas ingratas sorpresas, como la consolidación de personajes deplorables como Carlos Alazraki y el crecimiento de posiciones neoconservadoras antes ausentes del debate público mexicano. Entre estas últimas, la más notoria quizá sea la de Pablo Majluf, opinólogo que ha logrado una considerable proyección a nivel nacional a través de su presencia semanal en el programa La hora de opinar.

Majluf —egresado de la escuela de periodismo del Tec de Monterrey— ha estado muy activo en los últimos años. Además de sus participaciones en el citado programa, ha dirigido un podcast que llega ya casi a los 50 episodios, escrito centenares de artículos en distintos medios impresos y digitales y publicado una novela y un libro de ensayos. Ha cimentado su presencia en redes recurriendo a los tópicos centrales del liberalismo herido de décadas recientes: el miedo al supuestamente inevitable autoritarismo de la izquierda, la discusión en torno al peligro del populismo y la promoción de causas antilopezobradoristas como la defensa de los exconsejeros del INE Ciro Murayama y Lorenzo Córdova y los sectores de oposición englobados en torno a la etiqueta de la “sociedad civil”. Mirando más allá de nuestras fronteras, ha hecho eco de causas provenientes del Atlántico Norte como la defensa del presidente ucraniano Volodímir Zelenski, a quien Majluf no ha dudado en llamar “un héroe contemporáneo”, y el ataque en contra de la supuesta amenaza de la yihad islámica.

Como es común entre las filas de la nueva derecha en distintas partes del mundo, Majluf combina elementos de viejos conservadurismos con posturas supuestamente radicales y transgresoras que desbordan los límites de la derecha tradicional o mainstream. Por un lado, en un envío de Twitter del 2021 (que más tarde eliminó) expresó su admiración por Margaret Thatcher. Lo que necesitaba la CDMX, afirmó, era “una dama de hierro, inquebrantable, que purgue a todos los parásitos que viven de nosotros. Ley, trabajo, decencia, libertad, mercado, individuo, sociedad civil. Exactamente lo contrario a Sheinbaum”. Al mismo tiempo, ha hecho análisis y declaraciones que buscan, muy en línea con ciertas tendencias de la ultraderecha estadounidense, ir en contra de la supuesta “corrección política”, como cuando hace unos meses acusó a los críticos del racismo en México de albergar “pulsiones fascistas” y de promover la “racialización espuria de la sociedad mexicana”. Sus argumentos fueron objeto de rápidas y contundentes respuestas por parte de distintos comentaristas, incluyendo a la intelectual Yásnaya Elena A. Gil, quien acusó a Majluf de promover el “negacionismo del racismo” en México.

A pesar de expresar su admiración por muchos de sus promotores más ilustres —como Jorge Castañeda, a quien se ha referido como “mi Canciller”—, Majluf se ha cuidado de no ser identificado como parte de la vieja élite intelectual mexicana asociada con la justificación de los excesos del llamado “periodo neoliberal”. En su perfil de X se define como un enemigo del cliché y promotor de la disidencia. Con esto, el comentarista se inscribe dentro de una tendencia reciente entre grupos de derecha que ha sido caracterizada como la expansión de una “obsesión disidente”. Nutrida de comentaristas políticos, novelistas, empresarios, promotores de distintas teorías de la conspiración, libertarios, neoabsolutistas, defensores de las criptomonedas, fanáticos de la testosterona, entre otros grupos, esta “franja disidente” ha crecido enormemente en los espacios virtuales y políticos de los Estados Unidos y Europa Occidental en años recientes. En términos amplios, esta “derecha disidente” comparte la convicción de que gran parte de las instituciones sociales del presente —incluyendo las universidades, el mundo corporativo y el gobierno— defienden, aunque veladamente, una ideología de izquierda que oprime a la sociedad y amenaza con aplastar las libertades individuales. Inconformes con lo que perciben como la tibieza de la derecha tradicional, esta nueva derecha opera en el creciente campo de batalla de las “guerras culturales” de donde han salido airosos nuevos grupos, liderazgos y proyectos de ultraderecha que hace apenas una década hubieran resultado indigeribles para sensibilidades conservadoras y liberales.

Un aspecto especialmente confuso y preocupante de las intervenciones públicas de Majluf es la que aborda la supuesta amenaza que hoy en día enfrenta el “Occidente”. No queda claro a qué se refiere el opinólogo cuando usa este término. A veces pareciera estar hablando de un conjunto de prácticas discursivas y sistemas morales definidos por valores “como el mérito, la legitimidad de la riqueza [y] la búsqueda de la verdad y la razón”. Otras veces da la impresión de estarse refiriendo abiertamente a un bloque geopolítico claramente identificado con la OTAN. A pesar de estar nebulosamente definido, el “Occidente” de Majluf tiene enemigos muy claros que incluyen a “China, Rusia (y) el islamofascismo”.

La difusa visión de Majluf pareciera estar relacionada con la de historiadores contemporáneos como Niall Ferguson, quien ha argumentado que el progreso del mundo en los últimos cinco siglos se debe al avance del “Occidente” y que el Imperio británico jugó un papel virtuoso en la conformación del orden global del presente. Los argumentos de Ferguson han recibido el entusiasta respaldo de la intelligentsia neoconservadora del mundo anglosajón, al tiempo que ha sido objeto de potentes críticas debido a la dudosa naturaleza de muchas de sus afirmaciones históricas, y su tendencia a borrar las contribuciones científicas, culturales, políticas y económicas de pueblos, figuras y corrientes de pensamiento islámicas y provenientes de otros rincones del mundo no europeo.

A grandes rasgos, los lamentos de Majluf sobre los peligros a los que se enfrenta “Occidente” se parecen mucho a los expresados por Tom Buchanan, uno de los personajes de la novela de F. Scott Fitzgerald El gran Gatsby. Plutócrata, millonario y egresado de Yale, Buchanan afirma en tono histérico que “la Civilización se está cayendo a pedazos”. Haciendo una referencia apenas velada al famoso libro del racista y eugenista Lothrop Stoddard The Rising Tide of Color: The Threat Against White World-Supremacy (1920), el personaje de Fitzgerald afirma que existe un peligro real de que todos los logros de la “Civilización”, “la ciencia, el arte y todo eso”, sean exterminados por la creciente marea de rechazo en contra del supremacismo blanco.

Celestial Eyes, de Francis Cugat, cubierta original de El gran Gatsby, Wikimedia Commons.

Refiriéndose a México, está claro que para Majluf la “Civilización” y el “Occidente” son patrimonio de los representantes de la “alta cultura”. En uno de sus textos más bizarros, en el que defiende con enjundia al abiertamente racista Winston Churchill, afirma que una de las mayores tragedias contemporáneas de nuestro país es que “la Revolución mexicana le quitó a México” la posibilidad de disfrutar de los frutos de “la anhelada relación entre la élite política y la alta cultura”. Recurriendo a los planteamientos organicistas del conservador alemán Oswald Spengler, Majluf lamenta que, a diferencia de lo sucedido en Estados Unidos, en México la “Revolución […] no la ganaron las élites”, sino “hombres que no se movían naturalmente en [un] ambiente de esplendor y alta cultura”. Éste es el origen, según él, de los grandes problemas políticos de nuestro país, donde tristemente “no hay Churchills o Roosevelts”, sino solamente “Elba Esthers y Graniers”.

Para Majluf, por tanto, “Occidente” representa al mismo tiempo una región (el Atlántico Norte), una serie de valores (conservadores y elitistas) y una narrativa (neoimperialista) que, en un tono que recuerda a los peores excesos ideológicos de la Guerra Fría, son percibidas como amenazadas por fuerzas oscuras y extrañas. En un envío hecho hace algunos días a través de su cuenta de X, Majluf expresó este miedo de manera prístina: “Israel y Ucrania están dando la batalla en la frontera de Occidente, son nuestros últimos bastiones en el este frente a los bárbaros. No se pueden perder. Aquí está el siglo.”

Además de una reiteración de sus simpatías por Zelenski, en esta declaración se asoma algo mucho más preocupante que una mera defensa de “Occidente”. Los dichos de Majluf equiparan de manera tramposa la respuesta ucraniana a la agresión expansionista de la Rusia de Putin con la ofensiva genocida del Estado Israel tras los ataques de Hamás. Esta equivalencia —a todas luces desproporcionada y falaz— sólo tiene sentido si se filtra a través de un discurso simplista y engañoso que busca movilizar a través del miedo y la desinformación. Las agresiones que iniciaron ambos conflictos no son comparables; tampoco lo son las reacciones que provocaron. Pero Majluf no busca informar con coherencia ni argumentar de buena fe; si ésta fuera su intención, habría necesitado complementar su envío de X con una mención del papel jugado en ambos conflictos por Estados Unidos y la Unión Europea —locus de su fetichizado “Occidente”—, que no han dudado en apoyar a Ucrania, de un lado, y al gobierno ultraderechista de Netanyahu por el otro.

Sin embargo, esta declaración esconde algo más macabro. Las palabras de Majluf apenas maquillan un intento por deshumanizar a aquellos grupos “bárbaros” que, en su opinión, se oponen a “Occidente”. Con esto, el bloguero recurre a una de las estrategias clásicas del imperialismo que consiste en construir discursivamente a un enemigo que se presenta como enteramente ajeno, extraño e irreconciliable y que, por tanto, debe ser sometido o, en casos extremos, destruido. En los “bárbaros” de “Occidente” se incluyen a las poblaciones originarias de América, África, Asia y Oceanía que han sido objeto de proyectos genocidas y esclavistas por parte de las potencias que Majluf pretende defender. Nombrar a alguien como “bárbaro” es inferir la necesidad de dominar y subyugar en nombre de la “Civilización”, tal y como fue hecho con poblaciones indígenas, negras, “aborígenes” y tantas otras que “Occidente” ha integrado en su seno de manera brutal en su avance planetario durante los últimos 500 años.

Vivimos hoy momentos dramáticos en los que proliferan las posiciones extremistas y florece la mentira. En el contexto de profunda crisis del presente, surgen propuestas engañosas que buscan ofrecer respuestas simplistas a problemas complejos y movilizar a través del resentimiento, el miedo y la desinformación. Posturas como las de Majluf pretenden ofrecer, en nombre de la disidencia y la valentía intelectual, una visión del presente totalmente carente de coherencia y que resbala fácilmente hacia la autocomplacencia.

Sin embargo, es indudable que vivimos un periodo de recambio, generacional y conceptual, en el frente ideológico. Majluf entiende esto muy bien, y no ha dudado en ofrecerse como una figura capaz de proveer un nuevo “liderazgo intelectual” para el conservadurismo en México.

La presencia de personajes así es un aviso del fortalecimiento, a veces imperceptible, de estructuras ideológicas nocivas que combinan viejas fobias de la derecha liberal con impulsos neoconservadores y libertarios. No se trata de una ultraderecha ramplona, como la que representan personajes como Eduardo Verástegui o los integrantes del FRENAAA, sino de algo más complejo, sutil y, a pesar de las acrobacias retóricas, profundamente reaccionario. Es importante entender que estas posturas pueden ser la matriz de una nueva derecha que pase a ocupar el espacio dejado por la crisis de grupos conservadores tradicionales en México. Hay que tomarse en serio sus reclamos para poder enfrentarlos con argumentos, ideas y organización. No podemos dejar que, en nombre de la disidencia y a través de los barrocos circuitos del Internet, estas ideas nocivas echen raíces.